Más allá de la última de las casitas blancas, y de los últimos campos cultivados, se abría una inmensa explanada situada a jaloque de la ciudad de Samarcanda. Aquel lugar parecía ahora un inmenso mar de
yurtas
, las tiendas cónicas de los gog.
Sentí cómo el pelo de mi nuca se erizaba al recordar las horas pasadas en aquel inmundo campamento de los gog. Pero lo que ahora teníamos bajo nosotros era un inmenso hormiguero humano; tártaros de piel blanca o amarillenta, aunque su estilo de vida no parecía diferir mucho de los peludos y malévolos gog.
—Deben de ser más de un millón —dijo Vadinio, casi para sí—; me pregunto cómo habrán podido reunirse tantos en tan escaso margen de tiempo.
Los tártaros y los gog se hacinaban ocupando el espacio entre las tiendas, junto con los bueyes, los camellos y los caballos. Y descubrimos algo aún más sorprendente: una empalizada hecha con gruesos troncos de palmera, encerrando a toda una manada de elefantes de color gris sucio y largas trompas agitándose hacia nosotros.
Algunos tártaros habían montado rápidamente en sus diminutos y nerviosos caballos, y corrían tras la
Salaminia
, dirigiendo sus monturas sólo con las piernas mientras empleaban sus brazos para disparar flechas contra el aeróstato.
Algunas golpearon, con un seco trallazo, contra la base del puente.
—¡Vamos a muy poca altura! —exclamó Vadinio, y ordenó soltar lastre.
Melampo accionó una manivela, y dos chorros de agua surgieron por los dos lados opuestos de la
Salaminia
. El agua fue a dar de lleno contra los jinetes que corrían tras el aeróstato, derribándolos, más por la sorpresa que por la fuerza del impacto.
La
Salaminia
ganó lentamente altura, y vi cómo los tártaros derribados se ponían en pie, furiosos y humillados, y agitaban sus puños hacia el aeróstato.
Casi todos eran gog.
—Ya hemos visto suficiente —dijo el genovés—; regresemos.
La brújula giró lentamente, hasta quedar alineada en dirección tramontana, y la
Salaminia
emprendió el camino de regreso a Apeiron.
Mucho más abajo, un grupo de tártaros, reducidos al tamaño de pequeños insectos por la distancia, seguían obstinadamente a la máquina voladora.
Bien
—pensé—,
que lo hagan hasta que revienten sus caballos
.
Toda la nave empezó entonces a traquetear con una vibración sorda y continua.
—¿Qué sucede? —preguntó Vadinio, con voz alarmada.
Melampo, el piloto, consultó los instrumentos; la vibración hacía difícil leer las esferas indicadoras, pero dijo:
—Perdemos potencia, Capitán. El motor tiene dificultades.
Me volví hacia Vadinio, a tiempo para ver cómo el viejo marino palidecía.
—¿Cómo has dicho? —preguntó.
—Algo le pasa al motor —repitió Melampo—; no transmite suficiente fuerza a las hélices, se están deteniendo, Capitán.
Vadinio descolgó uno de los comunicadores internos del aeróstato —una especie de boca de trompeta unida a una manguera de cobre y lona— y llamó a la sentina.
—Atención ahí —dijo—: ¿qué está sucediendo? Perdemos potencia.
No hubo respuesta.
Y la vibración aumentaba. La nave protestaba por todas sus juntas; parecía a punto de descuadernarse. Una de las portillas de falso cristal se agrietó.
—Calionira —dijo Vadinio dirigiéndose a su segundo—. ¿Quiere ir a la sentina a ver qué sucede?
—Sí, Capitán.
Yo dudé un instante y dije:
—Yo le acompañaré. —Una desagradable idea había empezado a formarse en mi mente. Deseé con todas mis fuerzas equivocarme.
En la bodega los diez almogávares nos rodearon asaltándonos con preguntas. Los
dragones
tampoco parecían muy tranquilos por la situación, pues la vibración seguía intensificándose. Algunos de los falsos cristales de las portillas se desprendieron, y cayeron al vacío.
—Un momento —dije alzando las manos para pedir calma. En realidad no podía culpar a aquellos hombres por su miedo ante algo que ni comprendían ni controlaban—. Ricard, ¿dónde están los sarracenos?
La pregunta sorprendió al almogávar.
—¿Cómo has dicho, Ramón? —preguntó mirando a un lado y a otro desconcertado.
—Ibn-Abdalá y los demás —señalé, sintiendo que mis temores se confirmaban—; no los veo entre vosotros.
Ajena a todo esto, Calionira había empezado a ascender por la escalerilla de metal que llevaba a la sentina; y yo le grité que se detuviera.
La mujer me miró extrañada, con sus dos manos sujetas a la escalerilla, y me preguntó qué sucedía. Yo le pedí que dejara a uno de los almogávares ir en primer lugar.
Mirina, la capitana de los
dragones
, se acercó a nosotros.
Ricard tampoco entendía gran cosa, pero esto no le importaba demasiado; sabía detectar perfectamente cuándo la situación exigía despertar los hierros.
—No te preocupes —dijo apoyando su mano en el peto rojo de la armadura de Mirina—; nosotros nos ocuparemos de esto; Sausi, Pero, Ferrán y Guillem: seguidme.
Ricard y Sausi desenvainaron sus espadas, y los otros tres blandieron sus azconas y prepararon su dardos. Calionira, que ya había descendido, le cedió el sitio en la escalerilla metálica a Ricard, que iba en primer lugar.
Los cinco almogávares treparon lentamente hasta la sentina.
Calionira y yo les seguimos poco después.
Al asomar la cabeza por la trampilla, tuve una primera y desagradable sensación del calor infernal que allí había y de la confusa maraña de alambres que eran el soporte estructural de la
Salaminia
. La sentina era un bosque de finas viguetas de metal entrecruzándose, donde era fácil emboscarse.
Distinguí a los almogávares, unos pasos más allá, sobre el cuerpo caído de uno de los mecánicos. El pecho del mecánico estaba partido en dos por una cuchillada, y la sangre empapaba su uniforme gris.
Calionira, que subía detrás de mí, me empujó y corrió junto a su compañero muerto. Elevó sus ojos hacia los almogávares y dijo:
—¡Lo habéis asesinado vosotros!
—Te equivocas —le respondió Ricard—. Lo encontramos ahí.
En ese momento, a pesar de la desconcertante vibración que lo llenaba todo, escuché claramente un chasquido a mi espalda, y me giré hacia él.
Durante un eterno instante, en el que el mismo tiempo parecía haberse detenido, contemplé, con una nitidez diabólica, al sarraceno agazapado entre las viguetas de metal, con su arco tensado y una flecha cargada lista para ser disparada.
Grité al ver partir la flecha hacia mí.
Uno de los almogávares también había escuchado el chasquido y se había vuelto hacia el arquero sarraceno. Saltó entonces hacia mí, que había quedado paralizado, me empujó a un lado, y recibió el flechazo en mitad de su pecho.
Era uno de los almocadenes más jóvenes de Joanot, un almogávar llamado Ferrán con quien yo apenas había cruzado un par de palabras; ¡y sin embargo acababa de cambiar su vida por la mía!
—¡Al suelo, Ramón! —me gritó Ricard.
Pero y Guillem arrojaron a la vez sus dardos hacia el sarraceno. Pero rebotaron inútilmente contra la maraña de viguetas. Ricard empujó a la mujer hacia delante por la pasarela, para dejar sitio a sus compañeros para luchar.
—¿Qué sucede ahí arriba? —resonó la voz de Mirina a través de la trampilla.
—¡Quedaos todos ahí abajo! —le gritó Ricard—. ¡Los moros nos han traicionado!
Tres sarracenos saltaron entonces sobre Pero y Guillem. Debían de haberse apostado sobre uno de los balones de aire caliente, en la parte superior de la sentina, esperando el momento oportuno para atacar. El lugar era demasiado estrecho para pelear. Los dos almogávares vieron cómo sus azconas se trababan inútiles entre los cables y viguetas.
Los tres sarracenos iban armados sólo con sus cuchillos curvos, mucho más efectivos en aquella angosta pasarela. El primero, cayó sobre la espalda de Pero, y en un instante degolló limpiamente al catalán. Guillem clavó uno de sus dardos en la espalda del sarraceno, vengando así a su amigo, y recibió a su vez una cuchillada en su costado, propinada por el segundo sarraceno. Apretándose la herida con una mano, desvió un segundo golpe con su arco de tejo.
Sausi le lanzó una estocada al tercer sarraceno, pero este fintó y apartó la hoja del búlgaro con su cuchillo. Sausi retrocedió un poco y volvió a alzar su espada, sujetándola con ambas manos esta vez. Y descargó entonces su arma sobre el sarraceno, con toda la fuerza de sus grandes brazos. El sarraceno intentó protegerse nuevamente, colocando su cuchillo en la trayectoria de la espada, pero el ímpetu de la espada del búlgaro partió en dos el cuchillo y el cráneo del musulmán.
Yo, que había permanecido agazapado durante todo el combate, escuché gritar a Calionira y me arrastré entre las piernas de los combatientes hacia la mujer y Ricard. Asombrado, vi cómo ambos forcejeaban.
—¡No, suéltame! —gritaba la mujer—. ¡Va a estallar!
Miré hacia adelante y, a través de la pasarela central de la sentina, vi los cuerpos sin vida de los otros cinco mecánicos. También vi la máquina de vapor, vibrando en el centro, y a uno de los sarracenos que, haciendo uso de una de las herramientas arrebatadas a los mecánicos, apretaba una de las piezas de la máquina.
Ibn-Abdalá estaba plantado al otro lado de la máquina, envuelto por las nubes de vapor que escapaban por todas las juntas de ésta; sonriendo demoníacamente.
La mujer intentaba ser razonable con el almogávar que la sujetaba por las muñecas.
—Están cerrando la salida de vapor —le dijo—; la máquina explotará en unos instantes y moriremos todos.
¿Cómo podían los sarracenos conocer tan perfectamente el funcionamiento de la máquina de vapor para saber cómo inutilizarla?, me pregunté.
Pero ya sabía la respuesta.
—Las cosas nunca son lo que parecen, ¿verdad Ramón? —dijo Ibn-Abdalá, por encima de la vibración y del silbido del vapor.
El otro sarraceno seguía apretando aquella junta…
Calionira logró al fin zafarse de Ricard y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia los sarracenos atravesando la pasarela central.
La explosión la lanzó hacia atrás, rebotando contra las viguetas, hasta casi caer de nuevo en los brazos de Ricard. Toda la parte frontal de su cuerpo estaba abrasada por la explosión de vapor hirviente.
Retrocedí, ensordecido y medio cegado por el estallido. Sintiendo cómo el viento lo azotaba todo, e intentaba derribarme con su ímpetu. Dos grandes secciones de la pared de la sentina habían desaparecido, y vi el cielo a través de los enormes agujeros; los bordes desgarrados de la lona flameaban al viento. Las viguetas de metal de la estructura habían sido dobladas hacia afuera por la explosión, y las dos grandes hélices, giraban sólo por la fuerza del viento.
Al poco tiempo, una de ellas se desprendió de sus sujeciones y, rebotando contra los restos de la estructura metálica, se precipitaba al vacío.
Era como si a la
Salaminia
le hubiese estallado el corazón en el pecho.
La máquina de vapor había reventado por su parte central, y el metal se había desgarrado como la piel de una granada. El sarraceno que había manipulado la salida de vapor, provocando la explosión, había quedado destrozado por ella. Vi algunos de sus miembros y trozos de su carne colgando de las viguetas retorcidas.
Hubo un instante de incrédulo silencio por lo que acababa de pasar. La lucha entre almogávares y sarracenos se había detenido, y sólo se escuchaba el retumbar de la lona desgarrada al ser vapuleada por el viento.
Entonces el vapor se disipó, y pude distinguir entre los jirones la figura de Ibn-Abdalá, impertérrito y con su espantosa sonrisa deformándole el rostro.
Una flecha cruzó el espacio y fue a clavarse en el costado del
cadí
.
Me volví para ver que había sido uno de los sarracenos el que había disparado.
—Él nos mintió —dijo—; no nos advirtió de esto, y de que Ibraim moriría.
Se refería al sarraceno que había estado manipulando la salida de vapor.
Casi con gesto cansado, Sausi alzó su espada para acabar con la vida del arquero.
—Alto —le detuve—, quizá necesitemos a estos dos hombres.
Mirina y algunos
dragones
subieron entonces por la trampilla, con sus
pyreions
listos para disparar; y quedaron paralizados por el desastre que allí se había producido.
Atravesé con cuidado la zona destrozada, y me acerqué a Ibn-Abdalá.
El
cadí
estaba tumbado de espaldas, con la flecha firmemente clavada en su costado izquierdo, a la altura de sus pulmones. Tenía la boca llena de sangre y respiraba con dificultad. Seguía sonriendo.
—Eres muy inteligente —le dije—, mientras todos estaban pendientes de mí, tú te introdujiste en Apeiron. Tus acciones son siempre ingeniosas, pero a veces no alcanzo a comprender el sentido de ellas. Pareces actuar movido sólo por un ímpetu demencial y destructivo. ¿Qué es lo que pretendes?
Ibn-Abdalá no contestó. Sausi y Ricard llegaron junto a nosotros.
—Permaneced a su lado —les dije—, y que no sufra ningún daño; pero no lo toquéis ni permitáis que él os toque. Si muere, empujad su cadáver al vacío, pero usad vuestras espadas para hacerlo. Que ninguno de los dos se quede a solas con él.
En el puente la situación no era precisamente feliz.
—Perdemos altura con rapidez —nos explicó Vadinio—. La explosión destrozó cuatro de los balones de aire caliente, pero eso importa poco, porque el resto se están enfriando con rapidez. Hemos soltado todo el lastre, pero es inútil, caemos; y lo peor es eso… —Vadinio señaló hacia lo lejos, en la dirección de popa. Una polvareda indicaba el lugar donde los jinetes gog proseguían con su persecución.
—Unos tipos insistentes —dijo Mirina.
Comenté que, quizás, ellos ya sabían que esto iba a pasar, y que ahora sólo querían recoger a su hombre. Pregunté qué íbamos a hacer a continuación.
—Prepararnos para luchar —respondió la capitana de los
dragones
.
Le señalé que nuestros perseguidores debían de ser un centenar, o más.
—Pero nosotros tenemos armas mejores —replicó ella.
Vadinio nos informó que Apeiron ya había sido avisada de lo sucedido. Quise saber cómo era esto posible, y el genovés me recordó aquella maravilla que era el telecomunicador y que les permitía hablarse a aquellas enormes distancias.