La locura de Dios (31 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
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El yelmo de aquellos soldados parecía una cabeza de dragón con las fauces abiertas. La visera era de un material semejante al del resto de la armadura, pero transparente también como el cristal. Según afirmaba Mirina, protegía perfectamente los ojos del fuego y el calor.

Los
dragones
cargaban a su espalda dos grandes depósitos cilíndricos. Uno contenía
aceite de piedras
, y el otro un componente que, combinado con este aceite, se inflamaba al instante. Los dos líquidos pasaban por dos delgados tubos que iban a desembocar a los lados de una pieza metálica sobre la que estaba tallada la esfinge de un dragón, y que recordaba a las gárgolas de las catedrales. Al accionar un mecanismo situado en la
panza
del dragón, los dos líquidos se combinaban y la gárgola arrojaba un largo chorro de fuego por la boca.

Pero ésta no era la única arma de los
dragones
. Todos llevaban además una especie de lanza corta y gruesa, de sólo un par de varas de longitud, con un afilado cuchillo sujeto a un extremo. El otro extremo era de madera, y su forma se adaptaba perfectamente a la mano del que lo empuñaba. La parte central de la lanza era un tubo hueco de metal de más de una pulgada de diámetro.

Pregunté a Mirina por la utilidad de aquellas lanzas, y la capitana preparó cuidadosamente su arma y, dirigiendo el extremo del cuchillo hacia arriba, hizo fuego.

El estampido sobresaltó a los almogávares y a los sarracenos, pero no a mí que durante los preparativos del disparo había adivinado de qué se trataba. ¡Por fin algo cuyo origen podía comprender! Aquella lanza era una especie de diminuto
trueno
[31]
de pólvora. Yo mismo había conseguido la fórmula de aquel polvo negro explosivo, y había fabricado una pequeña cantidad de él en el patio de mi alquería de Mallorca. Después había hecho un agujero en el suelo, lo había llenado con aquel polvo, y lo había tapado con una piedra. Al hacerlo estallar con una mecha, la piedra había salido disparada a más de veinte varas de altura. Y al caer estuvo a punto de alcanzarme.

—A esto lo llamamos
pyreions explosivos
—me dijo Mirina—; o simplemente
pyreions
; por la piedra que genera la chispa en su interior.

Mirina tendría poco más de treinta años. Alta, fuerte y silenciosa, como casi todos los apeironitas que había conocido hasta entonces. Lucía una corta melena negra al estilo griego, y parecía una amazona salida de algún antiguo poema. El resto de los
dragones
que formaban la falange, hombres y mujeres por igual, tenían una complexión similar a la de su capitana. Aquella gente conocía perfectamente sus cuerpos, y sabían cómo cuidarlos y desarrollarlos. A su lado, los almogávares parecían canijos y contrahechos; pero, como se vio más adelante, no todo está en el aspecto físico.

Ordenadamente, todos subimos a bordo del aeróstato.
Dragones
, sarracenos y almogávares se mezclaron por la bodega. A través de las portillas vimos cómo las hélices empezaban a girar. Todo el aeróstato vibró y un murmullo temeroso corrió por entre los almogávares y los sarracenos. Yo intenté demostrar calma y confianza en aquella máquina, pero mi frente se estaba cubriendo de sudor.

Uno de los aeronautas, que vestían una especie de largo guardapolvo gris, vino a mi encuentro y me invitó a presenciar el desamarre desde el puente.

Seguí al hombre de gris a través de la bodega y descendí por la escalerilla hasta la barcaza situada bajo la proa de la
Salaminia
, el puente, donde Vadinio me esperaba.

En el puente, Vadinio me fue presentando al segundo capitán, que era una mujer joven cuyo nombre era Calionira; al piloto, un muchacho llamado Melampo; y al operador del telecomunicador, un hombre de edad madura, con pelo y barba completamente blancos pero de complexión recia, de nombre Frixo.

Los otros seis aeronautas de la
Salaminia
eran los mecánicos del motor de vapor, y su lugar estaba en la sentina.

—Es un momento emocionante —me dijo Vadinio—, pero no hay motivos para la preocupación; estos aparatos están sobradamente probados.

Yo fingí que estas palabras me habían tranquilizado por completo, y me concentré en las maniobras de desamarre. A través de las amplias cristaleras del puente vi cómo un hombre, que se había encaramado en la torre de madera, desenganchaba la proa de la
Salaminia
. La nave dio un pequeño brinco pero seguía sujeta por los fuertes músculos de al menos medio centenar de hombres que mantenían aún las cuerdas de amarre entre sus manos. A una señal de Vadinio estos cabos fueron largados y la
Salaminia
empezó a elevarse rápidamente hacia el cielo.

Sentí la desagradable sensación de que mi estómago se había escurrido hasta mis pies, y busqué desesperadamente un punto de apoyo al que agarrarme. El murmullo de angustia que me llegó desde la bodega me demostró que, al menos almogávares y sarracenos, estaban pasando por la mismas sensaciones que yo.

Tragándome el miedo, ojeé a través de los ventanales. El suelo del desierto, y el techo curvo del tinglado, se alejaban a toda velocidad. Tragué saliva.

—Si Dios hubiese querido que el hombre volara… —empecé a decir.

—Nos habría dado alas —completó Vadinio con una sonrisa. Para el genovés todo aquello debía de ser muy divertido, consideré—. Pero nosotros somos ahora más ligeros que el aire, no te preocupes porque no podemos caer.

El genovés le ordenó al timonel que sobrevolara Apeiron, y la nave empezó a girar elegantemente en el cielo.

Vimos acercarse la ciudad desde lo lejos, como un puñado de joyas derramadas sobre las arenas del desierto. Los grandes toldos cónicos brillaban al temprano sol con una blancura deslumbrante, y sus sombras se alargaban sobre las dunas.

Distinguí el estrecho camino de hierro, delgado como una línea, que llevaba hasta el tinglado; y por él vi circular uno de los vehículos de vapor, arrastrando un flotador, que ahora parecía diminuto, de camino hacia la ciudad. Debía de ser el que había llevado a los
dragones
hasta el tinglado, que ya estaba de regreso.

Apeiron estaba rodeada por un cinturón de campos de cultivo que desde el aire destacaban como una diana de verde violento sobre las arenas amarillas. El verde no era uniforme, sino que formaba parches de diferente tonalidad dependiendo del tipo de cultivo que se desarrollaba en cada zona. Dispuestos en círculos concéntricos en torno a la ciudad, protegidos por aquellos enormes toldos y cuidados por una legión de campesinos que utilizaban carros, impulsados por vapor, para labrar la tierra; y que eran regados por un sistema maravilloso en el que miles de delgadas conducciones de cobre llevaban el agua, gota a gota, hasta las mismas raíces de las plantas, sin que se perdiera ni se desperdiciara nada; sin que crecieran malas hierbas entre ellas.

La
Salaminia
sobrevoló después el mar de toldos cónicos que formaban la cúpula de la ciudad, y se alineó con un estrecho camino de tonos verdes que trazaba una delgada línea sobre las pálidas arenas del desierto, alejándose cada vez más de Apeiron.

Observé la brújula, y comprobé que nuestra dirección era jaloque.

—¿Qué es eso? —pregunté a Vadinio, señalando el sendero verde.

—Las conducciones del suministro de agua discurren por ahí —me explicó el viejo navegante—. Esos hierbajos crecen gracias a la humedad que escapa de las tuberías. Son hierbajos muy resistentes, capaces de medrar en esas arenas salinas.

Pregunté de dónde venían esas conducciones, pues era evidente que en Apeiron se consumía una enorme cantidad de agua, no sólo para el uso personal de los ciudadanos, sino para mantener en marcha todas aquellas máquinas de vapor. Pero yo había pensado, desde un primer momento, que el agua provendría de algún pozo subterráneo situado bajo la ciudad, y nunca me había vuelto a plantear aquella cuestión.

—De la
Represa
, por supuesto —respondió Vadinio—. ¿La consejera Neléis no te habló de la
Represa
del río Oxón?

—No —negué.

—En ese caso te asombrará verla. Es la obra de ingeniería de la que los apeironitas se sienten más orgullosos.

Y por el tono que Vadinio había empleado pensé que, quizá, después de todo, el viaje iba a valer la pena.

2

La
Represa
empezó a dibujarse a lo lejos, como una delgada línea que iba de un extremo a otro del horizonte.

Contemplé boquiabierto aquella nueva demostración del poder y del ingenio de los apeironitas, mientras la
Salaminia
se aproximaba a ella como a una muralla que cerrara el mundo entero, dividiéndolo en dos realidades opuestas; la arena reseca y salina del desierto y el agua.

Las arenas se estrellaban contra el pie de aquella muralla que se alejaba del punto donde la
Salaminia
se encontraba, por babor y estribor, hasta empequeñecer y desaparecer en la distancia. Sin embargo, hierbajos y matorrales crecían al pie de las murallas, alimentados por la humedad que escapaba a través de los enormes bloques de piedra que formaban el gigantesco muro.

Porque lo que había al otro lado de las piedras era un inmenso y reluciente mar.

—Los apeironitas desecaron esta zona —comprendí—. ¡Todo este desierto estaba sumergido hasta que ellos construyeron esa muralla! Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo pudieron dominar y contener toda esa enorme cantidad de agua?

Para Vadinio aquella obra era tan asombrosa como para mí, a pesar de que el genovés llevaba doce años en Apeiron, asimilando sus muchas maravillas, aún no se había acostumbrado a la
Represa
. Pero, según me dijo, los apeironitas actuales también se maravillaban con su contemplación, pues aquella ingente obra había sido realizada hacía más de mil años, cuando Apeiron era joven y llena de vitalidad.

Vadinio dudó que hoy en día pudiera ser realizada una obra de ese calibre.

La
Salaminia
sobrevoló la muralla. Era una gruesa masa de piedra, sin adornos ni detalles, casi vertical por el lado del desierto, y que se curvaba suavemente por el lado del mar. Continuas secuencias de olas se formaban y rompían incesantemente contra el muro, que en algunos sitios parecía muy desgastado. Mirando hacia atrás, y al ver cómo la inmensidad azul de aquel mar se cortaba bruscamente para dar paso a las polvorientas llanuras del desierto, sentí acelerarse mi corazón. El vértigo de aquella inmensa obra, el mismo concepto de dominio de la naturaleza que conllevaba, me aturdía.

—La
Represa
se extiende entre las desembocaduras de los ríos Oxus e Iaxartes —me explicaba el genovés—. Es un enorme espacio embalsado, y cuesta mucho mantener la
Represa
en perfectas condiciones, pero puede cubrir todas las necesidades de agua de Apeiron hasta el final de los tiempos. Este territorio es muy extraño, parece plano, pero en realidad se hunde suavemente, como un cuenco, hasta la ciudad, cuyo nivel está situado incluso por debajo del Mediterráneo.

—¿Y toda el agua de la ciudad proviene de aquí?

—Prácticamente toda. Tenemos algunos pozos subterráneos, pero están casi agotados. Hay otras muchas conducciones como la que has visto, pero situadas mucho más a tramontana.

Durante las siguientes horas sobrevolamos aquel enorme mar encerrado por los apeironitas; pero, poco a poco el nivel del agua fue bajando, y el mar se transformó en un pantano por el que se arrastraban los innumerables meandros del río Oxus.

El Oxus serpenteaba perezosamente en aquella inmensa llanura empapada de agua, anegaba los campos y rodeaba las colinas. El terreno estaba sembrado de pequeños lagos, y una vegetación exuberante cubría las suaves colinas con un ondulado manto esmeralda, que se extendía hasta las blancas nubes que cubrían el cielo frente a nosotros. Supuse que en algún lugar, allí donde las nubes se fundían con el horizonte, estaba Samarcanda. A nuestros pies se veían zonas brillantes que eran recodos del río Oxus.

Las pequeñas manchas blancas que se divisaban, pegadas al cauce del río, debían de ser casas de los lugareños.

Las casas siguieron apareciendo cada vez más frecuentes, creando pequeñas agrupaciones y ocasionales poblachos. Aquella zona, sin duda gracias al continuo suministro de agua del río Oxus, estaba muy poblada. Vimos también algunos barcos pescando en el río, y barcazas transportando mercancías por él. Era extraño cruzar sobre las cabezas de aquellas gentes, contemplar sus vidas y su actividad sin conocer sus rostros, como si fuéramos espíritus del cielo sin contacto alguno con las debilidades humanas.

Aquellas casitas fueron cada vez más numerosas, hasta que descubrimos que se fundían con los suburbios de Samarcanda.

Samarcanda estaba asentada en mitad de aquella gran llanura, no muy lejos del cauce del río Oxus, y enmarcada por una cordillera montañosa azulada por la distancia. La ciudad estaba rodeada por un muro de barro prensado, y no parecía muy grande; pero fuera de aquellas murallas, Samarcanda se extendía por una gran superficie de terreno gracias a innumerables casitas blancas, semejantes a las que habíamos visto junto al río, que rebosaban a partir de ella. Estas casitas estaban rodeadas de huertas, y rodeaban la ciudad hasta una distancia de unas dos leguas. Entre las huertas había calles y plazas muy pobladas, formando pequeños núcleos de actividad como si fueran otras tantas ciudades independientes. Por la ciudad, y por entre estas huertas, discurrían innumerables acequias plateadas.

Todo esto lo sobrevoló la
Salaminia
, lentamente, mientras los hombrecillos que habitaban aquellas casitas blancas, salían a sus portales y señalaban el aeróstato llenos de terror supersticioso. Algunos se arrojaban al suelo tapándose la cabeza con las manos, y otros se arrodillaban y rezaban.

A una orden de Vadinio, el piloto hizo girar el timón maniobrando la
Salaminia
en un estrecho círculo que rodeó las terrazas de Samarcanda, y se dirigió hacia occidente.

Me sujeté a una barra de metal, para no caer al suelo del puente mientras la nave viraba. La
segundo
, que oteaba el horizonte con un catalejo doble, exclamó:

—¡Por el perro! Acabo de descubrir el campamento de los tártaros. —Giró sobre sí misma, y miró en otra dirección—. Están por todas partes, Capitán.

Le entregó el catalejo a Vadinio que, tras observar lo que Calionira le indicaba, ordenó al piloto dirigirse hacia aquel lugar.

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