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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (32 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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Ya desde la primera noche en casa de los Barilla habían empezado los problemas. Esa noche Matteo, sin terminarse siquiera la fruta tranquilamente, mientras sus padres y yo seguíamos sentados a la mesa, salió para ir a jugar al fútbol sala: un beso en la frente a su madre, otro a su padre, una especie de pellizco en la mejilla a mí, y hala, se fue.

Cuando terminó de cenar, el ingeniero se retiró a su despacho a hacer quién sabe qué cosa seguramente importantísima. La señora Barilla, mientras tanto, se puso a recoger la cocina y a meter los platos sucios en el lavavajillas.

No me quedaba otra que ayudarla. Nos pusimos a hablar de esto y lo otro, como me gustaba hacer con ella desde siempre. Pero, en un momento dado, el ingeniero salió de su despacho y declaró:

—Buenas noches.

Más que una fórmula de cortesía, enseguida entendí que se trataba de una orden: era hora de irse a la cama, quería decir. Para todos.

Tanto es así que la señora repitió enseguida «buenas noches», volviéndose a mí con esa sonrisa que sólo en ese momento vi claro a quién se la había robado Matteo. Y añadió:

—¿Te importa dejar encendida la luz del pasillo de vuestra habitación? Cariñito está acostumbrado a encontrarla así cuando vuelve a casa.

No hace falta decir que, entre todas esas palabras, había una que no me cuadraba. No era «Cariñito»: desde que conocía a Matteo, sus padres lo llamaban así, y a mí me parecía simplemente una manera de recordarle: «Si el mundo te hace daño siempre podrás contar con nosotros. El amor que sentimos por ti es absoluto, eterno, distinto a todo lo demás: y, en efecto, ese amor te llama con un nombre secreto, nuestro sólo, tuyo sólo.»

Así que era otra la palabra incómoda. Incomodísima.

—¿Vuestra? ¿Vuestra habitación? —le pregunté a la señora Barilla, y creo que estaba demasiado anonadada para parecerlo de verdad.

—¿Por qué, qué pasa? —Y ella, demasiado tranquila para no estarlo de verdad—. ¿No te gusta dormir con Matteo? Pensaba que quizá así te sentirías menos desubicada. Él me dice siempre que se considera tu hermano mayor…

—¿Dice eso, hermano mayor?

—Sí. Eso me ha dicho a mí. Créeme. —Así era. La señora Barilla, pensando darme una alegría, quería convencerme de que era cierta la hipótesis que, durante años, me había parecido la más terrible de todas.

—Qué guay. —Me pareció que estaba bien por mi parte devolverle la intención y darle la alegría de que me hubiera dado una alegría—. Pero…

—Pero ¿qué, Mandorla?

¿Qué? Pues que dormir siempre había sido una misteriosa aventura para mí. Por no hablar de tener que hacerlo con Matteo en la misma habitación… Pues que él no era para nada mi hermano mayor. O mejor aún: si de verdad hubiese sido mi hermano mayor, yo nunca habría podido considerarlo como tal.

—Señora Barilla… —me puse a balbucear, peor que Gianpietro Costanza—. Señora… Barilla. Señora…

—Creo que ha llegado el momento de que te decidas a llamarme Carmela, ¿no te parece? —Por suerte interrumpió enseguida ese disco rayado en el que me estaba transformando—. ¿Qué ocurre, Mandorla? Cuéntamelo todo.

¿Todo? ¡Pero si no podía contarle nada!

¿Cómo podía sincerarme con la señora Barilla, o bueno, con Carmela, y decirle: «No quiero dormir con Matteo» sin explicarle ese imposible porqué?

Pero el caso es que, increíble pero cierto, ella dijo:

—¿No quieres dormir con Cariñito? —me preguntó. ¡Exactamente! Plácida y telepática. Y como si no se diera cuenta siquiera de que se había colado en mi cabeza y había conseguido leer mis pensamientos, añadió—: Tienes razón, Mandorla —suspiró—. Para nosotros seguís siendo niños, pero tú ya has cumplido dieciséis años… y quieres tener tu propio espacio, como es natural. ¡Qué tonta soy, mira que no pensarlo! Anda, venga, acompáñame a preparar la habitación de Giulia. Pero te lo pido por favor: ten cuidado con sus discos, que cuando vuelva de Londres podría matarte si encuentra uno solo que no esté en su sitio.

«Niña de mierda, ¿qué has hecho con mis discos?», imaginé la furia de Giulia Barilla abatiéndose sobre mí. Pero se trataba de un riesgo que desde luego estaba dispuesta a correr, visto el peligro al que acababa de escapar. Tanto es así que puse mi mejor Cara de Tonta Sonriente, mientras Carmela seguía hablando en mi lugar:

—Tienes razón en lo que estás pensando, Mandorla: precisamente porque Cariñito es como un hermano mayor para ti, ¡no lo quieres tener encima todo el rato! Los hermanos mayores son tan pesados… —Me indicó con un gesto que la siguiera y se puso a buscar en un armario un juego de sábanas limpias para prepararme la cama de Giulia—. Yo también tengo un hermano, ¿sabes? Pero cuando discutimos, siempre quiere tener la última palabra: Cariñito es así también, así que no sabes cuánto te entiendo, Mandorla.

Pero la verdad es que no entendía nada de nada.

Y, entonces, en ese preciso instante, tuve la confirmación a mi idea de que Carmela Barilla, con las sábanas limpias y una manta entre los brazos, era más madre que ninguna mujer que había conocido en mi vida. Madre como ni siquiera mi madre lo había sido. Si hubiese estado ella en el lugar de Carmela, se habría puesto a hacerme mil preguntas y habría conseguido que le confesara el motivo escandaloso por el que para mí era algo tan inconcebible dormir con Matteo.

¡Pero entonces una madre se convierte en una compañera de clase! Si una madre no deja de ser una madre, se comporta como Carmela Barilla: no necesita entenderlo todo de ti para hacer instintivamente lo que tiene que hacer. Lo hace y ya está. Plácida y telepática. En un momento prepara una habitación y te dice: de hoy en adelante será tu reino. Sin imaginar siquiera lo absolutamente vital que es para ti tener uno para defenderte de lo absurdo que es el hecho de que tu ex Amor Imposible recorra el mismo pasillo que tú, utilice los mismos cubiertos que tú y la misma pasta de dientes que tú.

—Gracias —le dije. Y, por una vez, aunque llevara puesta mi máscara de Cara de Tonta, encontré la palabra exacta para expresar lo que sentía.

Por esta razón, pocos días después, en esa reunión de vecinos de final del verano, estaba segura de que, fuera cual fuera el problema, Carmela Barilla estaría de mi parte. Pero me equivocaba.

También ella, como todos, estaba segura de que yo estaba en peligro y que era tan estúpida como para no darme cuenta siquiera. En cuanto entré en el antiguo lavadero, le bastó mirarme a los ojos fijamente para dármelo a entender. Porque había una novedad esta vez: en la reunión estábamos admitidos también Matteo Barilla y yo.

Él, porque había dado la alarma sobre el peligro.

Yo, porque era la que estaba en peligro.

—Todos sabemos el motivo por el que nos encontramos aquí —empezó el ingeniero Barilla.

—La adolescencia es un periodo terriblemente difícil —lo interrumpió enseguida su mujer.

—Carmela, por favor —le impidió seguir él—, como decía, sabemos todos por qué estamos aquí. Han pasado ya bastantes años desde que Mandorla empezó a vivir con nosotros. Mi mujer y yo sólo ahora tenemos la oportunidad de ocuparnos de ella personalmente, pero gracias a su amistad con nuestro hijo Matteo, Mandorla ya ha estado a menudo en nuestra casa. Espero que se haya percatado de que es bienvenida. Es así, ¿verdad?

Debería haber contestado sin vacilar que sí, claro que sí. En realidad, era precisamente Matteo el motivo de que para mí fuera complicado vivir en esa casa.

—Sabes que eres bienvenida en nuestra casa, ¿verdad, Mandorla? —repitió el ingeniero.

Entonces, en ese momento, Carmela me sacó del apuro contestando:

—Claro que Mandorla sabe que es bienvenida en nuestra casa.

Pero después, extremadamente seria, volvió a mirarme a los ojos. Y yo enseguida intuí que esta vez sus poderes telepáticos estaban enteramente concentrados en su marido, que prosiguió:

—Muy bien. A mí me parece que de estos años se puede hacer un balance positivo. —El ingeniero Barilla acostumbraba a orientarse, incluso fuera de la empresa que dirigía, con los instrumentos que su profesión de gerente ponía a su disposición. Como si todo el mundo, en realidad, no fuera más que una empresa que gestionar, y como si fuera suya, y únicamente suya, la responsabilidad de que todo funcionara lo mejor posible.

—Claro que sí —intervino Lidia, portavoz de la aprobación general—. Mandorla es una chica excepcional: gracias a ella, Lorenzo y yo hemos madurado más de lo que lo habíamos hecho en toda nuestra vida. Este verano, por ejemplo, cuando llegamos a los confines de la Patagonia, Mandorla…


Dottoressa
Frezzani: nos lo cuenta otro día, gracias. —El ingeniero Barilla tenía prisa por llegar al quid de la cuestión. Quizá porque lo esperaba un consejo de administración, quizá simplemente porque, por lo general, cuanto más tiempo transcurría, menos le gustaba perderlo.

En este caso concreto, seguro que Lidia estaba a punto de contar que en nuestras últimas vacaciones, en la Patagonia como bien había dicho, se había contagiado de un terrible virus intestinal. Estábamos en un hotel en mitad de la nada, que por no tener no tenía ni electricidad, y Lorenzo, que no sabía qué hacer, pues se limitaba a no hacer nada: por eso fui yo quien toda la noche le sostuvo la frente a Lidia mientras vomitaba de mala manera. Desde que habíamos vuelto, se lo contaba a todo el mundo, porque era obvio que para ella ese viaje había sido especial y no absolutamente inútil como me lo había parecido a mí.

Habíamos visto lugares infinitos, desde luego, pero ¿qué te importa a ti un lugar infinito si no puedes compartirlo con quien acapara todos tus pensamientos?

Si bien es cierto que, en la India, el año anterior, había esperado poder olvidarme de Matteo, esta vez en la Patagonia de verdad no lograba entender qué narices pintaba yo allí.

Porque simplemente no es posible separar a una pareja de novios cuando sólo llevan diez días saliendo juntos: y eso era exactamente lo que nos había ocurrido a Palomo Carnevale y a mí.

Después de aquel beso en el autocar y hasta el último día de clase, no habíamos vuelto a dirigirnos la palabra.

—¡Mandorla, ¿no me digas que es verdad?! —me preguntó Eva Brandi la mañana después de volver del viaje de fin de curso—. Hay quien jura que, en el viaje de vuelta de Venecia, te vio besarte con lengua con ese pervertido: ¿a que no es verdad?

Pues claro que no es verdad, le aseguré, y a Eva le bastó eso para suspirar menos mal y pasar al siguiente tema. El único, desde entonces en adelante: la chispeante, estrepitosa y perfecta historia de amor entre ella y Matteo Barilla.

—Me ha regalado un osito de peluche lleno de chocolatinas con forma de corazón.

—Me quiere presentar a sus padres.

—Ayer, mientras hacíamos el amor, me preguntó ¿te quieres casar conmigo?

Yo la escuchaba como se escucha la radio cuando la tienes encendida mientras estás en el coche con alguien interesante, porque, para mí, lo que me contaba Eva Brandi ya no tenía interés y era como un simple ruido de fondo. Toda yo estaba concentrada en Palomo Carnevale, sentado detrás de nosotros, codo con codo con Matteo precisamente. Después del escándalo veneciano, Matteo se limitaba a fingir que no había nadie sentado a su lado, ayudado por el hecho de que delante tenía, apenas a un brazo de distancia, a su adoradísima, con la que no paraba de intercambiar notitas, miradas secretas y risitas estúpidas. Mientras, Palomo miraba por la ventana y pasaba de mí, igual que hacía con él Matteo. Pero, pensaba yo, ellos se dieron de puñetazos, y nosotros nos besamos: ¡no puede ser que no sea capaz de ver la diferencia este Palomo Carnevale! Pues no, no parecía verla.

Y yo por supuesto no pensaba ayudarlo.

Como un puñetazo en plena cara, cuatro años antes renuncié a saber quién era mi padre.

Como un puñetazo en el corazón, en esa habitación de hotel veneciana, renuncié a Matteo.

Después de haber ahogado durante casi dos años mi amor por él, lo había enterrado en el preciso instante en que su relación con Eva se había hecho realidad: así funcionaban las cosas.

Me había convertido en una experta en el arte de no decir lo que habría debido decir y en eliminar el mal mediante un pequeño ejercicio de voluntad.

De modo que no había nada ahora que me resultara más fácil que no hablarle a nadie de la fina película de colores que ese beso me había dejado entre los dientes, en la lengua y en todo el cuerpo.

Podía incluso olvidarme de ella, si era necesario.

Hasta que terminaron las clases, y llegó el día en que nos dieron las notas. Como todo el mundo imaginaba, resultó que Palomo había suspendido el curso.

Él estaba ahí tranquilamente, mientras los ONME se apiñaban en el patio del instituto, ansiosos por conocer noticias sensacionales o catastróficas sobre su futuro escolar. Él estaba ahí tranquilamente, sentado a horcajadas en un murete, con el mismo aire que, podría haberlo jurado, habría tenido si milagrosamente hubiera aprobado el curso.

—Hey —me acerqué a decirle: porque quizá ésa fuera la última vez que lo veía en mi vida. Y porque vale, muy bien, tampoco es que uno se pueda mostrar del todo indiferente ante el tercer suspenso seguido de su Primer Beso.

—Hey —me contestó él.

—¿Qué tal?

—Psé.

—¿Vamos a dar una vuelta?

¿De dónde había sacado esa valentía imposible que con Matteo siempre había brillado por su ausencia?

De la indescifrable autorización de existir que me garantizaban esos ojos como de moqueta negra, creo, para los que todo daba igual y, huelga decirlo, también estaba todo permitido.

O quizá del hecho de que también Palomo me parecía un impostor, un ONME de imitación: ¡y desde luego no habría podido juzgar si yo era de marca o no!

Así es que fuimos a dar una vuelta: literalmente. Dimos una vuelta entera al instituto. Y luego otra, y otra, y otra más. Al principio paseábamos en silencio, entre los casilleros que empezaban a volar por todo el patio, las ONME que escapaban corriendo y los ONME que las perseguían con globos llenos de agua.

Y, de pronto:

—Qué gilipollas —comentó él, con una especie de gruñido. Y nos pusimos a hablar. Eran sólo fragmentos de frases, estábamos muy lejos de las parrafadas de Lidia y Lorenzo o de Tina y Gianpietro.

Cosas como: «¿Qué vas a hacer ahora?», «Dejo los estudios y me pongo a currar en el bar de mi padre», «¿Estás contento?», «Me la suda».

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