La locura de Dios (34 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
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El leviatán se situó sobre el apretado grupo que formábamos los supervivientes, y uno de sus aeronautas nos lanzó una escalera de cuerda. Pero yo, con mi brazo herido, no pude subir por ella, y tuve que ser izado con ayuda de un arnés.

Mirina subió en último lugar, y al no ver a Vadinio ni al resto de sus hombres en la bodega, preguntó por ellos a uno de los aeronautas.

—Ellos nos indicaron vuestra posición; y que, muy probablemente, estaríais en dificultades, por lo que debíamos ir a recogeros en primer lugar.

—¿Están muy lejos de aquí?

—A menos de una milla hacia la tramontana.

Aquella nave era la
Delíaca
y tras recoger a Vadinio y al resto de los aeronautas de la
Salaminia
, regresó a Apeiron.

5

La medicina era quizás el logro más maravilloso de la ciencia de Apeiron. Durante toda mi vida había visto infinidad de hombres mutilados, perdidos o condenados a una vida de miseria por la más pequeña herida infligida a sus cuerpos.

Una incisión con un cuchillo y unas triscadas con una sierra eran más que suficientes para librar a un hombre de una pierna o un brazo herido; y yo, que notaba cómo las astillas del hueso de mi antebrazo habían rasgado una y otra vez la carne mientras éramos atacados por los gog, sabía que no podía esperar más que eso.

Pero no fue así. Los cirujanos de la ciudad se empeñaron en salvar mi brazo, y para ello limpiaron de astillas la herida, y encararon cuidadosamente las dos partes del hueso roto. Puesto que mi avanzada edad dificultaba la soldadura del mismo, utilizaron una prótesis metálica atornillada a las dos mitades. Todo esto lo pude ver con mis propios ojos, sin sentir dolor alguno, gracias a una milagrosa substancia que los médicos me habían inyectado en el brazo y que lo insensibilizaba al dolor completamente.

Una vez más, me pregunté cuánto dolor y sufrimiento podría evitarse la humanidad si la ciencia de Apeiron fuera conocida por todos.

Después de la operación, el brazo me fue entablillado y cubierto de yeso para inmovilizarlo. Y mientras me recuperaba, fui visitado por la consejera Neléis.

—Lamento profundamente lo sucedido —dijo la mujer.

—Yo soy el único culpable —dije. Aún me sentía algo narcotizado—; tendría que haber sospechado hace mucho de Ibn-Abdalá, pero mis sentimientos de simpatía hacia el sarraceno me confundieron. ¿Dónde está ahora?

—No muy lejos de aquí. En un departamento de este mismo hospital. Encerrado.

Dije a la mujer que deseaba hablar con él, y ella respondió que cuando me encontrara en mejores condiciones. Y eso fue sólo dos días después. La consejera me acompañó a través de los pasillos del hospital hasta una habitación cerrada por una gruesa puerta de metal y vigilada por dos
dragones
. Miré por una ventanilla y vi a Ibn-Abdalá sentado en el suelo. Desnudo, y con su pecho rodeado por un vendaje.

—Se niega a hablar con nadie —me dijo Neléis—. Pero quizá…

—Lo intentaré —dije.

—Un
dragón
entrará contigo.

—No —me opuse—. Ibn-Abdalá ha tenido todas las ocasiones para hacerme daño, si ése hubiera sido su deseo. No entraré ahí con un hombre armado.

—De acuerdo —aceptó la consejera—. Pero estaremos pendientes de sus acciones.

Uno de los
dragones
abrió la puerta y me franqueó el paso al interior de la celda.

El lugar estaba muy limpio, las paredes eran blancas y todo el techo parecía irradiar luz, quizá del exterior. Ibn-Abdalá disponía incluso de una silla y una litera de aspecto cómodo; si se sentaba en el suelo era porque él así lo quería.

Pero, en lo esencial, aquella habitación no se diferenciaba de cualquier otra mazmorra; una puerta cerrada y guardias armados vigilándole desde el otro lado.

Ibn-Abdalá levantó los ojos del suelo y me miró.

No fui capaz de interpretar la expresión de su rostro. Parecía aburrido, triste o cansado. Arrastré la silla hasta colocarla frente a él y me senté. Yo sí que me sentía fatigado; llevaba el brazo apretado contra el pecho con una cinta de tela. Y me dolía a pesar de todas las drogas que me habían dado.

—Tengo la sensación de haberte encontrado varias veces en diferentes etapas de mi viaje —empecé—. Y en cada ocasión tu aspecto era distinto.

Una chispa de interés cruzó por los ojos de Ibn-Abdalá.

—Esa impresión es básicamente correcta —dijo.

Asentí, y seguí hablando:

—Tú eras ese decrépito anciano en el poblado gog, y el león que me habló junto a la costa del mar de los Jázaros. Y ahora eres un culto viajero sarraceno. Eres todos ellos y no eres ninguno; dime, ¿queda algo de la auténtica persona que fue Ibn-Abdalá antes de que el Mal lo poseyera?

—Muy poco, me temo. Tan sólo datos de interés para mí; hechos y vivencias.

—Y ése podría haber sido también mi final. ¿O no lo tenías planeado así?

Ibn-Abdalá chasqueó la lengua.

—Eres demasiado viejo; tu cuerpo no habría sobrevivido en ningún caso a la transformación, pero yo sabía que ellos no buscarían más una vez sacaran el
rexinoos
de tu interior.

—¿Quién eres? —pregunté conteniendo mi horror.

Ibn-Abdalá sonrió.

—Me preguntas algo que crees saber con certeza.

—¿Puedes leer mis pensamientos?

—No sin el
vínculo
que te fue extirpado. Pero me hablaste en muchas ocasiones sobre quién pensabas que yo era; Satanás, ¿no es así?

—¿O tan sólo un demonio secundario? —dije.

Ibn-Abdalá se encogió de hombros.

—¿Eso es importante para ti? ¿Te sentirías decepcionado si así fuese?

—¿Por qué hablas conmigo?

Ibn-Abdalá me miró impasible.

—Me resulta agradable tu persona. Tuve ocasión de echar un vistazo a todos tus recuerdos cuando estuve dentro de ti. Amaste a una mujer, y eso cambió tu vida. Esto es muy extraño, porque las hembras parecen tener muy poca importancia en tu sociedad. ¿Puedes explicármelo?

Yo no estaba dispuesto a seguir por ahí.

—Admites entonces que eres un ser infernal —dije.

—Ahora mismo pareces más interesado que horrorizado —dijo Ibn-Abdalá observándome con interés—. Vuestros antepasados simiescos han dotado a tu raza de una característica curiosidad innata; pero en tu caso ese rasgo es especialmente destacado. Dime, Ramón, ¿qué no harías por aprender algo nuevo?

—No te vendería mi alma.

Ibn-Abdalá sonrió.

—No se me había pasado por la cabeza, la verdad. Puedes quedártela toda para ti. —Y añadió a continuación—: ¿Te han contado los ciudadanos lo que piensan que soy?

—Ellos te consideran un ser nacido en otro mundo.

—Pero tú no les crees, por supuesto. No te has dejado impresionar por toda esta maravillosa ciudad, ¿verdad? Ellos no pueden saberlo todo; porque, si así fuera, no estarían ahora tras esa puerta, escuchando con interés cada palabra que decimos. Y tú sientes curiosidad, pero tampoco dudas sobre cuál es mi verdadera naturaleza; ya has decidido que soy la mismísima encarnación del Mal, y que sólo merezco la destrucción. Pero te equivocas tanto como ellos; todos os equivocáis.

Me esforcé en sonreír con cinismo.

—¿Quién eres entonces; nuestro benefactor?

—Vuestro bien me interesa tan poco como vuestra condena; os he visto medrar; reproduciros como gusanos, llenar mi mundo con vuestra descendencia bastarda.

—¿Tu mundo?

—No soy una criatura sobrenatural como tú crees. Tampoco un ser de otro planeta, como afirma la gente de Apeiron. Llevo mucho más tiempo que vosotros en este mundo. Antes de que el más remoto de tus antepasados se arrastrara por él, mi raza ya era poderosa y viajaba entre las estrellas. Gestionábamos cientos de mundos vivero como éste, criábamos esclavos y los usábamos en nuestras guerras.

»Yo tenía poder, pero sufrí la más humillante de las derrotas y mis esclavos fueron perseguidos y exterminados como alimañas. Hace un millón de años que sobrevivo encerrado aquí; sin tecnología y sin esperanzas. Tan sólo me queda esperar el fin, pero me resisto a aceptarlo a manos de unos esclavos que han olvidado su origen. Lucharé hasta el final, hasta mi último aliento, y cuando yo muera, morirá tu planeta.

Cuando terminó de hablar, vi con sorpresa cómo las lágrimas resbalaban por las mejillas de Ibn-Abdalá. Su rostro no reflejaba ninguna emoción.

—Eres astuto —dije, levantándome—; pero ya no puedes engañarme.

Ibn-Abdalá asintió con gesto cansado.

—Por supuesto —dijo—, no esperaba hacerlo.

Abandoné la celda y le pregunté a la consejera si había estado escuchando; y si había creído algo de lo que el demonio me había contado.

—No necesariamente —dijo Neléis—. Tiene muchos motivos para mentirnos y ninguno para decirnos la verdad; pero es interesante saber que intenta que creamos una historia como ésa, y pensar en cuáles pueden ser sus motivaciones para contárnosla.

—Ha dicho que con él moriría nuestro mundo —le recordé con temor.

—Intenta sembrar la duda en nosotros y colocarnos en una posición de desventaja antes de atacar —dijo la consejera—, lo que tememos que será muy pronto.

—¿Qué vais a hacer con Ibn-Abdalá? —quise saber.

—El hombre que fue ya no existe —lamentó ella—; el
rexinoos
ha devorado su cerebro. Si se lo quitásemos, moriría o quedaría convertido en un vegetal. Tampoco podemos mantenerle con vida porque ahora es los ojos y los sentidos del
Adversario
, y aunque ha permanecido aislado desde vuestro regreso, no podremos estar del todo seguros mientras viva. Tampoco creo que podamos sacarle ya más información.

La consejera hizo entonces una señal a uno de los
dragones
y éste abrió la puerta de la celda. Ibn-Abdalá seguía sentado en el suelo, con los ojos bajos.

No los levantó siquiera cuando el otro dragón entró en la celda y le apuntó con su
pyreion
. No hizo el menor gesto cuando el arma disparó y la bala atravesó su pecho.

Ibn-Abdalá cayó de lado, y quedó inmóvil.

—Le sacaremos el
rexinoos
—dijo Neléis, apartando la vista de la escena—, y esto nos ayudará a confirmar lo que ya sabemos; la posición exacta de su guarida.

Asentí. Ibn-Abdalá habría ardido en una hoguera de haber sido capturado en mi país; comparado con eso, aquel fin había sido casi misericordioso.

Los otros sarracenos conocieron pronto la noticia de la muerte de Ibn-Abdalá, pero no demostraron emoción alguna. Los dos sarracenos supervivientes de la expedición a Samarcanda habían contado a sus compañeros la verdad de lo sucedido y cómo Ibn-Abdalá les había traicionado para conseguir sus propios fines. Unos consideraban que su antiguo camarada era un agente de los tártaros, otros que estaba endemoniado.

Pero lo que sí tenían claro los sarracenos es que no deseaban seguir en Apeiron. Habían llegado allí como esclavos de los almogávares, pero la esclavitud no existía en la ciudad, y los sarracenos eran libres de abandonarla cuando quisieran. Para ellos, aquella ciudad seguía siendo un lugar maléfico, a pesar de que quien les había metido estas ideas en la cabeza había resultado ser, para algunos, un siervo de Satán.

Neléis intentó convencerles de que se quedaran; de que la ciudad necesitaba de todos los brazos posibles para defenderla; pero ellos no estaban dispuestos a luchar por esos infieles, y le reiteraron sus deseos de marcharse.

Mientras salían, por una de las puertas occidentales, con cuatro carros cargados de agua y los víveres que los ciudadanos les habían provisto, y unas cuantas acémilas, Ricard me dijo sin apartar de ellos su mirada de odio:

—Deberíamos haber degollado a esas sabandijas cuando tuvimos oportunidad de hacerlo.

No le respondí; recordaba la matanza de Artaki que Roger había ordenado tan despiadadamente. Por un tiempo había creído que, ante un ser tan maligno como el
Adversario
, sarracenos y almogávares se unirían para combatirlo, comprendiendo que sus diferencias eran ridículas cuando se enfrentaban ante un enemigo común a todo hombre. Pero me había equivocado. El odio entre los hombres parecía ser mucho más fuerte y persistente que el odio a una criatura infernal.

Quizás ésa era nuestra debilidad, aquella en la que el
Adversario
confiaba para su victoria.

6

Me sentía como un viejo inválido con mi brazo inmovilizado y sin nada que hacer hasta que llegara el día del ataque gog.

Que éste iba a producirse era algo en lo que nadie en Apeiron dudaba ya.

Neléis me había expresado su preocupación por esto, pues no se consideraban un pueblo guerrero. Durante cientos de años habían permanecido tras las murallas de Apeiron, silenciosos y ocultos, evitando emprender cualquier acción bélica que pudiera llamar la atención del
Adversario
sobre ellos. Y desde la invención
del fuego griego
, apenas se habían producido avances en su tecnología militar, y jamás habían tenido ocasión de probarlos en una situación de fuego real. Sus generales eran apenas buenos teóricos.

—Es posible —repliqué—; pero aun así vuestras armas son formidables.

—Nuestro poder —me confesó—, el maravilloso poder de esta ciudad, puede ser también nuestra principal debilidad. No soportaríamos un largo asedio. No somos una aldea de campesinos; nuestras necesidades de energía son enormes, y si nos fuera cortado el suministro de agua para producir vapor, Apeiron moriría rápidamente.

—¿Qué haríais entonces?

—No lo sé; pero debemos evitar esa posibilidad a toda costa. Si los tártaros atacan, debemos derrotarlos y destruirlos antes de que tengan la posibilidad de poner cerco a la ciudad y cortar todas sus vías de suministro. Nuestras murallas soportarían cualquier ataque, pero en su interior los ciudadanos se derrumbarían con rapidez.

Estas palabras causaron una gran preocupación en mi ánimo. Yo había visto lo numerosos que eran los efectivos gog acampados cerca de Samarcanda. La ciudad no contaría con más de tres mil
dragones
, además de los trescientos almogávares de Joanot. Eso hacía una proporción de quizá doscientos a uno.

Demasiados para ser detenidos en un único choque frontal; por muy buenas que fueran las armas de Apeiron.

Mientras llegaba ese temido momento, solía acudir al campo de entrenamiento, situado en el exterior del perímetro de la ciudad, junto a los concéntricos de cultivo.

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