La luz en casa de los demás (13 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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—Lo llamamos así —me explicó Lidia— porque
Efexor
es el nombre de una medicina para levantarte el ánimo. La tomaba Lorenzo hace un par de años, pero no le bastó, ¿y cómo le iba a bastar, Mandorla? Ni que fuera sólo el ánimo lo que no le funcionaba bien. No le funcionaba la cabeza, se le había atascado el corazón, era todo un agujero, no te haces idea. Pero bueno, volvamos a nosotros. O, más bien, a Efexor. Un nombre así le traerá suerte, nos dijimos: dada la tragedia que ha vivido, pobrecillo, la necesitará. Pero desde la primera noche nos dimos cuenta de que estaba aún más loco que nosotros, este perro. He intentado por todos los medios educarlo, pero no hay nada que hacer, nada: es incapaz, pero incapaz del todo, de convencerse de que, si por ejemplo salimos, tarde o temprano volveremos, y entonces ladra como un poseso hasta que oye la llave en la cerradura, y pega esos saltos absurdos, y mete el hocico en la basura y luego lo pasea por toda la casa… El diagnóstico es el de síndrome de abandono, Mandorla, ¿qué le vamos a hacer? Es típico.

Bueno, si tengo que ser sincera, yo la verdad es que no entendía todo lo que me decían y se decían entre sí Lidia y Lorenzo.

Tendría ocasión de hacerlo mejor en un futuro, cuando viviera con ellos.

Por aquel entonces sólo acerté a darme cuenta, vagamente, de que vivir con alguien no era mucho más fácil que vivir solo, como Tina. Era distinto, eso seguro. Pero más fácil, no.

Pero bueno, en lo que se refería a mí, lo importante era que también en esas pocas noches que pasé con ellos supiera a quién acudir.

Oh, poste,

hagamos un intercambio:

tú te pones en mi lugar

aquí en el cuarto piso,

y te convences de que Tina

tarde o temprano

volverá,

porque estás harto de quien te dice

hasta luego

cuando en realidad quiere decir

hasta nunca.

Oh, poste,

y yo mientras tanto me estoy quieta

en tu lugar,

y veo a muchos perros

como
Efexor

abandonados ahí,

pero veo también a muchas personas

como Lorenzo,

que pasan y se los llevan consigo,

a esos perros,

y así me convenzo de que nadie

abandona a nadie,

sino que todos se están buscando

y al final

a lo mejor

se encuentran.

Por una vez mi oración no cayó en saco roto: no es que me transformara en un poste de la plaza; no, por desgracia eso no ocurrió. Pero, cuando pasó todo el ciclón de los papeles que firmar y del funeral (del cual todos los vecinos de la calle Grotta Perfetta pensaron oportuno mantenerme alejada), lo primero que Tina quiso fue que volviera a vivir con ella.

Y así fue como por fin, cuando como de costumbre estaba a punto de apagar la luz en su habitación, que ya se había convertido en la mía, se lo pude preguntar.

—¿Cómo murió mi madre?

Ahora, pensándolo bien, quizá Tina no se mereciera ese golpe tan bajo, justo en ese momento. Pero ella nunca ha razonado en esos términos. No pensaba que hubiera razones válidas para que las cosas malas pudieran no pasarle a ella. Así que se tomó unos momentos para pensar y suspirar, y al final me contestó.

—Murió en un accidente de tráfico, pequeñita.

—Pero la monja dijo que las personas buenas y justas se mueren mientras duermen: ¿es que mamá no era buena? ¿Es que no era como Dios manda?

Creo que entonces Tina estaba a punto de contestarme que había dos clases de personas: las que se piensan las cosas antes de hablar, y las que abren la boca para soltar todo lo que se les pasa por la cabeza, y estaba claro que la monja pertenecía a esta segunda clase. Pero algo se lo impidió. Y, por primera vez, empezó una frase con esa palabra imposible.

—Yo sólo puedo decirte que si me hubieran ofrecido poder cambiar a mi madre por la tuya, no me lo habría pensado ni un segundo y habría dicho que sí.

Nos quedamos un rato calladas, espiándonos la una a la otra, yo en esa cama demasiado grande para una persona sola y demasiado pequeña para dos, y ella junto a la puerta. Quién sabe con quién se pondrá a hablar esta noche en el salón, me dije de repente.

—¿Dormimos juntas, Tina? —le pregunté entonces. Y como ella seguía mirando al suelo, pero se veía que estaba deseando meterse conmigo bajo las sábanas, tuve que suplicárselo—: Por favor. Esta noche no paro de pensar en
Mundoperro
. Me da miedo que si cierro los ojos, venga, y como no llevo pendientes, me arranque directamente las orejas. Si no duermes conmigo no voy a poder pegar ojo.

—…

—Anda, vamos, Celeste, di que sí.

En el segundo piso

No debía haber sido así. No debía haber sido así en absoluto. No: en absoluto pretendía Samuele Grò que las cosas ocurrieran así.

—Es que a mí me gusta pensar bien de la gente, Cate, qué le voy a hacer —se desahogó con su mujer en cuanto volvieron a casa, a la mañana siguiente—. Pero la gente es que no entiende, no es capaz de entender. Si no, un gobierno como el que tenemos no podría existir en nuestro país, ¿no te parece?

Yo en aquella época tenía nueve años, seguía esperando que mi padre bajara del cielo para venir a buscarme, pero mientras tanto llevaba un par de meses viviendo con los Grò. Me mudé de casa de Tina a la de ellos justo a tiempo para el gran acontecimiento.

Domingo 9 de febrero de 2003

Hora: 07:30 a.m.

Lugar: el antiguo lavadero, en el sexto piso

de la calle Grotta Perfetta 315

Mi hijo mientras duerme

de

Samuele Grò

Se obsequiará al respetable público

con un kit para asistir a la proyección.

Os esperamos a todos.

Quiero dormir el sueño de las manzanas,

alejarme del tumulto de los cementerios.

Quiero dormir el sueño de aquel niño

que quería cortarse el corazón en alta mar.

F. García Lorca

Mayo de 1999


Eres tú —susurra Samuele, cuando por fin la enfermera se lo pone en brazos.

Así lo ve ahora por primera vez.

Su hijo.

El único ser humano que, de no haber sido por él, hoy no existiría.


Está durmiendo —dice bajito la enfermera.

Y a Samuele le parece no haber visto nunca nada tan perfecto.

Y exactamente entonces, antes aún de la conmoción, de la infinita ternura, de los miedos, antes aún de todas las preguntas, llega ella. Samuele la reconoce enseguida, mientras la enfermera le explica dónde poner una mano y la otra.

Es exactamente Ella: la Idea.

La buena.

La que aguarda desde que, hace ya diez años, dejó de tener bajo los pies el trampolín de lanzamiento. Una película. La historia de un multimillonario que pierde la cabeza por la puta más bella de Roma, la saca de la calle y se casa con ella. Calidad como para ganar el Oscar a la Mejor película extranjera. Como para encabezar las páginas culturales del
Corriere della Sera.
Como para aparecer en primera página en
La Repubblica.


¿Entiendes? El capitalismo, que conoce al mercado libre en su forma más pura y se queda prendado… —contaba, con una admiración por sí mismo patente e ilimitada, a cualquiera que se le pusiera a tiro—. Y es obvia la cantidad de discursos inherentes a una historia así. Considera el del sexo, por ejemplo, cómo de repente puede volver a tener misterio incluso para alguien que lo practica como profesión: ya tengo pensadas las luces que utilizaré, cómo enfocaré el rostro de ella cuando se desnuda delante de él por primera vez y, ya desde ese momento, nota un reparo que no conocía, o mejor, que había olvidado… y entonces ahí, ¡zas!, coloco un
flash-back
de cuando era sólo una niña, la muestro inocente y asustada, sentada en un banco, dando su primer beso…

Si alguien se atrevía a preguntarle cuándo tenía intención de buscar financiación para hacer esa película, él se lo quedaba mirando, sacudiendo la cabeza de lado a lado, con una expresión preñada de conmiseración, como diciendo pobrecito, yo te hablo de Arte con mayúscula, y tú me contestas desde el subsuelo de las contingencias cotidianas.

Hay que decir que cuando se estrenó
Pretty Woman,
Samuele iba ya por la página 130 de su guión.


Para no atraerme la mala suerte no se lo decía a nadie, pero ya casi lo había terminado, ya lo tenía casi.


Qué mala suerte —comentaban los demás, algunos con buena fe y otros con menos. Y, sin embargo, nunca habrían podido decir algo tan equivocado, tan ajeno a la verdad.

Porque la mala suerte no tenía nada que ver con eso, nada en absoluto. Lo que sí tenía que ver era ese maldito verano de hacía dos años, esa idea maldita del
coast to coast:
cuatro amigos, un coche, América.


Esa puta.


¿A quién se refiere? ¿A Julia Roberts?


A América. Lo recuerdo como si fuese ayer, cuando hicimos una parada en Los Ángeles, como si fuese ayer…




No me mire así, abogada, no se imagina lo que significa tener una idea, ver cómo te la roban delante de tus narices y permitir que la transformen en mierda comercial: yo tenía en mente una provocación, ¿entiende?, algo que sacudiese las conciencias a nivel individual, y por qué no, también colectivo…


Continúe.


Claro. Mis amigos y yo, como le iba diciendo, hicimos una parada en Los Ángeles y nos metimos en la primera hamburguesería de Venice Beach, creo que se llamaba Bobby’s, o Tobby’s, no lo recuerdo exactamente, pero si, en el juicio, el ministerio fiscal me enseña fotografías del lugar, lo sabré reconocer enseguida.


Continúe.


Claro. Bueno, total, que nos estábamos comiendo una hamburguesa y pegamos la hebra con el camarero, un tiarrón cachas con una sonrisa de oreja a oreja, el clásico californiano, ¿sabe cómo le digo?


Más o menos.


El caso: era un chico que parecía muy tranquilo, muy normal. Nos explica cómo llegar al albergue más cercano, nos cuenta que estuvo en Italia de niño, esas cosas. Y entonces…


¿Y entonces?


Nos invita a una barbacoa en la playa.


Qué detalle por su parte.


Espere. Nosotros estábamos cansados, sucios, pero ¿cómo íbamos a decir que no a una fiesta en Malibú?


Imposible.


Exactamente. Así que fuimos. Habría por lo menos cincuenta personas, no exagero, y eran todas rubias y parecían todas… felices, sí, bailaban, se liaban porros, pero, ¿cómo decirle?, alegremente, y se bañaban en el mar: la típica velada californiana a la orilla del mar, ¿se hace una idea?


No.


Bueno, tanto da. En un momento dado mis amigos se pegan cada uno a una chica, si el ministerio fiscal me pidiera que las reconociera, no sabría hacerlo porque de verdad me parecían todas iguales las chicas de esa playa, así que nada, voy y me siento junto a la hoguera, con el tío de la hamburguesería. Me presenta a sus amigos, empezamos a hablar, y entonces ocurre.


¿El qué?


Pues que cuando me preguntan sobre mí, me pongo a hablar de la película.




La trama exacta, abogada: ¡se la cuento!


Se la cuenta…


Sí. Pero parece perpleja.


Es que quiero entenderlo: usted quiere llevar a los tribunales ¿a quién exactamente, y por qué motivo?


A Hollywood. Por haberme robado la idea de
Pretty Woman.
Por supuesto no espero ganar en un juicio, por Dios, qué tontería, me gustaría sólo levantar un poco de revuelo, ¿entiende? Incitar a la gente, gracias a esta historia, a reflexionar sobre hasta qué punto somos todos víctimas de un sistema en el que, pobres ilusos, creemos en cambio participar activamente.

De llevar el caso ante la justicia, por supuesto, no se volvió a hablar, ni entonces ni nunca más después.

Pero pasados unos meses, ironía del destino, precisamente a la salida de un cine, Samuele volvió a encontrarse con esa abogada.

Estaban los dos solos. Él llevaba toda la tarde dando vueltas por el centro, después de haberle dicho que no por enésima vez a una agencia que seguía proponiéndole que rodara vídeos para bodas de actrices de tercera categoría, la clase de cosas con las que Samuele sentía que simplemente perdía el tiempo y que eran una ofensa a su genialidad. Ella ese día había tenido que defender una causa de divorcio que al final había logrado ganar, pero que le había dejado un sabor amargo en la boca y le había dado náuseas. Este hombre no tendrá nunca el valor de hacerle a alguien lo que todos los días se hace entre sí la gente en los tribunales, pensó nada más volver a ver a Samuele, con sus ojos de siempre, esos ojos chispeantes pero vacíos, y ese aire vehemente de quien está convencido de saber más que nadie.


Abogada.


Llámame Caterina.

Pocos días después, Samuele, con más de treinta años, dejó por fin la casa de sus padres para mudarse a la de Caterina, en Poggio Ameno, un barrio bastante lejos del centro, en la periferia sur de Roma, sin el más mínimo bar ni restaurante a la moda, donde sólo alguien como ella, pensó él, alguien para quien el trabajo era lo más importante, podía vivir.

Pero él la quería como era, a su Cate. Con esa capa de grasa que la rodeaba toda pero que por el momento se limitaba a redondearle las caderas y las mejillas, con esos ojos claros y severos, con esa sensatez tan suya, esa determinación que ponía en todo, aunque sólo se tratara de cambiar el color de las paredes: si decidía hacerlo, lo hacía sin ninguna duda.

Pasados unos meses se casaron, y después de muchos, muchos años y de infinitos intentos, por fin, a la tercera fecundación asistida a la que se habían sometido, Cate se quedó embarazada.


Llamémoslo Mario, como mi padre —propuso ella.

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