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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (4 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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En efecto, reflexionaba ella, hay personas a las que les va bien su nombre, y otras a las que no les pega en absoluto.

A ella Celeste no le pegaba en absoluto. Y mucho menos le pegaba la mañana de principios del verano en la que había nacido, una mañana en que el cielo, según le había contado su padre, estaba tan azul y tan brillante que parecía pintado.

Gianpietro se lo había preguntado una vez
:


¿Titititi… Tina es el di… di… dimi… diminutivo de qué n-nombre?

Y ella le había contestado: olvídalo.

Y entonces él había empezado a tomarle el pelo
:


¿Ssss… sssse avvvvv… avvvverggggg… avergggggüenza? ¡A sabbbber qué nnnnnombre l… le habbrán pppppuesto! ¿Assss… ssssun… titititi… na? ¿Agggg… ggggos… titititi… na? ¿To… to… to… ma… tititi… na?

Y entonces los dos se habían echado a reír como locos. No podían parar de reír. Tomatina: ¿pero cómo se le ocurrían esas cosas a Gianpietro Costanza?, pensaba de vez en cuando Tina, sacudiendo la cabeza de lado a lado y sonriendo, agradecida. Por Gianpietro, por ser como era, y por el hecho de que todos los jueves a las seis de la tarde, sin falta, fuera a visitarla para tomar el té, caliente o frío, según la estación del año, y para charlar un poco con ella.

Había sido alumno suyo, hacía unos veinte años. Desde el primer día de clase, los demás niños lo habían elegido como objeto de sus burlas porque tenía una pierna más corta que la otra y por su manera de expresarse, tan similar a su manera de caminar, como si siempre fuera víctima de un continuo y violento hipo que le hiciera tropezar tanto en los andares como en las palabras.


¿Cuál es el nombre más largo de la clase? ¡El que quiera decir Gianpietro!


Gianpietro, ¿echamos una carrera? ¿Vemos cuántas vueltas consigo dar a todo el colegio mientras tú sólo das una?


¡Gianpietro, cojitranco!


¡Cojo, más que cojo!


¡Patapalo!

Hasta que un buen día, Tina dijo
:


Ya basta. —Y los asustó a todos, no tanto por el tono, firme pero tranquilo al fin y al cabo, sino porque por lo general ella nunca levantaba la voz.


Ya basta —repitió—. Vale, sí, a Gianpietro le falta un trocito de pierna.

Una risita, en los últimos bancos, alguno no había logrado contenerse: pero eso le dio aún más determinación a Tina para continuar.


Pero ¿creéis que Dios se queda con los trozos que les faltan a las personas?

A esa pregunta sólo contestó un silencio general: Tina, por primera vez en su vida, experimentaba la ebriedad de hablar y ser escuchada. Se sentía hasta un poco mareada por la emoción. Ánimo, que tú puedes, tuvo que decirse para animarse a proseguir.


Porque si Dios hiciera eso, significaría que Dios es malo, ¿verdad?

El silencio se iba haciendo más pesado, pues se le añadía cierta turbación.


¿Y alguien se atreve a decir que Dios es malo? Que levante la mano el que se atreva a decirlo.

Nadie se atrevió.


Ya me extrañaba a mí —dijo Tina sonriendo: y sus alumnos podían jurar que no era la sonrisa de siempre esa que brillaba ahora en los pálidos labios de la maestra—. De modo que si Dios no es malo, quiere decir que no le quita de verdad trozos a la gente. Si acaso, se los esconde en el cuerpo: en el corazón, en el cerebro, en los músculos de los brazos, en los lugares más estratégicos, vamos. Y ¿queréis saber una cosa? Lo hace sólo con quien considera verdaderamente especial, con quien considera que es amigo suyo, porque quiere que los demás tontos, al ver que le falta un trozo, piensen, pobres ilusos, que son superiores y bajen la guardia: mientras que, en realidad, los que son inferiores, y de qué manera, son ellos, puesto que no esconden ninguna arma secreta. Ignoran, los pobres tontos, que cuando Gianpietro decida enseñarles dónde tiene escondido el trozo que le falta, será demasiado tarde para pedirle perdón por no haber sido amables con él: y se vengará con la fuerza de quien tiene un corazón, un cerebro o unos músculos más poderosos que los demás seres humanos normales y corrientes. No podéis siquiera imaginar lo poderosa que es esa fuerza. No podéis siquiera imaginar de lo que son capaces los amigos de Dios.

Una niña se echó a llorar.

Instintivamente, Tina se le acercó para ayudarla a sonarse la nariz, pero siguió hablando
:


Y en lo que respecta a que Gianpietro tartamudee, pues… —Los niños la miraban ahora con los ojos abiertos de par en par, a la espera de otra revelación—. Pues… ¿no entendéis que se toma su tiempo para hablar con vosotros porque, mientras tanto, a la vez tiene que hablar con los ángeles? Vosotros no podéis verlos, pero él sí.


Le dirán algo de parte de Dios —le murmuró a su compañero un niño sentado en la primera fila, y éste a su vez se volvió para contárselo a los de la segunda fila, y poco después todas las miradas de la clase estaban fijas sobre Gianpietro Costanza, con una mezcla de terror y de respeto, una oración implícita y colectiva: ten piedad de nosotros.

Al día siguiente, para hacerse perdonar, Tina prolongó una hora el recreo, pero, desde ese momento, todo cambió para Gianpietro. Hubo incluso quien empezó a imitar su manera de andar para que pareciera que era amigo de Dios.

El mérito era todo de la maestra Polidoro: y esto Gianpietro Costanza no lo olvidaría nunca.

Todos los años de escuela secundaria, y también después, cuando empezó a trabajar —primero como reponedor y luego como dependiente— en Pizza Pane e Fichi, el mejor supermercado del barrio, cada 24 de diciembre le llevaba de regalo unos dulces de Navidad, huevos de Pascua en Semana Santa y, todos los jueves, galletas de trigo sarraceno (las preferidas de la maestra Polidoro) para mojar en el té mientras charlaban.

Con la maestra Polidoro se podía hablar de todo. O mejor aún: se podía tartamudear de todo. De las cosas que le pasaban en la tienda, de política o de por qué el frutero había subido los precios de aquella manera tan increíble: Gianpietro le contaba todo lo que le apetecía, y la maestra Polidoro lo escuchaba, con su mirada atenta detrás de los gruesos cristales de sus gafas, sin meterle nunca prisa, al contrario. Mientras él se esforzaba por pronunciar juntas y seguidas las palabras, ella lo dejaba hacer, y parecía concentrarse exclusivamente en las que había dicho hasta ese momento.

Porque para Tina era un verdadero placer escuchar a Gianpietro, y no un placer cualquiera. El único, aparte de la misa y de algunas reuniones de junta de propietarios.

Naturalmente, entre dichas reuniones no estaba ni estaría nunca esa última.

La señora Barilla, mientras tanto, se había recuperado. Pero Lidia, no. Cada vez que se sorbía la nariz, parecía pautar el tiempo de la angustia que, después de la lectura de esa carta, había embargado a todos. A Lorenzo, a Michelangelo, a Paolo, a Samuele Grò, a su mujer Caterina, a los Barilla: a todos. Y a Tina, naturalmente, que dijo, suspirando
:


Bueno, quizá podamos aplazar la reunión a mañana.

Y, en un instante, se quedó sola en el antiguo lavadero del sexto piso.

¿Y luego?
En el segundo piso

¿Cuándo se sienten satisfechos los hombres? Cuando aciertan la quiniela, cuando obtienen un ascenso, cuando llegan entre los mil primeros en el Maratón de Nueva York, cuando dicen algo gracioso y todo el mundo se ríe, cuando consiguen regatear a la baja el precio de una casa o de un par de zapatos, cuando entran en el bar y les basta con decir «lo de siempre», cuando se encuentran por casualidad con una ex que les dice: «Nadie me ha vuelto a follar como me follabas tú», y entonces al menos una vez tienen que hacerlo de nuevo, aunque sólo sea por educación, porque tampoco es que les apetezca mucho, pues esa culona con traje sastre de lana no tiene nada que ver con la morenita de ojos chispeantes de hace años, con sus vaqueros ceñidos y sus grandes tetas, pero no hay más remedio: y, milagrosamente, acude en su auxilio una erección.

El único día en el que Samuele Grò se había sentido verdaderamente satisfecho había sido el del nacimiento de su hijo Lars.

Por eso, cuando Caterina y él volvieron por fin a casa después de esa interminable reunión de junta de propietarios, y Caterina le dijo: «Sea lo que sea lo que tengas que confesarme, por favor hazlo mañana. Ahora mismo no podría escucharte. Necesito dormir por lo menos seis horas. De modo que ¿cuidas tú de Lars mientras tanto?», él no opuso la más mínima objeción. Le dio las gracias a Giulia Barilla, del quinto piso, por haberles hecho de canguro, comprobó con disgusto que Caterina había decidido echarse a dormir en el sofá y no en su cama, en su dormitorio, pero decidió que, después de un día como ése, se merecía dedicarse a su ocupación preferida y dejar todo aquello que no funcionaba bien fuera de la habitación de Lars y olvidarse.

Miradlo, pensaba, cuando sólo él lo estaba mirando. Mirad cómo se chupa el piececito, mirad con qué elegancia lo hace, con qué insolencia, como si, mientras duerme, supiera que el resto del mundo no pegaría ojo si pudiera tener el privilegio de contemplarlo.

En ese momento, deslizándose por la casa como un ladrón, Samuele cogió su videocámara digital y se puso a filmarlo.

Lo hacía todas las tardes.

Tenía en mente algo grande. Algo con lo que les habría demostrado a todos quién era Samuele Grò, y sobre todo se lo habría demostrado a Lorenzo Ferri (no importaba que, meses antes, Maria les hubiera hecho enfrentarse y hubiera resultado obvio que Ferri no le tenía la más mínima manía: no importaba porque Samuele tenía de sobra para los dos).

Porque en sólo siete meses (los mismos que tenía Lars), podía jactarse de haber acumulado cincuenta y tres horas de grabación en una decena de cintas archivadas con una etiqueta que ponía MHMD.

Mejor no escribir en ningún sitio el título que tengo en mente, mejor guardarlo en la cabeza y ya está, porque nunca se sabe, pensaba. Después de lo que me ha pasado, aunque sea bueno fiarse de la gente, no hacerlo resulta a la larga menos peligroso.

Para él, en efecto, hacía años que había empezado el fin de todo: hasta el nacimiento de Lars no había rescatado ese todo con nuevos e inesperados significados.

Así que ahora, fuera. Lo que no marchaba bien podía y debía quedarse fuera de la habitación de Lars.

Empezando por la carta de Maria.

Fuera.

En el quinto piso

A Giulia Barilla no se la engañaba fácilmente.

Sólo con subir tres plantas para volver de casa de los Grò a la de su familia ya se había dado cuenta de inmediato de que pasaba algo raro. La televisión de la señorita Polidoro, que, al vivir sola, había perdido la capacidad de percibir cuán intolerable era un volumen tan alto, ya no invadía el hueco de la escalera. Lidia y Lorenzo no discutían como cuando era obvio que faltaba poco para que las voces se hicieran más fuertes y se empezaran a oír portazos. Del piso de Michelangelo y Paolo no emanaba ninguno de los maravillosos aromas que cada noche llevaban a la finca entera a preguntarse extasiada qué habría preparado esta vez Paolo para cenar.

Está claro que estamos todos muy afectados por lo de Maria, pensó Giulia. «Pero me huele que hay algo más.»

Fue a la cocina, donde su madre estaba atareada preparándose una manzanilla, y la miró fijamente a los ojos.


Cariño, vete a dormir, por favor te lo pido, no empieces tú también.


¿Cómo que yo también?

No, decidió Carmela Barilla. Lo que me faltaba: esto ya es demasiado. Anteayer murió Maria, una de las personas a las que más quería en el mundo, ayer intenté defender el derecho que tenía la pobre de ser enterrada como Dios manda, esta mañana me veo en ese circo que se supone que era un funeral; luego volvemos a casa, y tengo la ingenuidad de pensar que la pesadilla por fin ha terminado. Pero no, qué va: entonces aparece una maldita carta que habla de una maldita tarde de marzo, en el antiguo lavadero del sexto piso. Donde, con Maria, pudo haber estado cualquiera.

Pudo haber estado mi marido.

Y mi hija ahora pretende que me ponga a hablar con ella. Que le cuente lo que está pasando. Que le explique. Pero ¿qué le tengo que explicar? Pero si no lo entiendo ni yo. No quiero entender nada. Porque si era mi marido —¿qué era lo que escribió Maria? «Quizá por aburrimiento, quizá por curiosidad»—, si era mi marido el que, por aburrimiento o por curiosidad, esa tarde de marzo, en el antiguo lavadero, etcétera, etcétera: si era mi marido, vamos, si era tu padre, Giulia, ya no es sólo padre tuyo y de Matteo. Mientras que yo sigo siendo vuestra madre y punto.

Y tú misma percibes que algo no va bien. Tú misma percibes que no es fácil de explicar. Entiendes que no hay mucho que entender. Así que deja de mirarme así, al menos. Dame las gracias por lo que no te diré. Dame las gracias por lo que estoy a punto de decirte.


Ve a tu cuarto y acuéstate. Hoy ya habéis perdido un día de colegio.


Pues tampoco tengo ganas de ir mañana.


Pues vas a ir.


No.


Sí.


No.


Vete a tu cuarto.

Giulia susurró entre dientes «cabrona»: pero al final se fue a su cuarto.

Sólo entonces salió del baño el ingeniero Barilla y se reunió con su mujer en la cocina. Se conocían desde hacía diecinueve años, llevaban quince casados: ya no necesitaban buscar las palabras adecuadas que decirse el uno al otro.

Esa noche, sin embargo, sí las buscaron. Pero no las encontraron.

Mientras tanto, en la cama, en su habitación, Matteo pensaba en la chica que se había puesto a ulular en el funeral: era verdad que tenía unas tetas enormes.

«Odio la vida —estaba escribiendo Giulia en su diario—. Ojalá me hubiera muerto yo en lugar de Maria.»

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