—Mandorla, agárrate fuerte —prosiguió Samuele—. ¿Sabes lo que me contestó Giulia? Y a ti quién coño te ha pedido que dejes a tu mujer, eso me contestó. Yo sentí que me moría. ¿Cómo?, repetía una y otra vez. ¿Qué quieres decir? Pues quiero decir que no tengo la más mínima intención de ser tu novia, me dijo ella, silabeando. Es más, ahora déjame en paz porque estoy en casa de un tío que ha salido un momento para buscar una cuerda con la que atarme a la cama, y si vuelve y se entera de que estoy hablando por teléfono con otro se va a cabrear un montón. Adiós, Sam, muchos besos. Y me colgó. Me colgó, Mandorla, ¿entiendes? Yo intentaba una y otra vez volver a llamarla, pero nada, no contestaba. Al final hasta apagó el móvil y todo. Esta mañana entonces la he esperado en el portal, porque total en algún momento tenía que ir a la universidad, y porque la loca de Cate no me ha dejado dormir en casa… Bueno, el caso es que al final ha llegado. Giulia, claro, no Cate. Qué guapa estaba, Mandorla, no te lo imaginas. Ahora que empieza a hacer calor se pone unos vestiditos muy finos, y se los arregla ella para que le queden muy cortitos, cortísimos… —Se quedó absorto mirando la manga de un abrigo que tenía delante, quizá cambiándola en su cabeza por la falda de Giulia. Tuve que tirarlo del brazo, suavito, al menos para recordarle dónde estábamos. Sólo entonces tragó saliva, para proseguir—: pero en cuanto me ha visto, ¿sabes qué ha hecho, Mandorla? No te lo vas a creer. Me ha acariciado la cabeza y me ha susurrado al oído: haz las paces con tu Caterina, Sam. Te conviene, ha añadido. Pero ¿quieres decir que entre tú y yo todo ha terminado?, le he preguntado, porque yo ya sólo quería saber la verdad. ¿Y sabes lo que me ha contestado? ¿Y por qué? Tú eres un gran artista, y juntos nos lo pasamos bien. Si un día no tenemos nada que hacer y nos estamos aburriendo, ¿qué razón hay para no subir al sexto piso para un poco de
zum zum
? Así me ha dicho. Exactamente así. ¡Y piensa que hacer
zum zum
es una expresión que nos inventamos juntos! ¿Entiendes la crueldad? Y luego se ha ido. Y ahora…
Me la señaló. Estaba en el centro de la pista. Con un vestido negro muy ceñido, en efecto cortísimo, un par de sandalias de plataforma, tan altas que parecían zancos, y un mechón de pelo teñido de rosa fosforito para la ocasión: medio bailaba entre Paolo y Michelangelo y medio se frotaba a un tío grande y gordo que la cogía con una mano por la cintura y con la otra le sobaba el trasero.
—¿Ése es el de la cuerda? —pregunté, porque cuando no sabes qué decir puedes decir cualquier cosa: esto también lo había aprendido ya.
—No —me contestó Samuele—. Ése es el segurata de la discoteca. Lo acaba de conocer, creo.
Y así nos quedamos un rato. Entre los abrigos, entre las posibilidades que tenía Samuele de que Cate lo perdonara y las que tenía yo de saber quién era mi padre.
En el cuarto pisoOh, guardarropa, no pude evitar invocar.
Hagamos un intercambio.
Yo me convierto en ti y protejo los abrigos,
o, como hace calor,
llamémoslos de otra manera:
pero démonos prisa en entendernos,
porque total no es ése el problema.
Oh, guardarropa,
el problema es si puedes
convertirte en mí
y así me dices si no es raro
que haya gente como
Michelangelo y Paolo
que lo darían todo por ciertas cosas
(como por ejemplo un matrimonio, hijos, etc.),
y que luego haya gente como Samuele,
que tiene esas cosas
(como por ejemplo un matrimonio, hijos, etc.)
pero las destroza.
Las hace pedazos:
parece que si no
no aguanta.
Dime tú si no es raro,
guardarropa, ¿eh?
«¿Cómo termina un amor?
Termina cuando ya no hay más, cuando hay demasiado o cuando en realidad nunca lo ha habido. Un amor termina porque algo se consume: entonces el amor quizá no haya que gastarlo. Pero también termina aunque no se consuma nada: todo queda como el primer día. Tan perfecto que parece de pega. Entonces quizá si que habría que gastarlo un poco. ¿Y si al final termina porque mientras lo gastas se te cae al suelo y se rompe? También eso puede ocurrir. Como puede ocurrir que lo tires al aire, para jugar, pero luego no vuelva a tus manos. O quizá termine porque te lo dejes olvidado en algún sitio, porque lo quieras tener siempre metido en el bolsillo para que no se te pierda, pero así se marchita: se estropea. Termina porque ibas con prisa, termina porque te quedas atrás, termina porque quiere terminar, porque tiene que terminar. Termina porque no hay nada más imposible de tener en mente, cuando un amor empieza, que el que podría terminar. Y transformarse, una vez pasado el dolor, en algo a lo que hacer alusión mientras hablas de otra cosa, la enésima anécdota que contar en una cena, sacudiendo de lado a lado la cabeza divertido de ti mismo y del dolor que te causaba lo que hoy te hace sonreír, mientras esperas que la persona a la que acabas de conocer y que tienes sentada enfrente te encuentre gracioso, fascinante, original: y querrías que acudiera en tu auxilio el valor o simplemente la manera de pedirle el teléfono para mandarle por la noche un mensaje que ya estás redactando en tu cabeza.»
Antes de dar la palabra a sus oyentes, Lidia empezaba así cada programa de
Sentimentales anónimos.
Razonando ella sola o a menudo desbarrando, durante unos diez minutos, sobre un problema al que inevitablemente te convencías de tener que enfrentarte también tú.
Será que de verdad creía en lo que decía. Ya fuera un comentario sobre el helado que se estaba comiendo o sobre el precio de un vestido, siempre necesitaba expresar una opinión, como si al helado o al vestido les interesara lo que ella pensara.
A Lorenzo, en cambio, le ocurría al contrario por completo. Si el afán de Lidia era el de acercarse lo más posible a las cosas y a las personas, para «reflejarse en ellas y convencerse de que existía», decía ella, el afán de Lorenzo parecía el de mantenerse a distancia. Era extraño, ¿no? Que alguien como ella, siempre ansiosa por entrar en contacto, hubiera acabado con alguien que no estaba en contacto, si se puede decir así, ni consigo mismo. En efecto, por mi fijación por las cosas, Lorenzo siempre me ha recordado a una lámpara que no funciona, no porque tenga la bombilla rota, no, sino porque nadie sabe dónde demonios está el interruptor para encenderla. Y el primero que no lo sabía era precisamente él.
Así, cuando por ejemplo cogíamos el ascensor los tres juntos para ir al cine, a una exposición o para lo que fuera, ocurría algo extraño: en lugar de charlar, como hacían Paolo y Michelangelo, o de comprobar que no se habían dejado en casa las llaves del coche, cada uno se perdía en su propio reflejo en el espejo. ¡Sí, hacían hasta muecas para mirarse mejor! Lidia, en particular, comprobaba su delgadez, y se ponía de perfil o se levantaba la camiseta para asegurarse de que no tenía nada de tripa, y Lorenzo se analizaba la barba. Huelga decir que, visto como eran los dos, entender de verdad qué quería decir el otro cuando hablaba no era tarea fácil.
«Pero ¿tú me quieres, Lorenzo?», solía preguntar Lidia, después de sus largas, larguísimas peleas, esas peleas que, al principio, cuando se amplificaban y llegaban hasta mi habitación, tenía que esconder la cabeza debajo de la almohada para no oírlos, pero que a la larga se habían convertido en algo tan familiar para mí que me servían de nana.
—Pero, a ver, ¿qué quiere decir eso de que si te quiero? ¿Qué es esto, una novelita rosa? ¿Tú ves a Milena preguntándole a Kafka algo así? ¿O Linda a Bukowski? ¡Hagamos como ellos, Lidia! Abandonémonos a la nada que hay y limitémonos a cogernos de la mano, sin más.
A menudo, llegados a ese punto, las voces de Lidia y de Lorenzo se difuminaban y se condensaban en una coma de silencio, en el frufrú de una camiseta que resbalaba al suelo, para transformarse en un latido líquido, primero lento, después furioso y luego de nuevo lento, de un modo u otro tranquilizador para
Efexor
y para mí: bueno, también esta vez ha pasado lo peor, podíamos tener esperanza. Lo habían conseguido.
Pero había noches en las que Lidia abría sin hacer ruido la puerta de mi habitación. Sin hacer ruido también, se deslizaba bajo mis mantas.
—No te he despertado, ¿verdad? —Y sin esperar a que le contestara, empezaba a contarme con pelos y señales la pelea que acababa de escuchar.
—¿Por qué estás con él? —le pregunté la primera vez que me la encontré en mi cama, cuando todavía no imaginaba que también eso se convertiría en una costumbre.
Lidia suspiró. Encendió la lámpara de mi mesilla de noche. Torturó la goma con la que se había recogido el pelo. Se lo soltó, se lo volvió a recoger y de nuevo lo soltó. Como de costumbre, parecía que estuvieran en juego la vida y la muerte cuando alguien le preguntaba algo. Quería conseguirlo, quería contestar con total exactitud. Como si participara en uno de esos concursos que tanto le gustaban a Tina, donde si el concursante acertaba la respuesta podía ganar un millón de euros.
—¿A ti, Mandorla, nunca te ha gustado nadie? —me preguntó: también esto era típico de Lidia. Multiplicar las preguntas mientras buscaba una solución.
Pero esta vez yo tenía preparada la respuesta:
—No.
—Qué raro —comentó ella.
—Tampoco tanto —consideré yo. Sin darme cuenta siquiera de que quizá estaba tratando de sincerarme con alguien. Me doy cuenta esta noche, cuando echo la vista atrás y vuelvo a vernos en esa cama, a ella y a mí. Pero Lidia, repito, hacía hablar hasta a las paredes. Aun a costa de poner en peligro su paredidad, si se puede decir así.
—Si a las personas que te gustan tú no les gustas, o peor aún, si las personas que te gustan tarde o temprano te dejan sola, más vale no tomarte la molestia de que te gusten. ¿No?
—No —dijo Lidia, convencida, negando con la cabeza—. ¿Y sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque si no te tomas las molestia de que te gusten, mientras tanto ¿quieres decirme qué haces? ¿Coleccionar sellos? ¿Irte a un spa? ¿Tirarte en paracaídas? Sí, vale: pero ¿y después? Vamos, Mandorla, no me hagas reír. Tu madre eso lo tenía muy claro: es imposible que tú, dentro de ti, no lo sepas ya.
—¿El qué?
—Que todo lo que hacemos es una manera de matar el tiempo en espera de que llegue —dijo entonces ella, muy inspirada.
—¿Quién? ¿La persona adecuada? —Es cierto, eso mi madre lo tenía muy claro: «Me gustaría que luego, en un momento dado, encontraras a la persona adecuada», me había escrito. Pero «adecuada para ti, me refiero», se había sentido obligada a añadir.
—O a la equivocada —prosiguió Lidia, como si, además de hacer hablar a las paredes también pudiera leer el pensamiento—. Pero que por algún absurdo motivo, tiene que ver contigo. ¿Sabes, Mandorla?, es difícil saber por qué entre todas las voces y las maneras de pedir un café y de besar con las que nos topamos, damos con ésa, damos con ese hombre que nos toca exactamente ahí, donde siempre hace frío. Y entonces no hay nada que hacer: sólo puede quedarse. Sí. En algún lugar dentro de mí, cuando conocí a Lorenzo, enseguida sentí que se quedaría. Que, ¿cómo explicártelo?, sería mi primer reto, uno que nunca me cansaría de querer superar. Eso es.
Hoy como ayer tendría mil objeciones que oponerle a Lidia. Pero hoy como ayer no conseguiría formularle ninguna.
Porque intenté preguntarle:
—Pero si alguien se queda, y luego te hace llorar, gritar y desesperarte como te ha pasado a ti esta noche, ¿qué hay que hacer con ese alguien?
Pero ella replicó con esa manera suya de ser que era como eléctrica, ansiosa de terribles verdades, esa manera suya de ser impaciente que, por extrañísimos motivos, te llegaba a los oídos como el ruido que hace una tiza nueva sobre una pizarra, pero luego se te deslizaba dentro como el sonido de un instrumento cautivador, acordado según la mágica y algo disparatada desproporción entre la intensidad de Lidia y las cosas que la provocaban:
—Mira, Mandorla, es como cuando vas al médico y te palpa y te pregunta ¿le duele aquí? ¿Y aquí? Y tú dices: ¡Sí, sí, caramba, doctor, ahí sí me duele!
—¿Y…?
—Pues que entonces aunque el médico sea un torpe y siga apretándote ahí aunque tú ya le hayas dicho que te duele, no importa porque ha ocurrido otra cosa mil veces más importante.
—¿El qué?
—Pues que el médico ha descubierto dónde te duele. ¿Entiendes?
—No.
—Lorenzo —sin quererlo en absoluto, desde luego— lo ha hecho.
—¿Ha descubierto dónde te dolía?
—Sí. Y tú te sientes agradecido de por vida a quien lo consigue, Mandorla. Y, al final, a lo infinito de esa gratitud lo llamas amor.
Nos quedamos calladas un momento: Lidia pensando en sus cosas, me imagino, y yo con la cabeza llena de preguntas. Sobre todo una:
—Pero entonces, perdona una cosa, ¿la persona de la que nos enamoramos puede ser fantástica o asquerosa, lo mismo da?
—Ayayay, eso es. —Y me sonrió como hace siempre cuando se convence de no hablar sólo para sí sino de enunciar leyes que tienen una especie de valor universal—. Sí. Todos deseamos tan sólo liberarnos de nuestra angustia de vivir, y cuando alguien nos gusta, en realidad en mi opinión sobre todo le estamos encomendando la tarea de distraernos de nosotros mismos. Por lo tanto, resulta absolutamente relativo y más bien irrelevante si se trata de un hombre maravilloso o de un perfecto hijo de puta. Por supuesto, hay quien puede distraer a unas personas, y quien puede distraer a otras: banalmente, eso es lo que a las revistas femeninas les gusta definir como «compatibilidad de caracteres». Pero no, no creo que tenga que ver de verdad con el hecho de que las personas sean, ¿cómo has dicho?, fantásticas o asquerosas. No, no, no tiene nada que ver. ¿Entiendes lo que quiero decir, Mandorla?
No: en ese momento, para ser sincera, no lo entendía. Todavía no sabía que pronto, muy pronto, y sin tan siquiera darme cuenta, lo habría entendido más que de sobra.
¿Me tiro? Me tiro.
¿Por qué? Porque ya estoy aquí. Porque así al menos este día se pasa sin dar mucho la vara. Porque dentro de una semana cumplo dieciocho años y si me hago pedazos antes de mi fiesta qué más da: total, no me apetece nada celebrarla. A lo mejor podría haberlo pensado antes de invitar a todo el instituto. Pero hasta ayer me parecía algo increíble, una fiesta con mil personas: mil exactamente, ni una más ni una menos. Hoy la sola idea me da ganas de vomitar.