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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (41 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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Así rezaba yo, de vuelta en mi cama.

Ese día había estado de verdad demasiado lleno de cosas para lo que yo acostumbraba. Palomo, desnudísimo, en la boca del dragón. Mis familias, todas juntas, en la misma noche.

Mi padre.

De repente, entre él y yo, tan sólo una prueba.

—¿Qué piensas, Mandorla, qué te parece? —me había preguntado el ingeniero Barilla, al final del largo, larguísimo discurso que se podía resumir en cinco palabras.

Sabrás quién es tu padre.

¿Que qué pensaba? ¿Y cómo se puede pensar cuando esperas algo toda la vida, y ese algo, de repente y como si nada, ocurre?

—Gracias —le contesté al ingeniero—. Gracias —repetí, mirando a Tina en nombre de todos.

¿En qué sentido «gracias»?, creo que habría querido preguntarme el ingeniero. Pero por suerte no lo hizo.

Gracias significaba gracias. Punto.

—No tienes que darnos las gracias, Mandorla. —Lidia no habría podido estarse callada en un momento así ni por casualidad—. Es tu derecho conocer el resultado de esa prueba, si lo deseas, y es nuestro deber que lo conozcas.

—¿Mañana? —Esa pregunta cortó el aire como un tapón de champán en el momento del brindis. La hizo Cate—: ¿Mañana?

Lo cual significaba precisamente eso: mañana.

¿Cómo me sentí en ese momento? Exactamente como me sentí otra vez ya, hace muchos años, cuando al salir del colegio buscaba a mi madre en el patio. Pero mi madre no estaba.

Entonces dije:

—Un momento, Cate. —Clavé los ojos en la punta de mis zapatos para no ver en los rostros de mis familias el efecto de lo que estaba a punto de decir—. Estoy contentísima de lo que habéis decidido. Contentísima, de verdad. ¡Pero dentro de muy pocos días me marcho a Irlanda! Todavía no he empezado a hacer la maleta, ¿de dónde saco el tiempo para hacerme la prueba? Hagámosla después de las vacaciones… ¿no?

Maldita mi estampa, nunca sé expresar exactamente lo que se me pasa por la cabeza, y mucho menos lo que se me pasa por el corazón, porque en realidad debería haber dicho: «¿De verdad os parece que, de la noche a la mañana —mañana en el sentido literal: mañana— voy a coger y me voy a ir a hacer la prueba? ¿Os parece normal que vosotros decidáis vale, venga, es justo que Mandorla conozca la identidad de su padre, y que yo acepte esto como un caramelo que alguien me ofrece? ¿Os parece que mi vida pueda cambiar de golpe sin darme la posibilidad de prepararme? Ya me sucedió una vez, ¿no? Pues con una basta y sobra.»

Pero fue una suerte que a mis familias les pareciera creíble la absurda excusa que me inventé. Porque en ese momento levanté los ojos de la punta de mis zapatos y los miré: no estaban enfadados por la ingratitud de la que habrían podido acusarme. Al contrario: ¡sonreían todos, felices! Evidentemente, que yo preparase la maleta para irme a Irlanda era muy importante para ellos.

—Pues claro, Mandorla, faltaría más. —De nuevo habló Lidia, dejando a un lado toda divagación y yendo al grano—. Aquí nadie quiere obligarte a hacer nada.

—Ya no —quiso subrayar Cate.

Después del verano, entonces.

Después del verano lo sabría. Después del verano todo cambiaría. Después del verano quizá Palomo, quizá Eva, quizá Matteo. Porque esa noche no acertaba a concentrarme en mi padre, como de costumbre las ideas se multiplicaban y se iban cada una por su lado. Qué absurdo, ¿no? ¡Pronto, prontísimo descubriría de quién era hija! ¿Y en qué estaba pensando yo? En la colita de Matteo. En Matteo que no decía más que tonterías. En el traje elegante de Gianpietro Costanza.

Entonces, de la camita supletoria junto a mi cama, llegó hasta mí un extraño gemido. Escuchándolo bien, me di cuenta de que no era un gemido sino un llanto. Desesperado y quedo.

—Giulia, ¿qué te pasa? —le pregunté—. ¿Quieres que encienda la luz?

—No te preocupes, Mandorla —contestó ella con la voz rota.

Entonces extendí el brazo desde mi cama hasta la camita supletoria y, en la oscuridad, le toqué un hombro. Temblaba como un terremoto, pobre Giulia. Y, en su corazón, el terremoto era real.

—Hace un mes aborté, Mandorla. Sí, como te lo digo. Era de mi profesor de Historia del Arte. Es un señor que es famoso
all over the world
por sus manuales de texto. Uno que lo sabe todo, y es tan extraordinario que no presume de ello. Qué pena que tenga mujer y tres hijos. Y que no quiera renunciar a ellos. Si necesitas dinero para la operación te lo doy yo, faltaría más, me dice. Siempre has sabido que las cosas estaban así, me dice.
I am so sorry,
me dice. ¿Y sabes qué es lo cómico de toda esta historia, Mandorla? Que tiene razón. Es verdad que no puede hacer nada, será verdad también que lo siente y seguramente es verdad que yo siempre he sabido que así estaban las cosas. Pero ¿qué te puedo decir? Estoy perdidamente enamorada, soy incapaz de racionalizar. Y además, antes de él, ¿acaso no estuvo también el marido de mi vecina? ¿Y antes aún de ése? ¿No estuvo acaso también un tipo cuya mujer estaba embarazada de ocho meses?

¿Y no estuvo acaso Samuele?, pensé yo. Pero no la interrumpí. Giulia sólo tenía que hablar. No había respuesta que no se hubiera dado ya ella misma, no había imposible consuelo que no hubiese intentado ya buscar ella sola.

—En Londres estuve viendo a un loquero, ¿sabes? Tardó tres años pero al final me hizo entender de una vez por todas cuál es mi problema. Está en el cuerpo de su padre, miss Barilla, el problema: un día dejó de andarse con rodeos y me lo dijo a las claras. Es él, es su padre a quien busca en los hombres casados a los que frecuenta. Es el Hombre Casado por excelencia lo que usted persigue. Es con él con quien quiere enfrentarse. El inviolable: así lo llamó. Pero ¿qué puedo hacer?, le pregunté, ¿si él siempre me ha parecido
the best, the boss,
el mejor del mundo? ¿Si nadie ha conseguido nunca hacerme sentir segura como lo hacía él, cuando volvía de la guardería y le decía «papá tengo un problema», y él me juraba que se iba a ocupar de solucionarlo? A esto el loquero no pudo contestarme. Se quedó callado, sí. Porque ¿sabes cuál es la verdad, Mandorla? Quien tiene un padre imperfecto es más afortunado que quien tiene un padre perfecto.

Entonces ¿quien no sabe siquiera quién es su padre es el más afortunado de todos?, me pregunté yo. Pero ¿cómo puede ser eso? ¡Si justo esta noche yo he obtenido por fin la autorización de conocer la identidad del mío!

Pero no me dio tiempo a reflexionar de verdad al respecto, porque Giulia, irrefrenable, proseguía ya:

—Sí, muy bien, ¿y qué gano yo con haber descubierto cuál es el problema? Como el loquero seguía estándose calladito, yo insistí, naturalmente. ¿Acaso puedo cambiar las cosas que ya han sucedido? ¿Puedo cambiar a mi madre? Sí, sí, claro, Mandorla: mi madre. Porque no creas que ella no es también responsable en parte de todo esto…
shit!
¡Si se hubiera obsesionado ella con el cuerpo de mi padre, si hubiera sido capaz de asegurarme que lo agarraba bien para que no se le escapara, a lo mejor no me habría obsesionado yo! A lo mejor no se hubiera obsesionado él con todas las zorras con las que siempre sospeché que me traicionaba… Es su madre, me hizo observar el loquero, es su madre a quien podría haber traicionado su padre: no usted, señorita. Y, sea como fuere, eso es asunto suyo, exclusivamente suyo: no de usted, señorita. La generación de sus padres no se guiaba por las pasiones tanto como aquella a la que usted pertenece: ¿lo entiende? Además, ¿cuántos años llevan casados su madre y su padre, garantizándoles serenidad y armonía a usted y a su hermano? ¿Treinta? Más o menos treinta, eso es. ¿Sabe cuál es la vida media de una pareja hoy en día? Piense en cuánto duró su última relación. ¿Seis meses? Cuatro meses: más a mi favor. Así que deje de juzgar dinámicas que no alcanza a entender. Abandone a su padre: dentro de sí misma, me refiero. Y concéntrese exclusivamente en su vida afectiva. ¿Lo quiere intentar, de una vez por todas? Entonces yo le prometí que sí. Y, en efecto, es lo que estoy haciendo, Mandorla. Pero esta relación con mi profesor todavía no consigo interrumpirla. Estúpida como soy, hace diez minutos le he mandado un mensajito de buenas noches, imagínate. Pero, por ejemplo, ¿sabes una novedad muy buena? Que ya no te odio. Hala, ya está, lo he dicho.

En la oscuridad de la noche, me cogió la mano y me la apretó.

—Sí, ya no te odio. Te he odiado, desde luego que te he odiado, porque eras la encarnación viva de todas mis angustias. Tu madre era una mujer guapísima, única en el mundo: pensar que mi padre hubiese estado con ella me aniquilaba. Era eso, sobre todo eso lo que me dolía, más aún que la posibilidad de tener una hermanastra. Imaginar a tu madre y a mi padre juntos.
Oh, Jesus.
Imaginarlo riéndose con ella. Acariciándole ese maravilloso cabello que tenía. Imaginar que soñaba con dejarnos a mí, a mi madre y a Matteo, que soñaba con dejarnos a todos, por ella.

La prueba, la boca del dragón, la prueba, la lluvia, la prueba, las copas de vino unidas en un brindis, la prueba, la prueba, la prueba, todo revoloteaba dentro de mí, daba vueltas y vueltas enloquecido alrededor de un centro: el llanto de Giulia.

—Pero ahora ya casi lo he conseguido. Lo noto. Me falta muy poco, Mandorla. Si ahora resultara que tu padre y el mío son la misma persona, llegados a este punto, ya ni siquiera me trastornaría.

Todo revoloteaba y daba vueltas, enloquecido. Sabrás quién es tu padre, Mandorla, sabrás quién es tu padre, me repetía una voz que, durante un segundo, era la de Tina y, un segundo después, la de Lorenzo, y después de Paolo, de Cate. De Matteo. Mientras que la verdadera voz de Giulia, que me llegaba desde la camita supletoria, se iba alejando entre todas aquellas que resonaban dentro de mí.

—Lo he entendido con la cabeza, ahora sólo tengo que convencer a mis tripas, dice mi loquero. Porque a fin de cuentas todos debemos aceptarlo. Aceptar que nada en esta puta vida puede salir exactamente como lo hubiéramos querido. Nada. Podemos esforzarnos al máximo, sí, por cambiar las cosas que no nos gustan. Pero hay otras que sólo podemos aceptar tal y como son. De lo que se trata es de saber distinguir unas de otras.
Shit.
Y no es tarea fácil.

Agosto de 2010


¡Tachánnnnn! Ya está. —Eva se quita el bañador mojado: ahora sólo lleva encima las marcas de su bronceado. Desde su saco de dormir, Matteo le indica con un gesto que se acerque a él. Hace dos días que llegaron al camping y no han hecho más que tostarse al sol y atrincherarse dentro de la tienda.

Es la primera vez que se van juntos de vacaciones: por fin, después de un año afanándose por aprovechar cualquier momento en que la casa de uno o de otro estuviera vacía, son libres de hacer lo que les dé la gana. Durante dos semanas enteras.


¡Como si fuéramos marido y mujer! —le susurró Eva a Matteo en el barquito que los llevó hasta allí. Él la atrajo hacia sí. Pero no dijo nada.

Está raro Matteo estos días, reflexiona Eva: incluso ahora que se ha puesto a acariciarle una pierna, y con los dedos va arriba y abajo, arriba y abajo, está… raro, sí, eso es: a Eva no se le ocurre ninguna otra palabra para definir el comportamiento de su novio.


Amor mío, estás raro —le dice, y le coge la mano para apartarla de sí.


Pero ¿qué dices, cariño? —replica él.


¡Que estás raro! Eso es lo que digo —repite ella.


Pero raro, ¿en qué sentido?


Raro… —Eva pasea sus grandes ojos grises por la tienda, como buscando las palabras que no logra pronunciar—. ¡Raro en el sentido de raro!

Matteo intenta de nuevo acariciarla, pero ella le bloquea la muñeca.


¡Si no me dices por qué estás raro, no te permito tocarme! —se obstina ella.

Matteo suelta un bufido: eso sí que no se lo esperaba. Intenta hacerla razonar
:


Eva, cariño, pero ¿qué quieres que me pase? Estoy disfrutando del sol, estoy relajado… ¡no estoy raro!


¡Pero pareces muy enfrascado en tus pensamientos! —Ya está: por fin Eva consigue explicar su sensación. Una sensación difusa que, para ser sincera, tiene desde que besó a Matteo por primera vez pero que desde que se fueron de camping se ha hecho más fuerte.


¿Qué quieres que te diga, cariño? —suspira él—. Tengo mis preocupaciones, pero no tienen nada que ver con nosotros dos…

Eva parece inmediatamente aliviada, pero no suelta su presa
:


Entonces, ¿con quién tienen que ver?

Matteo dirige la mirada a la linterna apagada que cuelga del techo de la tienda.


¿Eh? —insiste Eva.


Pues tienen que ver con Mandorla —responde Matteo, irritado.

Se quedan callados los dos, Matteo mirando la linterna, y Eva mirando a Matteo.


Estoy preocupado por ella, nada más —rompe por fin el silencio él, con el tono cariñoso de siempre, que ya tranquiliza a Eva.


¿No hay nada más?


No.


¿Me lo juras?


Te lo juro.


¡Menos mal! —exclama entonces ella, contenta—. Se trata sólo de Mandorla. A saber lo que me estaba imaginando yo —suspira—. Yo también estoy preocupada por ella, no te creas, como para no estarlo: juntarse con un tipo como Palomo, qué locura… —Suspira de nuevo—. Pero ¿quieres saber qué era lo que me daba miedo? —Se ríe, y le hace cosquillas—. ¡Que hubiera otra chica! ¿Entiendes? ¡Creía que, mientras estabas aquí conmigo, en realidad pensabas en otra!

Matteo se ríe también y le devuelve las cosquillas. Y se ríe de nuevo. Pero en realidad está pensando: perdona, Eva, pero ¿acaso no es Mandorla otra chica? ¿Acaso no es la única que me ha gustado siempre? ¿Acaso no es la única que no podré tener jamás porque tengo que considerarla una hermana, hay que joderse, y quizá después del verano se descubra que lo es de verdad? ¿Y, a fin de cuentas, no sería mejor que lo fuera, así al menos me la quitaría de la cabeza de una vez por todas, porque, al fin y al cabo, resulta evidente que nunca le he importado un pimiento? ¿Es que nunca te has dado cuenta, Eva? ¿Que hay veces, como por ejemplo ahora, en que cierro los ojos y me convenzo de que es Mandorla la que ocupa tu lugar? ¿Que es ella de quien me burlo, sólo para observar la mueca que pone cuando se ofende y piensa que nadie se da cuenta? ¿Que es ella con quien charlo de esto y lo otro, con quien me quedo dormido en la playa y con quien de vez en cuando discuto? ¿Que es ella con quien me esfuerzo por correrme a la vez, en el mismo y preciso instante? De verdad, Eva, ¿nunca te habías dado cuenta?

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