Después de todas las horas que habíamos pasado juntos, yo estaba de verdad exhausta: Matteo en clase, Matteo en el trayecto del colegio a casa, Matteo en la piscina. No había hecho más que hablar y hablar, contarme de aquella vez que había ganado el torneo de baloncesto del campamento de verano y de aquella otra que se había pasado dos horas bajo el agua, en el mar, sin respirar, mientras su padre cronometraba el tiempo. Ya no soportaba escucharlo hablar de sí mismo como si fuera el protagonista de su tebeo preferido.
Así es que, después de la merienda (porque la merienda, en casa de los Barilla, era algo sagrado), fingí haberme olvidado el estuche en el segundo piso, y conseguí volver a casa, con la intención de quedarme allí. El primer día de clase en la escuela secundaria, Cate decidió que había llegado el momento de darme una copia de las llaves de su piso, por si surgía algún imprevisto y las necesitaba.
Ese día había surgido el imprevisto.
Una vez en casa, en un principio sentí alivio: la voz de Matteo y lo que me contaba estaba lejos, a tres pisos de distancia.
Pero enseguida caí en la cuenta de que, por primera vez, estaba sola en un apartamento que no compartía con mi madre: y para resarcirme de la espera no podría llegar ella, con esa manera que tenía de volver a casa y gritar ya estoy de vuelta, una vuelta anunciada por su perfume (de herbolario) de almizcle blanco, rodeada por el agradable misterio de las increíbles aventuras que yo imaginaba que habría vivido durante el día.
Y, de pronto, la cháchara de Matteo se me antojó lo mejor que podía aspirar a escuchar: estoy dispuesta incluso a dejar que me hable de cuando hizo
snowboard
por primera vez y a volver a ver todas las diapositivas una por una, me dije. Estoy dispuesta a todo, con tal de no quedarme aquí, ahora. Sin mamá. Sin nadie que me pueda defender de
Mundoperro
. Alguien como él se entera siempre de todo, así que anda que no le habrán avisado ya de que hay una niña sola en casa, con dos pendientes de oro y coral en las orejas…
Oh, taxi inglés, empecé a rezar con todas mis fuerzas.
Y entonces, justo en ese momento, cayó algo al suelo, o quizá rodó. El caso es que algo se movió. Algo hizo ruido. Alguien se echó a reír. Otra persona rió aún más fuerte. Estás perdida, Mandorla, pensé. Están los tres, al completo:
Mundoperro, Piolín
y
Bandana.
Sólo quería desaparecer, no haber bajado nunca a casa, no haber nacido nunca, o al menos fingir que nada de eso había ocurrido y, mientras seguía repitiendo oh, taxi inglés, corrí a la habitación de Samuele y Cate para esconderme y encerrarme allí con llave.
Pero abrí la puerta y los encontré ahí. En efecto, reían. Sólo que no eran
Mundoperro, Piolín
y
Bandana.
Eran Samuele y Giulia Barilla. Desnudos. Ella a cuatro patas sobre la cama, y él detrás de ella, de rodillas.
Samuele se quedó más blanco que la sábana con la que inmediatamente se tapó. Giulia, en cambio, seguía riéndose y no hizo ademán siquiera de cubrirse. Al contrario, parecía querer que viera perfectamente cómo era su cuerpo: cómo las piernas, larguísimas y delgadas, terminaban en un penacho teñido de verde, del que luego salía, muy plana, la tripa, donde tenía tatuada una enorme rosa sin pétalos y con el tallo lleno de espinas.
No entendí exactamente qué estaba pasando. Hombre, estaba claro que no se trataba de una reunión de trabajo: Matteo me hablaba a menudo de su hermana, por lo que yo sabía muy bien que Giulia no era productora cinematográfica sino que cursaba el último año del instituto, que estudiaba arte y sabía dibujar muy bien, sobre todo al carboncillo.
—En esta cama con Samuele la que tiene que dormir es Cate —me limité, pues, a observar.
—Niña de mierda, tú tendrías que callarte la boca y pensar sólo en la puta de tu madre que se folló a alguien de este edificio para luego parirte a ti —me contestó ella.
«… se trata de una enfermedad de los huesos, ¿sabes?, una cosa congénita que se los vuelve más frágiles, pero no quiero aburrirte contándote detalles penosos. Es como si los huesos de mi madre fueran de papel cebolla, para entendernos. Pero por fin he conseguido estar más tranquila desde que los he convencido, a ella y a mi padre, para que se muden a un apartamento que les he comprado cerca del mío… bueno, del nuestro. Te he dicho que estoy casada, ¿verdad? ¿Y que tengo un niño precioso que se llama Lars?»
Cate baja la mirada a la ensalada de atún que se ha pedido para almorzar, en el restaurante que está al lado de su trabajo. Le gusta hablar con el nuevo abogado recién incorporado al bufete hace unas semanas. Es un penalista que se llama Luciano Pavarotti, como el tenor, pero no son parientes, ni siquiera lejanos.
Qué raro, ¿no? Y más bien divertido. Se lo estaba contando a Samuele esa misma mañana, pero él parecía distraído: por la tarde tenía una reunión de trabajo de la que, por superstición, no había querido contar nada a nadie, ni siquiera a ella. Esperemos que vaya bien, se dice Cate. Pero a ella esa historia de que el abogado Pavarotti y el tenor más famoso del mundo compartan nombre y apellido sin ser parientes le parece desternillante.
Se ríe mucho Cate cuando está con Pavarotti.
Incluso ahora, que le está explicando en detalle la enfermedad de su madre, porque él parece deseoso de conocer los detalles: y no tiene nada, pero nada, de divertido. Si no fuera porque es irrefrenable, se da cuenta Cate, la alegría que siente por dentro.
• • •
La chica de la celda de al lado ha dejado de toser.
Probablemente se habrá dormido.
Quién sabe cuánto llevará ahí dentro. Quién sabe por qué.
Quizá ella también esté ahí por error, y el error no sea suyo sino de quien ha pensado que lo era.
Quién sabe.
Pero tal vez ella logre dormir porque es más capaz que yo de comprender qué entiende su abogado por la Verdad, dónde ha empezado la cadena de acontecimientos que, de repente, se ha transformado en un laberinto y la ha llevado hasta allí.
Porque ahora, por ejemplo, yo no sé cómo de útil le será a Pavarotti saberlo, pero desde luego tengo que reconocer que hubiera preferido descubrir de otra manera que mi padre no es un astronauta. Hubiera preferido descubrir de otra manera que no podía venir a buscarme porque ya se encontraba donde yo lo estaba esperando.
O quizá, ¿por qué no?, hubiera preferido no descubrirlo nunca.
Lo primero que hice, de todos modos, fue salir de esa habitación, de esa casa: enseguida. Bajar un piso y llamar al timbre.
Cuando vino a abrirme, Tina llevaba el pelo suelto sobre los hombros y el vestido azul con margaritas blancas. Evidentemente, desde que ya no vivía con ella y había pasado al segundo piso, para matar el tiempo había empezado a quedar también por la tarde con sus amigos nocturnos, me di cuenta poco después. Pero no ese día. Ese día había demasiado que entender para entender de verdad algo.
—Mandorla, pequeñita, ¿va todo bien? —me preguntó Tina.
—No, nada va bien —le contesté.
Y ella no necesitó más.
—Este momento tenía que llegar, más tarde o más temprano —suspiró. Pero sí, desde luego, estaba de acuerdo conmigo: si hasta para una noticia así existen dos posibilidades de enterarse, una más dolorosa y otra menos, a mí me había tocado una tremenda.
—Pequeñita, prométeme una cosa: la señora Grò no debe saber nada de lo que ha pasado hoy —me pidió—. La enormidad de la inconsciencia de Samuele lo protege, porque nadie podría sospechar nunca lo que se trae entre manos. —Se llevó una mano a los ojos, como si no quisiera imaginar siquiera la escena a la que yo había tenido que enfrentarme—. Les diré a todos que he sido yo quien te ha dicho la verdad. Se enfadarán conmigo, pero eso es poca cosa comparado con el desastre que podríamos provocar si reveláramos lo que ha ocurrido de verdad.
—Pero ¿qué ocurrió de verdad, Tina?
—Pequeñita, si me lo acabas de contar tú: el señor Grò y la jovencita Barilla…
—No. Me refiero a después de que muriera mi madre.
Entonces Tina se subió a un taburete para llegar a lo alto de la despensa y cogió una caja de hojalata. La abrió y sacó una carta. Me la entregó: «Todos vivimos en la ignorancia de algo que nos concierne», dijo. Luego me invitó a leer en voz alta: «Veinticinco de octubre de mil novecientos noventa y tres. Vida mía. Te he visto apenas un momento, luego una enfermera te ha llevado a otro sitio.»
Pavarotti conoce bien esa carta: me ha pedido que se la dé, está convencido de que por ahora debe tenerla él. Vamos, que es inútil que le demuestre que me la sé de memoria, mejor que mi número de móvil, mejor que
Oh, taxi inglés
, que
We Wish You a Merry Christmas,
que la tabla del siete.
«… hoy me parece que ninguna mujer, aparte de mí, ha sido nunca Mamá.» Y así, leyendo, llegué a la última palabra. A esa palabra.
Mamá.
Y por fin Tina, de la manera menos dolorosa posible, se puso a contarme todo lo que me quedaba aún por saber.
Faltaba un detalle, pero sentía que no era ella la persona más indicada para preguntárselo.
Por eso subí al cuarto piso.
Acudió a abrirme Lorenzo, con la cara abotargada de sueño.
—¿Está Lidia? —le pregunté.
—Está en su sesión.
—…
—Con su psicóloga. Una tía que seguramente no hace más que darle la razón y convencerla de lo gilipollas que soy. Por ochenta euros eso lo sabe hacer cualquiera, ¿no?
—…
—Pero vamos, que volverá pronto.
—Ah.
—Me había tirado en el sofá para leer un libro del que tengo que escribir una reseña y me he quedado dormido —se disculpó, como si mi desilusión a la fuerza tuviera que tener algo que ver con él y no con el hecho de que necesitaba absolutamente hablar con Lidia. Mientras tanto,
Efexor
había corrido a la puerta y se había puesto a saltar como suele hacer, para saludarme.
A saber lo triste que debió de ponerse: yo siempre le devuelvo las muestras de cariño. Pero esa tarde no.
No esperé siquiera a que Lorenzo me invitara a entrar para hacerle a él esa pregunta que llevaba horas rumiando, menos incansable que
Efexor
:
—¿Cómo se hacen los niños?
A Lorenzo entonces se le pusieron los ojos (uno verde y el otro marrón, los dos enormes) como platos, y me dijo vamos al salón.
Me invitó a sentarme en un sillón, él se hundió en otro y empezó a prepararse un cigarrillo, con un papel, tabaco y lo que por aquel entonces me parecía una extraña bolita de goma de la que Lorenzo pellizcaba trocitos para mezclarlos con el tabaco.
—La vida humana, querida Mandorla, es una locura —empezó diciendo—. Figúrate que hay quien cree en las decisiones que toma, en las cosas que hace… ¡como si tuvieran sentido! Pero no lo tienen, hay que hacerse a la idea: somos todos, absolutamente todos, fruto del sueño de un viejo borracho que no sabe qué coño dice, por no hablar de lo que sueña.
—Sí, pero ¿y los niños? ¿Cómo se hacen? —insistí.
—Un momento, ahora llego a eso.
—Perdona.
—No pasa nada. Como te iba diciendo… —Aspiró una larga y profunda bocanada de humo—. La vida no tiene sentido, es un hecho. Pero, no me preguntes por qué, hay quien no se resigna. Hay quien construye puentes y casas, se lava los dientes antes de irse a la cama y se los vuelve a lavar después de desayunar: y hace todo eso con cierto orgullo mal disimulado, ¿entiendes? Como si estuviera en juego un premio al Mejor Ser Humano Entusiasta de Serlo y quisiera ganarlo. Eso es. Ése es el concepto clave, Mandorla: no existe premio alguno, naturalmente, como tampoco hay, es obvio, ninguna posibilidad de ganarlo. Pero quien cree que sí, llega un momento en que no puede vivir sin ello. —Le dio otra calada a su cigarrillo liado a mano. Y se quedó embelesado mirando el humo que salía de su nariz y de su boca.
—¿Y…? —Sentía que debía atraer de nuevo su atención, como si no bastara estar sentada delante de él para que siguiera reparando en mí.
—Y, ¿qué?
—¿Cómo que qué? El que cree que el premio al Mejor Ser Humano Entusiasta de Serlo existe aunque no exista, ¿qué hace?
—Hace niños —afirmó Lorenzo. Y, al decirlo, paradójicamente parecía de lo más entusiasta.
—Pero yo te he preguntado cómo. ¿Cómo, Lorenzo, cómo se hacen los niños?
—Cómo. —Le dio una última calada a su cigarrillo, que después apagó dentro de una taza de café que tenía apoyada en el reposabrazos del sillón—. ¿Quieres saber exactamente cómo, en el sentido práctico?
—Sí. —¿Acaso tenía que repetírselo? Hablar con ese hombre parecía imposible.
—Las mujeres tienen esa cosa entre las piernas: la maldición de nosotros, los hombres, que, de no ser por eso, pasaríamos el tiempo haciendo cosas interesantísimas.
—¿Como qué?
—Qué sé yo. Viviríamos todos juntos en un monasterio, por ejemplo, estudiando los Evangelios apócrifos y dejándonos crecer las uñas de los pies para luego apostar a ver quién las tiene más largas. Pero volvamos a lo que nos ocupa, Mandorla. —Si eso es precisamente lo que quiero, pensé. Y lo dejé proseguir—: Se llama coño, la maldición que tienen las mujeres entre las piernas, pero a ti te habrán dicho que se llama de otra manera. Quizá mariposita, margarita, o algo por el estilo, me imagino.
—Tina lo llama la rajita.
—La rajita, vale.
—Y los hombres tienen colita.
—¿Eso también te lo ha dicho Tina?
—No, no me acuerdo de dónde lo aprendí.
—Ya decía yo —se rió—. ¿Qué sabrá de eso la señorita Polidoro? Ésa está tan mal que yo creo que piensa en el gato callejero del barrio cuando quiere masturbarse.
No lo entendí, aunque al ver la cara que ponía Lorenzo parecía un comentario divertido. Pero yo no estaba para bromas.
—¿Y entonces?
—Entonces los hombres meten la colita en la rajita de las mujeres, y a eso se le llama hacer el amor, follar, acostarse: lo mismo da. El caso es que así es como nacen los niños. Pero siempre inútilmente.
Así que tener un hijo tenía que ver con eso que estaban haciendo Samuele y Giulia Barilla, como yo imaginaba.
Y si mi padre podía ser cualquiera de ese edificio, entonces también podía ser Samuele. Y, en el lugar de Giulia, a cuatro patas delante de él, podría haber estado mi madre. Justo después de una reunión en el antiguo lavadero, quién sabe: esa noche quizá Cate se quedara a cenar en casa de sus padres, y, mientras los demás vecinos volvían a sus casas, quizá Samuele se entretuviera con mi madre. Quizá le contara esa historia absurda de
Pretty Woman
, y ella lo escuchara como sabía hacer, haciendo que el que le estuviera hablando se sintiera importante. Y luego pasó, y ya está.