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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (43 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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¿Qué estás intentando decirme, mamá?

«Sabes perfectamente lo que estoy diciendo, mi vida.»

Mamá.

«Tú sabes que eres inocente. Y sabes perfectamente que el ministerio fiscal tendrá que reconocerlo. Pero, pese a todo, cuando ha amanecido, algo te ha dado miedo.»

Mam…

«Lo que te da miedo no es el veredicto del ministerio fiscal, Mandorla, sino la promesa que te ha hecho Pavarotti, la de ocuparse personalmente y enseguida de tu prueba de ADN.»

Mamá.

«Tú no quieres hacer esa prueba. No tienes la más mínima gana de conocer el nombre, el apellido y el grupo sanguíneo de tu padre. Ésa es la razón por la que, anoche, antes de esta larga noche, te mostraste tan caprichosa con el pobre Pavarotti.»

Que no, mamá…

«“Abogado, usted sáqueme de aquí: pero yo no quiero hacerme la prueba”. ¡Eso es lo que tendrías que haberle dicho ayer a Pavarotti, mi vida! Y eso es lo que le vas a decir esta mañana.»

Mamá, no me juzgues mal, es sólo que…

«Pero, mi vida, ¡si yo estoy de acuerdo contigo! Tienes toda la razón del mundo al no querer hacer esa maldita prueba.»

¿Qué?

«Los padres hacen lo que pueden, Mandorla: todos. Incluso cuando de verdad parece lo contrario. El problema es que mientras son padres y madres, no dejan de ser también seres humanos. Por eso se equivocan, inevitablemente. Quien más, quien menos, todos se equivocan. Pero tarde o temprano hay que perdonarlos. ¿Y sabes cuál es el único perdón posible?»

¿Cuál es, mamá?

«El único perdón posible que podemos conceder a nuestras madres y a nuestros padres es dejarlos marchar, llegado el momento. Seguir queriéndolos, si pensamos que se lo han merecido. Pero dejar de hacer que nuestro destino dependa del suyo. Porque si no, no tendremos más que una buena excusa para no hacer nada bueno con ese destino nuestro. ¿No te parece?»

Mamá…

«Vida mía, razona un poco: cuando te enfadaste con tus familias, ¿qué pretendías?»

Tener la libertad de ser la novia de Palomo.

«O sea, la libertad de equivocarte. ¿No?»

Eso es.

«Sí. Si los padres tienen que darles a los hijos esa libertad, lo mismo tienen que hacer los hijos con los padres. ¿No crees, mi vida?»

Mamá.

«Resumiendo, Mandorla: ¿por qué narices tenemos que ir a estamparnos con la moto de nuestra vida contra el coche aparcado en la doble fila de las mentiras, los secretos, las debilidades y los fracasos de nuestros padres?»

Mamá…

«¡Vayamos por otro camino con esa moto!»

Pero ¿cómo se hace eso, mamá? ¿Cómo se hace?

«Basta con dejar de esperar que sean nuestros padres quienes cambien para decidirnos a hacerlo nosotros. ¿Me sigues, mi amor?»

¿Tienen algo que ver con eso las faldas que me compré en Irlanda, mamá? ¿Tiene algo que ver con eso la escuela de Londres?

«Sí, mi vida, en parte sí. Y lo sabes. Te has tomado todo el tiempo que necesitabas para escoger qué clase de persona querías llegar a ser, entre las infinitas posibilidades que hay en el mundo. ¿Qué razón tienes, ahora, para poner en cuestión todo eso? Acuérdate: tú ya tienes un padre. Tienes muchos padres. Los conoces a fondo, si conocer a alguien —como tú misma has dicho— significa ponerte a su disposición para intercambiar cosas bonitas y cosas feas. Concéntrate un momento en ellos, en tus padres. ¿Qué ves?»

Veo a Samuele que me lleva al lago de los patos. A Michelangelo que se queda dormido en el sofá, a mi lado. A Lorenzo que me explica lo que es el amor. Al ingeniero Barilla que me explica una ecuación. A Gianpietro que moja una galleta en el té y me pregunta si te echo de menos.

«Todos los hombres que te han criado hasta ahora te quieren de verdad, Mandorla, todo lo que cada uno de ellos es capaz de querer. Fíate de ese amor. De un padre poco más se puede esperar aparte de eso.»

¿Mamá?

«Conténtate con las cosas buenas que los hombres de la calle Grotta Perfetta 315 te han dado y podrán darte. Ya te has ocupado bastante de ellos, ¿no crees?»

Creo que sí. Sí.

«Y entonces, ¿para qué seguir mirando atrás?»

Vamos a ver, mamá. Vamos a ver si lo he entendido. La única Verdad de los Hechos es que el mundo, como diría Tina, se divide en dos categorías. ¿Es así, mamá? Por una parte están los muertos como tú, y por otra están los vivos. ¿No? Los primeros lo saben siempre todo y no nos defraudan nunca. Los segundos nos defraudan siempre y no saben nunca nada. Por si eso fuera poco, a diferencia de los muertos, los vivos todavía están obligados a lidiar con una serie de tareas difíciles: por ejemplo, tienen que decidir cómo vestirse. Pero quién sabe, a lo mejor justo cuando están haciendo cola para pagar en una tienda, si miran a su alrededor en lugar de mirar atrás podría ocurrirles algo. Algo nuevo. Algo que les concierna únicamente a ellos. Algo que sólo tuviera mínimamente que ver con todo el lío y la confusión que tienen a la espalda. ¿Es eso lo que quieres decir, mamá? ¿Quieres decir que si se está en la categoría de los vivos más vale esforzarse de verdad en estar vivo? ¿Más vale inventarse un destino antes que copiar el de otro, ya sea el del ONME más de marca o el de nuestro padre? ¿Lo he entendido bien?

¡Mamá!

¿Mamá?

Mamá.

Mamá mamá mamá mamá mamá mamá mamá mamá mamá mamá mamá mamá mamá.

Mamá.

Contéstame sólo: sí, Mandorla, has entendido bien, o no, Mandorla, no has entendido nada.

Vamos.

¡Mamá!

¿Mamá?

Mamá.

—Buenos días, soy el abogado Pavarotti.

¡Ahí está! Está hablando con los guardias, ahí fuera.

Ha llegado, por fin.

Mamá, qué loca estás. ¡Ésta es tu manera de contestarme «Sí, Mandorla, has entendido bien»!

¿Y entonces?

Entonces, en cuanto salga de aquí, lo primero que haré será comprarme una nueva cinta de colores para el pelo.

Y lo segundo que haga será hablar con Matteo Barilla.

Pero por ahora sólo tengo que esperar a que llame a la puerta el abogado Pavarotti.

¿Y entonces?

Entonces rezo.

Oh, ADN,

hagamos un intercambio,

yo me convierto en ti y tú renuncias a mí,

de una vez por todas, mientras todos,

como personas de verdad que son,

hacen un intercambio (ellos también) y se transforman,

¿qué sé yo?, en puntitos tan pequeños

que, huelga decirlo, no pueden hacerse verdadero daño

aunque se llamen Palomo Carnevale:

pero si me convierto en ti, oh, ADN,

y tú renuncias a mí, entonces cojo yo las riendas

y determino un destino

para cada puntito.

Así es que, con total libertad, mi querido ADN:

yo quiero para Tina muchos amigos sinceros

(¡no inventados, verdaderos!)

en su habitación, donde siempre esté también

Gianpietro Costanza;

para Samuele el Oscar al mejor director;

para Cate Pavarotti;

para Paolo y Michelangelo

que se casen,

la tarta que más me gusta,

fuegos artificiales y petardos;

y más silencio y paz para Lidia y Lorenzo

(pero ningún niño: basta y sobra con un perro);

para la señora Barilla una frase, susurrada:

«Estoy orgulloso de haberme casado contigo»;

para Giulia un marido,

pero que sea sólo suyo;

¿y para Matteo?

Pues esto de verdad que no lo sé.

Marzo de 1993

Acaban de terminar de hacer el amor, convencidos, como siempre, de que nadie lo hace tan bien como ellos.


Hace frío… —susurra Maria.


Claro, cómo no va a hacer frío, si estamos desnudos —contesta él, muy serio.

Típico de él, piensa Maria, alejar de inmediato la emoción con una frase así. Pero ella lo conoce bien. Maria lo conoce mejor de lo que él se conoce a sí mismo.

Se sube a horcajadas sobre su pecho.

En la espalda de Maria, y en sus brazos, la luz de la tarde proyecta el reflejo violeta de la única ventana del antiguo lavadero del sexto piso. Me gustaría morirme ahora mismo, con Maria encima de mí, y en mi mirada su cuerpo violeta, piensa él.

Maria lo besa en la boca para impedirle que lo vuelva a pensar. Porque ella puede leer en su corazón.

Sabe que ocurrirá pronto: siempre lo ha sabido. Lo sabe desde aquel día en que, en el bar de la placita de Poggio Ameno, él le pidió un cigarro.

Sabe que no durará, que no puede durar. Pero sabe también que nunca, jamás en su vida, se ha sentido feliz, en casa y, al mismo tiempo, en una galaxia desconocida, como se siente cuando él le besa las orejas y, bajando por el cuello, llega hasta su ombligo.


Eres guapa —le dice él entonces.

Y entonces si soy guapa, si de verdad te gusto tanto, ¿por qué no dejas de una vez esa porquería?, le ha preguntado mil veces Maria en estos años, y él mil veces le ha prometido te juro que la dejo: pero no lo ha conseguido. Así es que Maria ha dejado de preguntárselo.

Ahora además está tan flaco, tan cansado.


Bastará un simple resfriado para acabar contigo si no te decides al menos a comer un poco más.


¿Desde cuándo una sobredosis se llama resfriado?

Hablan de la muerte como si nada, él y Maria.

A veces incluso hablan de ella mientras hacen el amor.


Me dejarás —le susurra ella al oído.


No lo haré a propósito —le contesta él.

Nadie puede imaginar siquiera esa relación. Desde siempre, Maria se la ha ocultado a todo el mundo. Incluso a Michelangelo, su mejor amigo. O a los demás vecinos de la calle Grotta Perfetta 315, con los que tanta confianza tiene. Incluso a Tina, del primero, que es como una madre para ella. Y a Lidia, del cuarto, y a Caterina, del segundo: prácticamente dos hermanas para ella. A los señores Barilla, del quinto, que, cada vez que no puede pagar un recibo, le firman un cheque y la tranquilizan diciéndole que no tenga prisa en devolvérselo. Pero no lo entenderían: no podrían entenderlo. Se preocuparían y nada más. Todos.

Tendré que inventarme una bonita mentira, piensa de repente Maria, una de esas en las que será imposible no creer, si un día u otro ocurre lo que deseo que ocurra más que ninguna otra cosa en el mundo. Porque a quién le importa nosotros dos: pero habrá que proteger al hijo de una chalada como yo y de un heroinómano que tiene los días contados.

Le entran ganas de llorar y de reír a la vez.


¿Qué pasa? —le pregunta él.


Pasa que te quiero —le contesta ella.


Yo también te quiero —le dice Mundoperro.

Y se queda dormido, con la cabeza apoyada en el vientre de Maria.

— FIN —
Agradecimientos

Aun a costa de parecerme a Samuele Grò, yo también tengo varias personas a las que dar las gracias.

Gracias a (en riguroso orden alfabético, no vaya a ser que se ofendan, pensaría Grò) Cristiana, Daniele, Elisa, Errico, los Fabrizi, Federica, Francesca, Raffaella, Teresa, Umberta y Walter.

Un gracias distinto a todos (y, aquí, Grò los miraría uno a uno fijamente a los ojos) a Antonio F., Antonio R. y a Massimo.

Otro distinto también (que merecería desde luego un documental) a Giulia.

Uno, distinto también, a Ale.

Cinco pisos de agradecimientos a Daniela y a Luigi.

A Laura, jirafa-cachorrito.

A los dibujos de Ilaria.

Al diario de Georgie.

A esos dos que, partiendo de Padua y de Agnone, un día llegaron a Poggio Ameno y allí se quedaron.

Gracias a los 12. Eligieron ellos el nombre de Mandorla: son su primera familia.

Chiara Gamberale
nació en 1977 en Roma, donde vive. Es autora de
Una vita sottile
(1999),
Color Lucciol
a (2001),
Arrivano i pagliacci
(2003),
La zona cieca
(2008), galardonada con el Premio Campiello, y
Una passione sinistra
(2009). Ha dirigido y presentado diversos programas radiofónicos y televisivos, y colabora asiduamente en distintos periódicos y revistas, como Vanity Fair, La Stampa o Il Riformista. Con
La luz en casa de los demás
se ha dado a conocer internacionalmente.

Notas

[1]
En italiano, «mandorla» significa «almendra», de ahí el nombre de la protagonista.
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[2]
En italiano, «poggio ameno» significa literalmente «colina amena».
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[3]
En español en el original.
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