La luz en casa de los demás (38 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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—Hola, Samuele.

—…

—…

—¿Sabes que ayer en Duende se armó la gorda porque a una fan súper fiel de Almodóvar le había decepcionado su última película y se puso a despotricar sobre ella a lo bestia?

—¿Sí? ¿En serio?

—Sí. Pero ahora me tengo que ir. Adiós, Mandorla.

Los problemas más espinosos, sin embargo, estaban en el quinto piso, es decir, donde yo vivía.

Una vez enterado de mi decisión de desobedecer su orden, en la mesa el ingeniero Barilla sólo se dirigía a mí para pedirme que le pasara el aceite o la sal. La señora Barilla, en cambio, me había echado un largo sermón:

—Pese a lo que puedas creer, Mandorla, nosotros te consideramos como una hija a todos los efectos. Por eso precisamente, como cuando nos encontramos en desacuerdo con Giulia y con Matteo, no dudamos en dejárselo claro, y así nos comportaremos también contigo. ¿Quieres seguir viendo a ese chico? Muy bien. Pero todas las tardes a las ocho tendrás que estar en casa. Esta norma es inamovible. Y a la primera mala nota que saques en clase, estarás castigada sin salir por la tarde. ¿Lo has entendido?

Sí, lo había entendido.

Qué pena que Carmela Barilla decidiera echarme esa bronca delante de Matteo.

Al menos él evitó intervenir: pero, a cada palabra de su madre, asentía con la cabeza, como si, en ausencia del ingeniero, el jefe de la familia fuera él.

Lo que me faltaba ya.

Desde que habían vuelto a empezar las clases ya me parecía terrible tener que soportar a Matteo, todos los días, sentado detrás de mí. Encontrármelo otra vez de frente durante la cena, o cuando salía del baño o cuando me hubiera gustado ver la tele yo sola ya era demasiado. Y ahora, además, se le había metido en la cabeza que tenía que actuar de padre conmigo, además de compañero de clase, Ex Amor Imposible, novio de Eva Brandi y hermano.

—Matteo, no te pases. —Después del sermón de la señora Barilla, él se fue a su cuarto, negando con la cabeza. Abrí la puerta sin llamar siquiera. Estaba como una fiera—. No te pases —repetí.

—Perdona, ¿a qué te refieres? —Fingió abrir unos ojos como platos, confiando seguramente en lo fantásticos que eran cuando se agrandaban así. Parecían ventanas recién lavadas.

Pero bueno, volvamos a lo que nos interesa.

—¿No tienes bastante con joderme contando todas esas mentiras sobre Palomo?

—No son mentiras, Mandorla. Y evita emplear palabras cuyo significado desconoces. —Quería tener razón en todo. Darme lecciones, por si fuera poco.

—Mira, Matteo: aparte de que sé perfectamente lo que significa joder…

—¿Ah, sí? Venga, dime, ¿qué significa? —Ahora sus ojos, además de enormes, también parecían sonrientes. Estaba guapísimo. No, no es verdad. Era un idiota. Y estaba a punto de darle una bofetada moral que recordaría toda su vida.

—Joder significa fastidiar —contesté, con la calma de quien se sabe ya vencedor.

—¿Y qué más significa?

Yo solté un bufido para aumentar mi inesperada superioridad con respecto a él.

—También significa molestar.

Matteo se echó a reír. Sí. Pero no en plan fingiendo, no, no. Como quien se ríe porque algo le ha hecho gracia de verdad.

—¿Se puede saber qué pasa?

—¿Joder según tú significa sólo fastidiar y molestar? —No podía parar de reírse.

—Sí.

—¡Mandorla! ¡Joder significa follar!

¡Qué satisfecho estaba! ¡Cómo debía de sentirse plena, total e intensamente un ONME de marca! Vale, me había equivocado. Le había dado la enésima razón que confirmaba que yo era una ONME de imitación, sí, bueno, ¿y qué? ¿Qué pasa, es que había que conocer a la fuerza el significado de todas las palabras? ¿Qué pasa, es que de todas esas palabras, «joder» era la más importante?

—Ya lo sabía, mira tú por dónde —preferí zanjar—. Pero estábamos hablando de Palomo y de lo que has ido por ahí contándole a todo el mundo. Si alguien fuera por ahí contando horrores sobre Eva, ¿tú que pensarías?

Increíble.

Se había roto el hechizo: de golpe hablaba de nuevo como él, sin que fuera ya necesaria la máscara de Cara de Tonta. Yo ya no era esa estúpida incapaz de hacer o decir lo que fuera delante de Matteo. Vamos, que había vuelto a ser Mandorla. Y el mérito era todo de Palomo, mi Gran y Posible Amor.

—Pensaría que, por supuesto, tiene buenos motivos para hacerlo. —Pero ¿cómo se permitía seguir empleando ese tono de ingeniero Barilla conmigo? Vale, no sabía lo que quería decir en realidad «joder», pero ¿él acaso se daba cuenta de mi nueva transformación, o no?

Para no quedarme con la duda, preferí decírselo claramente:

—Yo he cambiado, Matteo. Ya no soy esa niña que…

—De eso se trata precisamente —me interrumpió él—. Has cambiado, Mandorla. Aparte de que empleas palabras que ni siquiera conoces, que bueno, eso pase. Pero mírate.

Señaló mis zapatillas de deporte. Eran fucsia y tenían una suela de cinco centímetros para hacerme parecer más alta. ¿Y qué? A Palomo le gustaban. Me había cortado el pelo yo sola, muy corto en la nuca y muy largo por delante. Eso también le gustaba a Palomo. Y pocos días después de aquella horrible reunión, le había pedido a Tina que me acompañara a comprarme un chándal. Sin dejar nunca de enjugarse las lágrimas con un pañuelo y sin decir una palabra, Tina había asentido con la cabeza: pero luego le había pedido a Gianpietro Costanza que viniera él también con nosotras, para no estar a solas conmigo.

El caso es que me compré un chándal naranja idéntico al de mi Gran y Posible Amor. Y, desde ese día, ya no me lo quitaba.

—¿Qué pasa, Matteo? ¿Te parece de Teletubby mi chándal?

—No me parece propio de ti —contestó él, muy tranquilo.

—¿Por qué, quién soy yo? ¿Lo sabes tú? —Cuántas, cuántas, cuántas veces me había hecho esa pregunta. ¿Quién pensará Matteo que soy? ¿Una ONME de imitación? ¿Una huérfana desgraciada? ¿Una mendiga de padres? Ahora por fin era capaz de preguntárselo directamente a él—: ¿Quién soy yo, según tú?

—Olvídalo —contestó Matteo, y trató de echarme de su habitación. Pero yo estaba decidida a quedarme.

—¡Yo te he contestado cuando me has preguntado qué significaba joder! ¡Así que ahora me contestas tú! —Levanté la voz, pero no demasiado. Si me hubiera oído la señora Barilla se habría desatado el infierno.

Matteo entonces se dejó caer boca abajo sobre su cama. Se puso los cascos y empezó a cantar en inglés.

—¡Matteo! —Esta vez ya no logré contenerme y grité. Él se limitó a subir el volumen de la música.

—¡Matteo, contéstame! —Entonces me acerqué a él para sacudirlo. Pero.

Pero, pero, pero.

No lo había vuelto a tocar desde el momento en que me había dado cuenta de que estaba enamorada de él, aunque mientras tanto hubiera decidido no estarlo ya. De pequeña lo tocaba sin problemas. Le tiraba al suelo la cartera para que dejara de hablar por los codos, lo sujetaba del brazo cuando, en la piscina, quería convencerme de que me tirara de cabeza. Y después, de repente, todo se transformó. Los brazos de Matteo, sus piernas, sus pies y sus orejas se convirtieron en obras de arte del Museo de mi Amor Imposible. Eran intocables.

¿Y ahora? Ahora lo había hecho. Me había acercado a su cama, lo había cogido por un hombro y lo había sacudido. Porque, total, ya no estaba enamorada de él, ¿no? Sin embargo recibí como una descarga eléctrica: pero se trataba seguramente de rabia. Sólo de rabia. ¿Qué podía ser si no?

Tanto que no tuve más remedio que salir inmediatamente de esa habitación. Porque si no, la habría armado de verdad. Esta vez lo mato, pensé, ¿y luego quién aguanta a sus padres?

Me encerré con llave en la habitación de Giulia, que ahora era la mía. Le arreé una patada a la puerta, allí donde estaba pegado el póster del cantante vampiro. Luego encendí el aparato de música con el volumen al máximo, cogiendo al azar un cedé entre los miles y miles que había heredado con la habitación.

Como si con ello quisiera decir: Matteo, aprende. ¿Prefieres escuchar música antes que hablar conmigo? Vale, pues yo también. Maldito Matteo.

Cuánto, cuánto, cuánto lo odiaba.

Más de cuanto creía odiar a todos los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315 juntos.

No había pasado ni un día después de aquella horrible reunión, y ya los echaba de menos. Los echaba de menos a todos. ¿Será necesario que se lo diga a Pavarotti? ¡Los echaba de menos, pues claro que sí!

Si alguien me lo hubiera preguntado en ese momento, habría contestado que estaba muy bien así, o mejor aún, que estaba claramente mejor así, sin tener encima a cinco familias que, total, jamás habrían podido ser del todo mías.

Pero ahora que se acercan a galope tendido las seis de la mañana, en esta noche que ya no es noche, lo puedo confesar: no pasaba un solo minuto en que el instinto de comportarme como siempre con los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315 no le hiciera cosquillas a mi sacrosanto enfado.

¿Le ocurre también a usted, Pavarotti, cuando está en el juzgado? ¿Le pasa alguna vez que se pone como una fiera? Estoy segura de que sí. Como estoy segura de que si se pone como una fiera con un cliente, tarde o temprano, de una manera o de otra, se le pasa el enfado o hace un esfuerzo para que se le pase. Pero si se pone como una fiera con el abogado que defiende al enemigo de su cliente, no tiene motivos para calmarse. Al contrario: cuanto más se enfada, mejor es.

Porque, para decirlo como lo haría Tina, hay personas de las que estás deseando librarte con una buena discusión. Y otras que de verdad no te puedes permitir perder.

Y así, prácticamente enseguida, el odio por mis familias se lo tragó el deseo de que todo volviera a ser como antes, que Tina dejara de llorar y volviera a ser la Tina de siempre, que Lidia volviera a ser la Lidia de siempre, que Cate volviera a ser Cate, y Paolo volviera a ser Paolo.

Pero el odio por Matteo, no. Ése, si es posible, crecía día tras día como una planta trepadora, de la tripa me subía hasta el corazón, y de ahí, a la cabeza.

—¿Por qué no os habláis? Anda, Mandorla, no seáis estúpidos —me repetía cada día Eva Brandi—. ¡Mi novio y mi mejor amiga tienen que llevarse bien! ¡Es necesario! —sostenía, pero por suerte se distraía enseguida y me preguntaba si, en mi opinión, a Matteo le gustaría cómo le quedaban las extensiones o si pintarse las uñas de rojo quedaba muy de vieja.

Menos mal que a la salida de clase me esperaba él: Palomo. Sabía que Matteo y Eva no serían los únicos en preguntarse «pero ¿cómo es posible?» cuando corría hacia él y le besaba con toda la lengua en el patio del instituto. Me traía sin cuidado. Que pensaran lo que les diera la gana todos mis compañeros.

Que Matteo pensara lo que le diera la gana.

Yo, cuando me subía a la moto de Palomo Carnevale, pensaba simplemente que la vida, por una vez, me tocaba a mí.

Cuando me llevaba a casa y gruñía: «Hasta luego», esperaba sólo que ya fuera luego: y, en cuanto terminaba su turno en el bar, el luego se convertía en ahora.

—¿Diga?

—¿Ingeniero Barilla?

—¡¿Mandorla?!

—…

—¿Le molesto?

—Me pillas en una audioconferencia con Singapur, ¿es urgente?

—No es que sea urgentísimo, pero…

—Un momento, que me levanto.

—…

—¿Qué hay? ¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo?

—Un problema…

—Un problema: ¿qué problema?

—… de álgebra.

—¿Qué?

—Sí, que hay una cosa que no entiendo.

—¿No puedes pedirle ayuda a Matteo?

—Ha salido con Eva.

—Ah.

—…

—…

—¿Ingeniero?

—Por Dios, Mandorla, un momento, quiero ver cómo ayudarte: estoy haciendo un
brain storming
conmigo mismo.

—Perdón.

—…

—…

—Mira, vamos a hacer una cosa: mándame un email a cesare punto barilla arroba mclink punto it, escribe el texto íntegro del problema, y antes de las seis y cuarto te mando la solución.

—Gracias.

—Adiós.

—Adiós, y perdone si lo he molestado, ingeniero.

—Ah, Mandorla…

—¿Sí?

—No creas que esto significa que apruebe cómo te estás comportando. No lo apruebo: lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé, ingeniero.

—Perfecto: cesare punto barilla arroba mclink punto it. Todo en minúsculas, cuidado. Adiós.

—Adiós, ingeniero.

Así, más o menos, una tarde entre tantas. Si fuera mi padre el ingeniero Barilla, nunca tendría un problema que no estuviera dispuesto a solucionarme, me dije, mientras encendía el ordenador de Matteo para mandar ese e-mail. Pero el ordenador (si el ingeniero Barilla hubiera sido mi padre) no habría sido de mi Ex Amor Imposible. Habría sido de mi hermano. A un hermano no se lo puede querer como yo había querido a Matteo y no se lo puede odiar como yo lo odiaba ahora: ése era un problema para el que no podía haber ninguna solución. Ni aunque lo hubiera escrito y se lo hubiera mandado a cesare punto barilla arroba mclink punto it.

Cuando Palomo pasaba a buscarme, me preguntaba: «¿Adónde quieres ir?», y yo le contestaba: «Decide tú.»

Casi siempre vagabundeábamos con la moto y nos perdíamos por Roma hasta que llegaba la hora en que yo tenía que volver a casa, y él empezaba su turno en el pub.

Pero las tardes más especiales eran cuando saltábamos la verja de un viejo parque de atracciones que había detrás de Poggio Ameno.

Llevaba cerrado más de veinte años, pero por alguna razón nadie se atrevía a derribarlo.

Palomo y yo paseábamos entre los tiovivos inmóviles, los caballos de hojalata detenidos en el tiempo, el barco pirata y el tenderete sin techo del tiro al plato. Nada, absolutamente nada, mantenía la promesa de aquello para lo que había sido construido: funcionar. Será por eso por lo que a dos ONME de imitación como nosotros nos gustaba tanto estar allí.

—Palomo, ¿te imaginas las tardes de Eva y Matteo? Irán a algún sitio de moda donde hay que vestirse así y comportarse asá. Qué coñazo, ¿no crees? —le preguntaba yo.

—Es problema suyo —contestaba él.

Que odiaba los cotilleos.

Prefería, qué sé yo, contar los pasos que dábamos.

O emprenderla a puñetazos con un
flipper
, tan fuerte, que la máquina volvía a iluminarse unos instantes.

Entonces yo lo miraba, orgullosa y agradecida: porque por primera vez en toda, toda mi existencia, me convencía a mí misma de que sí.

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