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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (29 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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No sabría decir cuál era el detalle que traicionaba mi impostura porque, de haberlo sabido, es obvio que habría tratado de perfeccionarlo. Lo habría borrado con Tippex, como hacía con los errores en las traducciones de latín.

Pero nada, no había manera. Porque no se trataba de un detalle concreto que hubiera podido eliminar, o de una camiseta que hubiera podido ponerme, ya lo tenía claro. Llevaba encima por todas partes la condena de no ser una ONME de marca.

Como si eso no fuera suficiente, seguía necesitando a Cara de Tonta cuando Matteo aparecía, aunque sólo fuera de lejos, tanto en el portal de casa como en clase. Cara de Tonta: siempre. Por no hablar de cuando Eva Brandi, el último día de aquel primer y eterno curso de instituto, con su camiseta de tirantes blanca empapada del agua de las jarras del comedor que, naturalmente, nuestros compañeros habían decidido verterle sólo a ella, me susurró al oído vamos al baño, tengo que hablar contigo. Y nada más cerrarse la puerta a nuestra espalda, acercó sus labios con aroma a melocotón a mi oído y empezó a contarme.

—Es el de quinto B, el capitán del equipo de baloncesto. Llevábamos un par de meses mirándonos durante los recreos, pero nada más. Hasta que anteayer, Mandorla, salgo de clase de baile y me lo encuentro en la puerta del gimnasio. ¡Anda, qué casualidad!, le digo. Pero él me explica que no, que de casualidad nada porque hace semanas que me sigue a todas partes, y como ya son los últimos días de clase, y él este año termina el instituto, quería al menos invitarme a un helado. ¿Qué podía contestarle yo, según tú? ¡Vale, invítame a un helado! Y me monta en su moto y me lleva al bar del lago del Eur.

—¿De qué os pedisteis el helado? —le pregunté, pero por la expresión con la que evitó contestarme comprendí que era inútil esforzarme. La culpa no era mía: era de las palabras. No me sabían ayudar, y ya está.

—En el bar descubrimos que teníamos un montón de cosas en común —prosiguió ella—: somos del mismo equipo de fútbol, nos bautizaron en la misma iglesia, nos gustan los mismos grupos, aunque él prefiere Oasis a Linkin Park, pero bueno. Todo el mundo sabe cómo acaban estas cosas, ¿no? Cuando te pones a hablar de música, me refiero: lo demás luego viene por sí solo. Pero esta vez, Mandorla, esta vez no ha sido sólo un beso, vamos… —Y aquí los labios con aroma a melocotón de Eva Brandi se cerraron, se volvieron a abrir y de nuevo se cerraron. Por fin acertaron a decir—: ¡Vamos, que lo hicimos! En su habitación. Fue increíble, Mandorla. Él empezó a desnudarme súper despacito, y cada vez que me quitaba algo de ropa, me besaba los ojos. Yo de repente me asusté: ay, Dios mío, ¿qué braguitas llevo?, pensé. Porque, ¿te imaginas, Mandorla, qué corte si me hubiera puesto unas normales, blancas, de algodón? Por suerte eran de raso verde… De hecho él dijo que eran preciosas, nada más vérmelas al quitarme los vaqueros. Y yo le pregunté: ¿te gustan? Y él dijo: son preciosas, tú eres preciosa. Entonces ya casi estábamos, porque yo me había quedado así, sólo con las braguitas, y él ya estaba totalmente desnudo. ¿Y sabes qué hizo? Me lamió el ombligo. Me lo besó, durante muchísimo rato. Luego volvió a subir la cara, hasta acercarla a la mía, y me preguntó: ¿de verdad estás segura, princesa? Exactamente eso: ¿de verdad estás segura, princesa? Yo lo miré a los ojos y le contesté que sí, que estaba segura. Él fue súper dulce y súper tierno, Mandorla, te lo juro. A ver, un poco de daño sí que me hizo, porque la primera vez ya sabes cómo es, pero la segunda, en cambio, no sentí nada, me refiero a nada malo. Cuando, después de una horita o así, lo volvimos a hacer, fue como si hubiera volado al paraíso, y él, ¡no sabes cómo estaba él, Mandorla! Me dijo cosas maravillosas: que soy fantástica, que soy su ángel, que no ha visto ni en la tele una chica más perfecta que yo… Todo eso me dijo. Todo eso exactamente.

Todo eso exactamente, le dijo. Todo eso. Y, mientras Eva Brandi seguía susurrándome al oído los detalles de su tarde en el paraíso, yo me convencía a mí misma de que tal vez no fuera un problema mío únicamente porque quizá no existían en ninguna parte las palabras adecuadas para comentar esa confidencia en el baño de chicas del instituto, cuando sencillamente te das cuenta de que tienes delante a una mujer, una mujer de verdad, y te preguntas cómo narices vas a considerarte ahora tú también una mujer si tus braguitas son todas —sin excepción— de algodón blanco, normales, y si las cosas que esa mujer de verdad te está contando no sólo no las has hecho nunca sino que ni siquiera te las alcanzas a imaginar. Y eso no es todo. Además de no ser una mujer de verdad, ahí en el baño con Eva Brandi, tienes la confirmación definitiva de que tampoco eres siquiera una adolescente de verdad: si te enseñaran una foto de Oasis y otra de Linkin Park, ni siquiera sabrías distinguir quiénes son unos y quiénes los otros, reconócelo, te dices, porque sabe Dios a qué leyenda sobre
Mundoperro
, a qué proyecto de Samuele o a qué inútil angustia de Lidia estabas dedicando tu atención mientras todos los oNTE, pasando olímpicamente de ti —y no les faltaba razón—, se esforzaban por forjarse una cultura musical para así tener un día, ante un helado, un tema de conversación con el que empezar: y todo el mundo sabe que lo demás viene por sí solo.

Ese verano Lidia y Lorenzo me llevaron con ellos, y estuvimos dos meses recorriendo la India.

«El mundo es enorme, y tú tienes que verlo todo, tienes que conocerlo entero», me había deseado mi madre. Y ahora que podía empezar a verlo y a conocerlo, ¿qué hacía yo?

Pensaba sin parar en lo que me había contado Eva Brandi en el baño de chicas. Sin parar. Mientras paseábamos por los templos, Lorenzo me explicaba todos los días la importancia del nirvana para los budistas y la fuerza que te da considerarte una mera ilusión, pero no había nada que hacer: yo no lograba alejarme ni un milímetro de mis asuntos.

Me imaginaba una y otra vez a Matteo Barilla, completamente desnudo, quitándole unas braguitas de raso verde a una chica a la que hubiera conocido durante las vacaciones, llamándola princesa.

Y luego, todas las noches, después de rezar, intentaba imaginarme qué me habría recomendado mi padre que hiciera con Matteo. Michelangelo me habría dado un consejo, Samuele, otro, y el ingeniero Barilla, otro distinto: eso lo tenía muy claro.

«¡Díselo claramente, Mandorla! ¡Sal del armario!»

«¡Idos al cine!»

«“Matteo, la vida es un asco”: empieza así. Verás como le pareces súper atractiva.»

«Mi hijo es una persona seria como yo: tienes que demostrarle que, como esposa, el día de mañana serás mucho mejor que cualquier chiquilla con bragas de raso verde.»

«¿Y… ssssi… lololo… invvvvvitas a tttommmar uu-u-n ttté?»

Era obvio que tener demasiados consejos significaba no tener ninguno que poder seguir sin vacilar: el problema era siempre el mismo, de una manera o de otra. Y, sin embargo, esa cosa sin forma, es decir, mi vida, tan lejana, a un continente de distancia, me parecía más soportable de lo que lo era desde su posición fortificada, por decirlo de alguna manera.

Además, todo lo que me angustiaba vivía en un mismo edificio: Matteo Barilla, mi padre y el hecho de que no pudiera ser la novia de uno y la hija de otro.

Por eso, nada más despertarme, intentaba hacer empequeñecer el edificio hasta reducirlo a una cajita de nada, para encerrar dentro todas las marionetas de lo que me atormentaba. Si existe una cosa tan rara como el huso horario, me decía, entonces significa que tenemos la libertad de cambiarlo todo como nos da la gana. Lo hacemos con el tiempo: ¡como para no poder hacerlo entonces con las dimensiones de las cosas! Hacía empequeñecer las ventanas, las puertas y los patios. Y también las personas.

A veces lo conseguía, y así durante el día podía complacer un poco a Lidia y a Lorenzo: pasmarme ante un mercado que olía maravillosamente a curry, una vaca que caminaba, plácida y flaca, en plena calle, el meandro de un río al amanecer.

Pero luego siempre llegaba el momento de irme a dormir. Entonces la cajita se abría sola y me obligaba a mirar lo que había dentro: en ese momento, aunque en Bombay fueran las once de la noche, en mi cabeza eran las siete y media, exactamente la hora que era en la calle Grotta Perfetta 315.

Aunque, pensándolo bien ahora, quizá no habría estado mal, ese verano, que me hubiera dado la ventolera de irme —qué sé yo—, a Kaza, donde termina el Himalaya.

Quién sabe, hoy quizá sería la primera monja budista.

Esta noche al menos no me vería obligada a estar aquí encerrada, donde de verdad da la impresión de estar dentro de una caja, de lo pequeña que es esta celda.

Pero ¿cómo habría podido imaginar, mientras un tren de vapor que parecía de juguete trepaba hasta el Tíbet, y Lidia me decía «¡Mira!», señalándome un lama por la ventanilla, que a mi regreso a Roma estallaría un escándalo después del cual nada de nada volvería a ser como antes?

Se llamaba Palomo, Carnevale de apellido, tenía unos ojos que parecían forrados de moqueta negra, la nariz aplastada, un chándal naranja fosforito y un acento extrañísimo que era una mezcla entre el de Cate, que sonaba a montaña, y el de Lorenzo, que sonaba a ciudad.

Había suspendido el curso dos veces seguidas y por eso había decidido cambiarse de instituto. O, mejor dicho, era evidente que lo habían decidido sus padres por él, o vaya usted a saber quién, porque el primer día del segundo curso, mientras la profesora de lengua y de latín nos lo presentaba, él mascaba un chicle con la boca abierta y miraba por la ventana como si, sinceramente, no le importara un pimiento ni la profesora ni todos los que estábamos en esa aula.

—Palomo, como ese actor ridículo, seguramente medio marica, que hacía el papel de Don Juan del Diablo en ese culebrón que veía mi abuela…

—¡Palomo, como el hámster de mi prima!

—Palomo: pero ¿puede haber un nombre más absurdo?

Corrieron, entre los pupitres de los ONME, los típicos comentarios inevitables.

—¡Qué asco de chándal! —fue el de Eva Brandi que, por nuestro pacto de amistad en el baño de las chicas antes del verano, había querido sentarse a mi lado. Después de los exámenes de fin de curso, el tío de quinto B se había marchado a hacer un Inter-Rail por España y no había vuelto a dar señales de vida: no le había mandado ni un mensajito al móvil. Pero para ella, según decía, había sido mejor, mucho mejor así. Porque mientras tanto había empezado a salir con un chico de segundo C, al que, sin embargo, al cabo de dos días le había dado por ponerse a montarle unos numeritos de celos que a Eva le habían parecido sencillamente inadmisibles. Por eso, antes de marcharse a Cerdeña, lo había mandado a la porra por Messenger (otro sitio en el que estaban todos los ONME y yo no, porque Lidia siempre me daba la vara con eso de que cuando más medios tienes para decir las cosas, al final terminas diciendo las cosas menos importantes, como si:

1.
ella no dijera bastantes, aun sin tener Messenger;

2.
para mí decir las cosas importantes no fuera ya imposible de por sí.

Bueno, a lo que íbamos. El caso es que vía Messenger o no, por suerte Eva había dejado a ese tío de segundo C, porque si no, según me dijo también, para serle fiel habría tenido que renunciar a un militar destinado en Génova que había conocido durante las vacaciones y que le había hecho ver de verdad lo que era estar enamorada. «Ésta es una relación seria», me aseguró. Tanto que, pese a los cientos de kilómetros que los separaban, estaban los dos muy decididos a llevarla adelante. Hasta se habían intercambiado el reloj como signo de amor eterno.

—¡Pero si parece un Teletubby con ese chándal! —añadió Matteo Barilla, sentado detrás de nosotras, como un eco al comentario de Eva Brandi.

Dentro de mí había esperado que verlo después de las vacaciones me hiciera ese extraño efecto que de vez en cuando me hacían los libros de los que Lorenzo me hablaba tan pero tan bien que, cuando por fin los leía, no podían sino decepcionarme un poco.

Pero no. Al contrario.

Si bien de vez en cuando me había preguntado a mí misma: «Pero ¿estás de verdad segura de que lo quieres, Mandorla? ¡Hasta el año pasado para ti Matteo Barilla ni siquiera existía!», nada más volver a verlo, en septiembre, se me disiparon de golpe todas las dudas. Estaba segurísima: aunque hasta el año pasado para mí Matteo Barilla ni siquiera existiera, nadie dice que no lo quisiera ya en mi subconsciente (de entre todas las palabras del cuarto piso, ésta era la más recurrente).

Sin embargo, por desgracia el verano le había concedido a Matteo más puntos para acceder a un mundo secreto de divinidades y alejarlo aún más de mí, mísera y mortal: no es casualidad, me decía yo, si en la India todos saben quién es Buda pero nadie habla de sus antiguos compañeros de clase (y mucho menos de los que son una pura imitación). Los dioses perduran siempre, las demás personas, no: y Matteo desde luego habría sido el único en perdurar en el Libro Sagrado de nuestro instituto.

Esta vez, después de haber pasado un mes en Londres en casa de su hermana y dos semanas con los amigos de ésta en Croacia, había vuelto con una especie de chispa, en los ojos y en la sonrisa, que había barrido del todo los últimos restos del niño que había sido. Ahora sí que se merecía el respeto general de los ONME, del cual, en los tiempos de la escuela primaria, quizá mi subconsciente lo considerara digno, pero yo no. Ahora se lo merecía por completo. Se había dejado el pelo hasta los hombros, unos músculos bronceados y desconocidos dibujaban sus largos brazos, y en su muñeca destacaban triunfantes dos pequeñas emes tatuadas, entrelazadas.

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