—¿Tienes hambre, Mandorla? —me ha preguntado Tina.
—Mamá —digo yo.
—¿Quieres una galleta?
—Mamá.
—¿Un vaso de leche?
—Mamá mamá mamá.
Una vez en casa, Paolo se metió corriendo en la ducha.
—
¿Cenamos algo? —le preguntó Michelangelo, que tenía la costumbre de hacer alusión a lo que pensaba en lugar de decirlo claramente, porque de otro modo en este caso tendría que haber preguntado: «¿Qué me vas a preparar esta noche?»
Pero, por toda respuesta, Paolo abrió el grifo de la ducha.
A lo mejor es que no me ha oído, concluyó Michelangelo. Voy a esperar a que salga del baño y se lo vuelvo a preguntar.
Se tiró sobre el sofá y encendió el televisor.
A esas horas había documentales de animales que siempre lograban transportarlo lejos: esto, por lo general, era lo mejor que Michelangelo podía pedir. Más aún en un día como ése.
«El chimpancé pigmeo… —explicaba la voz del comentarista, mientras, en la pantalla, se veía a una especie de mono trepando a un plátano, y abajo, a la derecha, ponía RESERVA FORESTAL DE LOMAKO, CONGO—, es uno de los últimos grandes mamíferos descubiertos por los científicos. Lo que caracteriza a esta especie es que es igualitaria, está centrada en las hembras, y suele sustituir la violencia por el sexo. —Se veían muchos chimpancés pigmeos en una jaula gigantesca. Abajo esta vez podía leerse: ZOO DE SAN DIEGO, CALIFORNIA—. Mientras que, para la mayor parte de los animales, el sexo puede considerarse una categoría bien diferenciada, en el caso de los chimpancés pigmeos es parte integrante de todas las relaciones sociales —y no sólo entre machos y hembras. Los chimpancés pigmeos copulan prácticamente en todas las combinaciones posibles, salvo entre familiares directos. —En la jaula, mientras tanto, estaba ocurriendo de todo entre tres chimpancés pigmeos. Dos se frotaban la espalda. Un tercero acariciaba con una rama los genitales de uno de los otros dos—. En esta especie, las relaciones sexuales se dan con mayor frecuencia que entre todos los demás primates. Sin embargo, a pesar de ello, la tasa de reproducción viene a ser más o menos similar a la del resto de los chimpancés. Los chimpancés pigmeos comparten por lo tanto con el hombre una característica muy importante: en esta especie se da una separación parcial entre reproducción y sexualidad. El chimpancé pigmeo.»
Irritado y, como de costumbre, sin saber por qué, Michelangelo cambió de canal.
Una chica en primer plano, con uno de esos rostros de facciones perfectas pero predecibles, explicaba por qué, aunque nadie lograra entenderlo, le costaba tanto echarse novio.
«Es que los hombres, cuando se acercan a mí —decía—, piensan sólo en la persona que posa para los calendarios, la que interpreta el papel de chica sexy en las películas, pero no en la verdadera yo, la que, como todas las mujeres de mi edad, sencillamente tiene un gran deseo de ser ama…»
Venga, no me jodas, pensó Michelangelo, y cambió de canal.
El final de
Flashdance.
(Algunas películas son para el cine lo que las palomitas para una alimentación sana: cómo decirlo, de vez en cuando tienes una necesidad física… ¿no te parece? Yo en esa lista pondría por ejemplo
Cuando Harry encontró a Sally, Lady Halcón, Flashdance, Dirty Dancing:
le dice a Michelangelo esa extraña chica que se llama Maria, con la que comparte piso desde hace poco y que parece tener, en lugar de cerebro, una especie de cilindro mágico del que saca una teoría sobre cualquier cosa. Es distinta a todo y a todos, comprende Michelangelo, mientras ya no la escucha pero la observa seguir recitando títulos de películas estilo palomitas, agitando las manos, y le parece que traza la trayectoria de un planeta lejano, que él ni siquiera imaginaba que pudiera existir.)
Cambiar de canal, cambiar de canal.
En los informativos de medianoche anuncian que lloverá durante tres días.
(Es genial cuando llueve, dice Maria. Así no te sientes obligado a salir a la calle, ¿verdad? Y puedes tirarte hasta la noche jugando a Nombre-ciudad-animal en pijama, sin sentirte culpable porque ahí fuera, mientras tanto, Dios sabe la de cosas interesantes que estarán pasando.)
Cambiar. De canal.
De nuevo la tía que, increíblemente, no encuentra novio. Ahora parece en apuros.
«Mmmmmmm… —Se mordisquea el labio inferior, con estudiada desenvoltura—. ¿Tengo que hacerme una pregunta y contestarme yo misma? Mmmmm… Vale, ya lo tengo. Me preguntaría: ¿cuál es tu mayor deseo? Y contestaría: tener un hijo.»
(Mira qué pequeñita es… le susurraba Maria, como si le estuviera revelando un secreto, mientras, en el hospital, al otro lado del cristal del nido y de una incubadora, le señala esa cosita minúscula que en realidad es una niña. Se llama Mandorla… ¿A que es maravillosa?)
De canal. Cambiar.
Un capítulo antiguo de la serie «Friends»: aquel en el que Ross tiene que elegir entre Rachel, su amor de siempre, y Julie, su novia del momento, y entonces redacta una lista con las virtudes y los defectos de cada una, y mientras que Rachel tiene muchísimos defectos (es desordenada, caprichosa, no tiene intereses en común con él), Julie tiene uno solo: «No es Rachel», escribe Ross.
Bueno, es que hasta la tele lo hace aposta, se derrumba Michelangelo, porque no es sólo que a Maria le encantara «Friends», también es que si queremos hablar de los defectos de Maria, Rachel a su lado era un dechado de virtudes. Maria también era desordenada y caprichosa, porque era plenamente consciente de que la gente sentía debilidad por ella nada más conocerla. Pero no quedaba ahí la cosa: hablaba por los codos, era una pesada, una inculta de tomo y lomo, le decía a todo el mundo que reciclara la basura pero luego a veces ella era la primera que no lo hacía, estaba estúpidamente en contra de la medicina tradicional, nunca recordaba los cumpleaños, mandaba siempre tarde las actas de las reuniones de junta de vecinos, le imponía a todo quisque los altibajos de su estado de ánimo, vivía de arrebatos momentáneos y, sin confesárselo a nadie, consideraba los suyos propios más dignos de atención que los de los demás, predicaba que había que ser solidario pero sobre todo para que lo fueran con ella, recogía fondos para un asilo en el Tíbet y luego a lo mejor dejaba a Mandorla sola en casa toda la tarde, reía exageradamente, lloraba exageradamente, todo lo hacía exageradamente.
Por fin sale Paolo de la ducha.
Anda, mira, defectos Paolo casi no tiene, reflexiona Michelangelo.
—
¿Cenamos algo? —le repite.
—
No tengo hambre —responde Paolo, cortante.
Es un tono que a Michelangelo le extraña en Paolo. Pero prefiere no indagar (es su naturaleza) y quitarse de encima la posibilidad de un enfrentamiento, como cuando hace calor y te quitas un jersey. Sigue zapeando.
—
¿Quieres saber por qué no tengo hambre? —Paolo se le planta delante. Lo primero que se le ocurre pensar a Michelangelo es: quita de en medio, cariño, anda, ¿no ves que estoy viendo la tele?
—
…
—
Pues te lo pienso decir igual. Me ha quitado el hambre esa carta.
—
Ah, claro. Y yo que me estaba imaginando qué sé yo qué. —Michelangelo se siente aliviado. Pensándolo bien, no ha hecho nada especialmente grave como para temer que precisamente Paolo y precisamente hoy pueda estar enfadado con él: pero la cosa es que, por lo general, todo se la suda. Y punto. Y como por alguna razón que no logra entender resulta que al final siempre atrae a sí a gente a la que, por el contrario, las cosas le importan más de lo necesario, vive en un continuo estado de alerta, con el temor de ser descubierto. ¿Qué dirían los demás si se dieran cuenta de que todo eso que hacen de participar de corazón en todo lo que ocurre a mí me parece más exótico que una reserva de chimpancés pigmeos?, piensa. ¿Qué diría Paolo? Paolo que lo quiere de verdad: de corazón. Paolo que, en realidad, casi no tiene defectos—. El padre de Mandorla… Que sepas que yo nunca me había creído la historia esa del astronauta: lo que es capaz de inventarse la gente para echar un polvo, pensaba yo. Pero de lo que estaba seguro era que el que había mentido a Maria era él, el tipo en cuestión, y que en realidad se trataba de un capullo cualquiera que estaba de paso por Roma y al día siguiente se había vuelto a marchar; y en cambio, mira…
—
Y en cambio, mira. —Paolo lo fulmina con la mirada. Con una dureza desconocida, que a saber dónde habrá tenido escondida todos estos años, se pregunta Michelangelo, que prefiere ponerse a recitar mentalmente los nombres de los actores que trabajan en «Friends», pero, entre el nombre del actor que interpreta a Joe y el del que interpreta a Chandler, lo entiende todo.
—
¿Qué?
—
Sólo he dicho: y en cambio, mira.
—
¿No… no estarás insinuando que yo… esa tarde de marzo…?
No estarás insinuando que yo. Las frases hechas, listas para usar, son un vicio irrenunciable para Michelangelo. Aunque se trate de algo que lo concierne de cerca. Sobre todo si se trata de algo que debería concernirlo precisamente de ahí: de ese maldito, sobrevalorado, escurridizo, grotesco e inaccesible fuero interno.
—
Siempre has sido sensible a los encantos de esa puta, Michelangelo: reconócelo.
—
Pero ¿tú estás loco? Yo en mi vida he tocado siquiera a una mujer.
—
Pero para ti Maria no era sólo una mujer.
—
Sí, bueno, pero también era eso: una mujer.
—
Pues parece que el aburrimiento y la curiosidad pueden causar extraños efectos.
—
Vamos a echar un polvo.
Dijo Lidia, una vez en casa. Tal vez fuera una amenaza, tal vez una súplica. Vamos a echar un polvo. Como si fuera la primera vez que lo hacemos, Lorenzo, como si fuera la última vez que lo vayamos a hacer, pero hagámoslo, porque no hay solución, y aunque ahora me digas que tú esa tarde de marzo estabas presentando un libro sabe Dios dónde y me enseñes tu agenda para demostrármelo, aunque por una vez de verdad sea cierto, total, ¿qué más da? Dime, ¿qué más da? El veredicto es inexorable: nunca sabremos verdaderamente quién es la persona a la que amamos, eso, sí, muy bien, tócame como sólo tú sabes hacerlo (total, nunca), entra despacio pero entra ya (sabremos) y haz que dure lo más posible lo que estás haciendo (verdaderamente), sigue así (quién es la persona), encima de mí fuera dentro fuera dentro, coge todo mi dolor (a la que amamos), quédate todo el dolor que me causa: saber que total nunca sabremos verdaderamente quién es la persona a la que amamos.
—
Shhhhh. —La señorita Polidoro se llevó un dedo a los labios—. Por fin se ha dormido la pequeñita, ahí, en la otra habitación: no hagamos ruido —le ordenó a Gianpietro.
Con todo el lío de los últimos días, era la primera vez que volvían a verse.
—
Ppppp… pero… ¿qu-qu-qu-é pppppppp… pasa ahora?
Como de costumbre, me hace siempre las preguntas más oportunas, pensó ella.
—
Ahora… querido Gianpietro, ahora es justo cuando tienes que sujetarte a la silla para no caerte, porque ahora es cuando llega lo más absurdo de toda esta historia. ¿Otra taza de té?
—
Grrrrrrr… a…
—
Toma. —No es propio de la señorita Polidoro impedirle terminar una palabra: es obvio que lo está pasando verdaderamente mal, pobre maestra, observa Gianpietro. Tengo que esforzarme al máximo por entender lo que está pasando y decirle al menos una palabra de consuelo. Si encontrara una corta sería lo ideal.
—
Pues bien —empieza Tina, misteriosa y solemne—, al día siguiente nos reunimos todos otra vez en el antiguo lavadero. Como bien comprenderás, Gianpietro, con lo que ponía en la carta de Maria, se ha convertido en un lugar maldito: pero ¿qué se le va a hacer? Estamos acostumbrados desde siempre a celebrar allí las reuniones de junta de vecinos, quizá habría sido aún más embarazoso, dada la situación, proponer vernos, qué sé yo, aquí, en mi casa, por ejemplo.
—
Cccccc… ccccc… claro.
—
Claro. Bueno, total que, por suerte, la que toma enseguida la palabra es la abogada Grò: ¿sabes quién te digo, esa señora un poco entrada en carnes del segundo, la que tiene un marido que es un vago redomado y una ricura de bebé? Ésa, sí. Vamos a intentar ser prácticos, dice: esta mañana he hecho un par de llamadas, y un compañero mío de trabajo se encargará de gestionar la cuestión del análisis de ADN de Mandorla con la máxima discreción, dice esta señora. —Tina coge aire dos o tres veces: está tan agitada que parece al borde de un ataque de asma. Pero prosigue—: No te imaginas, Gianpietro, había una tensión en el ambiente que se hubiera podido cortar con un cuchillo. Naturalmente, todos mirábamos a la abogada Grò agradecidos, porque se estaba tomando ella la molestia de sacarnos a todos las castañas del fuego, pero a la vez, cómo decirlo, nos sentíamos incómodos… o quizá debería hablar sólo por mí: ¡y es que, diantre, y tanto que me sentía incómoda! Está en juego la vida de una niña de seis años, no se puede hablar de ello así como así, como quien fija el precio de un kilo de patatas, ¿no?
—
Ccccc… ccccc…
—
Claro que no. Pero también es verdad que, si Mandorla tiene un padre, está bien averiguar quién es para que pueda ocuparse de ella.
—
Ccccc… ccccc…
—
Pues no, de claro, nada, Gianpietro. —Pero la mirada que le echa Tina es de cariño—. De claro, nada. Porque ese detalle lo trajo a colación Carmela Barilla, la del quinto: ¿sabes quién te digo? La mujer del ingeniero: esa señora alta, tan educada, la que tiene unas manos y unos hombros enormes, una que es enfermera… Total, que la señora Barilla dijo eso, pero así como si nada, no te vayas a creer, como si fuera la cosa más normal del mundo, pero ¡no te imaginas la que se organizó entonces! Perdona, cariño, pero ¿qué pinta aquí el ADN?, le susurra al oído a su mujer el ingeniero Barilla, pero Paolo (el chico de la joyería, ese que es un poco… ése… ese de la acera de enfrente, digamos las cosas como son) salta: ¡nada menos que él, Gianpietro! Él que siempre es tan dulce, tan educado, que si buenos días, que si buenas tardes, de repente salta y se pone a gritar, como si se hubiera vuelto loco de repente: ¡¿Cómo que qué pinta aquí el ADN?! ¡Es nuestro derecho y nuestro deber saber de quién es hija esta niña! —Gianpietro no sabía que la maestra Polidoro fuera también tan buena actriz: ¡cómo se exalta al contar cómo se exaltaron los demás vecinos! Parecía que le ardiera el rostro, mientras hablaba—: Después del grito de Paolo, Lidia ya no aguanta más e interviene. Querido Paolo, ¿y si Mandorla fuera hija de tu querido Michelangelo?, le pregunta… ¡No te rías por lo bajini, Gianpietro, se lo dijo así tal cual! A mí también me pareció raro, porque se sabe que Michelangelo es el novio de Paolo y, por lo tanto, también él es de la acera de enfrente, no le pueden gustar las señoritas: ¡pero Lidia está que trina, y va y le pregunta eso, sí, sí, como te lo cuento! Entonces Michelangelo le dice a Paolo que no haga ni caso, pero ya era tarde, de la rabia a Paolo parecía que le fuera a estallar la vena del cuello, no te lo imaginas, Gianpietro, y seguía gritando: ¡el ADN, hay que hacer el análisis de ADN! La señora Barilla decía con la cabeza a medias que sí y a medias que no, no se entendía a quién quería darle la razón; su marido, por el contrario, pese a la situación, sobre todo parecía molesto por Paolo y Michelangelo… ¿Qué le vamos a hacer? El ingeniero Barilla es un señor de otro tiempo, yo hay algunas cosas que me limito a no entender, pero a él sencillamente se le atragantan. —Tina necesita beber un sorbito de té, que se ha quedado frío, para humedecerse la garganta, y aprovecha para volver a tomar aire, antes de proseguir—: Bueno, el caso es que todavía siguió un buen rato este guirigay hasta que la abogada Grò los llamó a todos al orden: bastó que dijera «o si no». Te lo juro, Gianpietro. Y nos callamos todos. O si no, dijo ella. Y nosotros, callados como muertos.