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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (6 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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¿O sssss…sssssi nnnnnno?


O si no, dice la señora Grò, nada de prueba de ADN. Y saca de ese maletín medio roto y más viejo que yo que lleva siempre (que me digo yo a mí misma que, si tuviese la confianza para hacerlo, le regalaría un nuevo) un montón de papeles y más papeles, que me entra dolor de cabeza sólo de verlos, Gianpietro. Empieza a leerlos, se da cuenta de que nadie tiene la capacidad de entender nada de nada, y entonces se pone a explicárnoslos: vamos que, para abreviar, nos dice que, tal y como están las cosas, sería posible adoptar a Mandorla, porque para la ley es una huérfana a todos los efectos y deberían ocuparse de ella los familiares más cercanos, pero como no los hay, y Maria no pertenecía a la clase de personas que ya a los treinta años se preocupan por hacer testamento, entonces… Entonces, dice la abogada Grò, si alguno de nosotros quisiera adoptarla, podría hacerlo: hombre, desde luego sería un poco complicado en términos legales. Pero poder, podría. Paolo interrumpe a la abogada e intenta subrayar una vez más que Mandorla sí que tiene un padre, y que lo ideal sería que ese padre encontrara el valor de identificarse, pero como este valor es evidente que le falta, pues nada, habrá que proceder con la prueba del ADN. Pero ya nadie parece hacerle caso. Estamos todos muy ocupados pensando, pensando y pensando, y, para ser sincera, no sabría decirte en qué pienso yo. En Maria, fundamentalmente.

Y Tina aquí interrumpe su relato, sólo un segundo, pero quién sabe por qué a Gianpietro se le antoja larguísimo, como si su maestra saliera del salón para coger algo y lo dejara de pronto solo, antes de volver y retomar lo que estaba diciendo
:


Bueno, el caso es que al final Lidia dice: me gustaría expresar mi opinión. Y no sabes a lo lejos que se remonta, Gianpietro… Empieza a contarnos de cuando sus padres se separaron, y pobre chica, aunque eso fuera hace más de veinte años, todavía se la ve afectada. Es terrible, dice, es terrible, lo repite bastantes veces: es terrible cuando una familia se rompe, porque no se rompe en dos, dice, se rompe en tres, o en tantas partes como personas constituyeran esa familia. Mis padres y yo nos rompimos en tres, dice, y a partir de ahí perdí el hilo, porque se puso a filosofar que además de romperse en tres en el sentido de ser tres personas esencialmente solas, cada uno de ellos se rompió en tres trozos: por dentro… o algo así. Pero quiero llegar a donde quiero llegar. —A Tina se le encienden las mejillas, como iluminadas por un neón rojo oscuro—. Sí, quiero llegar a donde quiero llegar. Porque al final lo que Lidia quería decir era: ocupémonos de Mandorla todos juntos.


¿Qu-qu-qu-qu-é? —De repente a Gianpietro ya no le sale tan natural asentir a todo lo que dice la maestra.


Y no termina aquí la cosa. Porque el novio de Lidia (Lorenzo Ferri, el famoso escritor, sabes quién te digo, ¿no?), que, por lo general, o no dice nada o lo que hace es meterse con ella, esta vez la mira como si estuvieran solos, le coge la mano y le dice: qué buena idea. ¿Y qué hace luego? Pues se lanza a una filípica sobre los monjes trapenses, improvisa una especie de clase magistral, ¿te haces una idea? Nos explica que en los conventos de esta orden religiosa, mira tú por dónde, si se moría el padre de uno de los monjes, el, cómo se llama… —Tina cerró sus ojillos miopes para concentrarse.


¿El qu-qu-qu-qu-é?


¿Cómo se le llama al que manda en un convento?


¿El jefffffff… ffffffe?


Lorenzo empleó otra palabra, pero bueno, tanto da, llamémoslo jefe. El caso es que si se moría el padre de uno de los monjes, como vivían aislados, a quien le llegaba la noticia era a este jefe, vamos a llamarlo así. ¿Y sabes qué hacía?


¿Qu-qu-qu…?


Los reunía a todos y anunciaba: ha muerto el padre de uno de vosotros. Pero no os voy a decir de cuál. Lloradlo como si fuera el padre de todos. Como si fuera el vuestro.


Pppppp… ppppero ¿el ppppp… padre de qu-ququ-qu-ién se ha mmmm… muerto?


¡Pero ¿tú qué has entendido?! —Tina levanta al cielo sus ojillos de topo: desde que tenía seis años hace lo mismo cuando le hago perder la paciencia, piensa Gianpietro. Y, durante un segundo, se siente irremediablemente feliz—. ¡Gianpietro, pues no faltaba más que eso, que se hubiera muerto el padre de alguien! ¡Era un ejemplo! No hay ningún padre muerto… y de eso se trata precisamente, que tampoco hay ningún padre vivo. O mejor dicho, la pobre pequeña Mandorla no tendrá… o sea, no, al contrario, tendrá muchos padres. ¿Lo entiendes?


Nnnnn… no. —Gianpietro sacude la cabeza de lado a lado, como para subrayar que no, verdaderamente no lo entiende. Aun a riesgo de que la maestra vuelva a levantar los ojos al cielo.






Hemos decidido criar todos juntos a Mandorla —anuncia por fin Tina—. Como si fuera la hija de todos, para expresarlo como lo harían los monjes trapenses.




No romperemos en dos, o en tres, o en cuatro, según sea el caso, ninguna familia del edificio, para expresarlo como lo haría Lidia.


Ppppp… pe… pppppp… pero…


Maria estaría de acuerdo, eso es lo que estás pensando, ¿verdad? Eso es, Gianpietro, muy bien: eso es exactamente lo que todos pensamos, de lo que estamos todos convencidos. Además, hace falta tener un poco de imaginación, de fantasía, si no, la vida, que es una prepotente, acaba mandando ella y nos convierte en meros esclavos: no había reunión de junta de vecinos en que Maria no nos lo repitiera tres veces por lo menos, dijo la señora Barilla, y te juro por Dios que en ese preciso momento yo estaba pensando exactamente lo mismo. Hace falta un poco de fantasía. Maria lo repetía como un salmo.

No, Gianpietro tampoco ha entendido eso de los meros esclavos, pero intuye que no importa. Por otro lado está demasiado volcado en el esfuerzo de formular una pregunta (la única que se puede hacer) sin que la maestra lo interrumpa. Y esta vez lo consigue.


¿Y enttttt… tonces?


Entonces uno de nosotros adoptará legalmente a Mandorla, y todos nos ocuparemos de ella desde el punto de vista económico. Cada uno según sus posibilidades, naturalmente, pero haciendo las cosas de manera que a la niña no le falte nunca nada —responde Tina, de repente serena. Satisfecha, incluso. Sus mejillas empiezan a recuperar su color habitual, si se puede decir así, y pierden el furor de hace un momento. Vuelven a caerle sobre el rostro, fláccidas, blancas y tranquilizadoras, al menos para quien las mira. Para Gianpietro, por ejemplo. Que, sin embargo, no se resigna.


Pppppp… pero ¿ddddd… dónde? —insiste.


Todavía tenemos que organizarnos. Aquí, en el edificio, eso seguro. Le ofreceremos un techo a la pequeña por turnos, poniendo mucho cuidado en que no ande yendo demasiado de aquí para allá, la pobrecita.


¿Pppppp… pe… pe… pero?


Pues claro que sí, Gianpietro: será necesaria la máxima discreción, eso lo tenemos todos muy claro, porque la gente no lo entendería, nunca podría entenderlo… Nos tomaría por locos, o peor todavía, por malas personas. Pero, como muy bien observó Lidia, la gente no conocía a Maria. Así que, ¿qué sabrá la gente de lo que ocurría en una reunión de junta cuando la dirigía ella? Qué sabrá la gente de cómo te hacía sentir Maria, que le bastaba con mirarte de refilón un momento para darse cuenta de que te pasaba algo, y entonces decía: perdonad, pero antes de hablar de los gastos de basuras, ¿os habéis dado cuenta de que alguno de nosotros la basura la tiene dentro y que a lo mejor necesitaría vaciar el cajón de lo que tiene en la cabeza? Qué sabrá la gente de cómo te hacía sentir cuando decía: ánimo, acuérdate de que no hay nada absurdo hoy que mañana no te parezca natural haber vivido. Pero en ese momento Lidia se puso a llorar otra vez. Vamos, no conviertas esto en un drama, le susurró Lorenzo al oído, pero, dado el silencio lleno de Maria que se había vuelto a crear, lo oímos todos. Dottoressa
Frezzani, no es el momento de venirse abajo así, intervino entonces el ingeniero Barilla: y la versión oficial que debíamos ofrecer a los demás la estableció él, a quien, como de costumbre, se le da muy bien tomar las riendas de una situación. A los demás les diremos sencillamente que queríamos todos tanto a Maria (lo cual, por otro lado, es verdad, Gianpietro, sólo faltaría: no es que todos quisiéramos a Maria, es que la adorábamos, eso es lo importante, de ahí no hay quien nos mueva), bueno, el caso es que queríamos tanto a Maria —diremos— que a todos nos parece lo más natural tratar a Mandorla como a una hija. ¿Entiendes la diferencia, Gianpietro? ¿Entiendes la diferencia entre decir Mandorla nos «parece» nuestra hija y decir «seguramente es» la hija de uno de nosotros? El ingeniero Barilla subrayó este punto tres veces, para asegurarse de que se nos metiera en la cabeza.


Ppppp… pero…


Ya lo sé: tienes curiosidad por saber qué le diremos a la niña. Pues nada, Gianpietro, nada. O mejor: le diremos todo lo que le pueda ser útil para crecer lo más serenamente posible. O sea: que queríamos tanto a su madre que a todos nos sale natural tratarla como a una etcétera, etcétera, etcétera.


Ppppppp… pero…


Claro que sí, ya sé que estás de acuerdo: además todos vivimos en la ignorancia de algo que nos concierne, como dijo Lorenzo Ferri. Y ahí terminó la reunión porque no es casualidad que sea escritor, y nadie podría haber encontrado mejores palabras que ésas para concluir una reunión.




Bueno, ¿qué pasa, no dices nada?

Gianpietro de verdad no sabe qué decir. Querría con toda su alma ayudar a la maestra Polidoro, querría prometerle que todo saldrá bien: pero algo se lo impide. Le vuelve a la mente su infancia, y no sólo como una idea, no. Él no puede permitirse razonar así: todas las palabras que querría decir pero a las que renuncia, en el momento de expresarlas, se le acumulan en la cabeza, donde se ponen a hacer ruido, como una orquesta desafinada, en la que cada músico va a su aire. Un ruido insoportable. Por eso, al menos a sus pensamientos les exige claridad. Por esa razón, ahora su infancia le vuelve a la mente en muchas fotografías, para verla bien. Ahí está su madre, preparando una tortilla de cebolla: a él para ayudarla le gustaría cortar las cebollas en trocitos, pero ella lo mira, con una expresión infinitamente dulce, y le dice: «¡Eres demasiado pequeño para manejar el cuchillo!», y entonces le enseña a cascar los huevos y a separar las yemas de las claras. Ahí está su padre, que vuelve del trabajo y lo coge en brazos, y el pequeño Gianpietro, aunque le entran ganas de vomitar por la peste a pescado, hace como si nada, porque se alegra de verlo y porque su madre le ha explicado que sí, que vale, que el trabajo de papá en el mercado no tiene buen olor, pero que gracias a ese trabajo trae dinero a casa, así que hay que respetarlo. Ahí están los tres comiendo, y a su padre se le escapa un ruido de la boca, y su madre lo regaña, pero sólo de mentirijillas, porque en realidad le da risa. Entonces él quiere imitar a su padre y hace el mismo ruido, y la diversión está asegurada. Ahí está otra vez su padre, ahora lo lleva al circo y le saca una foto subido a lomos del elefante. Su madre con una tripa enorme que le dice pon la mano aquí, ¿notas qué patadas da tu hermanito? Los cuatro en la playa, en verano, en Lavinia: y debajo de la sombrilla su madre reparte los bocadillos, los abre para ver qué hay dentro, y le da uno a su padre, otro a su hermano y otro a él.

Eso es lo que significa tener padres, piensa Gianpietro: no sabría explicar en detalle lo que significa, pero tiene que ver con los bocadillos de un picnic, piensa: cada uno tiene el suyo.


Pareces alterado. Oh, Gianpietro, entonces quién sabe lo que pensarás cuando te diga quién ha salido elegido para adoptar legalmente a la pequeña…




¡Pues yo! Como muy bien me han hecho observar los demás, ¡soy la única que no está casada, ni prometida, ni como se diga en el caso de los de la acera de enfrente, con alguien que de verdad podría ser el padre de Mandorla! No me mires así, Gianpietro, se trata sólo de una sutileza legal, vamos, lo ha dicho incluso la abogada Grò.

Es que no quisiera que se metiera en problemas, está a punto de articular Gianpietro. Pero ella esta vez no le deja ni empezar la frase
:


Además, tienen razón ellos. ¿Te imaginas si algún día saliera a la luz quién es aquel que esa dichosa tarde de marzo dejó embarazada a Maria? Vamos, que está claro que yo actuaría con más lucidez con respecto a los demás, teniendo en cuenta que no tengo que sospechar de nadie que me sea querido, a menos que…


¿A mmmm…menos qu-qu-qu-qué?


¡No fueras tú el que estuvo con Maria en el antiguo lavadero hace seis años!

Y nos echamos a reír. Como sólo él y yo sabemos hacerlo, piensa Tina. Y cuanto más se ríe Gianpietro, más risa le entra a ella, y cuanta más risa le entra a ella, más se ríe también Gianpietro. Y ríen, ríen y ríen. Pero si riendo riendo riendo, no fuese precisamente Gianpietro el que aquella tarde de… se le ocurre de pronto a la señorita Polidoro. Y le entra como un hormigueo a la altura de la base de las orejas. Pero Gianpietro no le deja siquiera el tiempo de pensar en «marzo».


¿Ppppp… pro… pro… proffff… ffffesora? —la llama, como si de nuevo se hubiera ido a otra habitación y no estuviera sentada ahí con él, desde hace más de tres horas, en ese sofá rosa claro de reposabrazos raídos.


¿Sí, Gianpietro? —responde entonces Tina.


Fffff… feliz Navvvvvv… vidad.


Feliz Navidad a ti también, Gianpietro.

«… no es hija tuya, ¿verdad?»

«… te lo juro, Cate, te lo juro por Lars
:

no, no y no, Maria ni siquiera me gustaba

físicamente: seguro que ha sido Ferri, todo

el mundo sabe que su novia no puede

pasar por las puertas de los cuernos que

tiene…»

BOOK: La luz en casa de los demás
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