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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (2 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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Lorenzo estaba gritando algo desde la cocina. Es que ni tomarse la molestia de cruzar el pasillo, oye, pensó Lidia.


¿Qué pasa? —le repitió, gritando ella también desde una habitación a otra, para molestarlo.


Deja ya de hablar mal de mí y cuelga.


¿Qué pasa, es que ya no puedo ni desahogarme con mi doctora?


Cuelga.


No.

Lorenzo, con sólo la parte de arriba del pijama de Lidia puesta, sin calzoncillos, con los ojos pegados de sueño, una taza de café en la mano y un cigarro en la otra, se asomó por la puerta.


Ha llamado Grò al telefonillo. Dice que Tina Polidoro lleva una hora intentando llamarnos pero que no para de comunicar.


¿Y qué quiere?

Después

Maria murió como se muere a mediados de diciembre, como se muere un martes, como se muere siempre si no te lo esperas en absoluto y, un momento antes de salir despedido de la moto y caer al suelo, rebotando sobre un coche aparcado en doble fila, estabas pensando: mañana, a las seis menos cuarto, dentista.

Tenía el pelo por debajo de la cintura, una falda de un color vivo, treinta años más o menos, una hija de seis, un trabajo fijo en una gestoría de administración de fincas y bastantes personas que la querían de verdad, observa el chico de la funeraria, lo bastante experimentado ya para no preguntarse más por qué ocurren ciertas cosas, pero no lo suficiente como para dejar de observar de vez en cuando a quiénes les ocurren.

Y es que funerales como ése no se veían todos los días.


Perdónenme un momento, pero ¿qué tiene de malo el rito católico, vamos a ver? —había preguntado la señorita Polidoro, la noche anterior, cuando por fin todos se reunieron en el sexto piso, en el antiguo lavadero, y todos en el fondo esperaban que de pronto apareciera Maria, tarde como siempre y, riendo como sólo ella sabía hacerlo, dijera era una broma, no me digáis que os lo habíais creído, ¿qué pensabais, que me iba a marchar así, sin tan siquiera despedirme?


Pues tiene de malo que Maria no era católica —sentenció Lidia Frezzani, la del cuarto.


Perdóname, Lidia —intervino entonces la abogada Caterina Grò, del segundo—, pero ayer sostenías que Maria había declarado expresamente no querer un funeral católico, no quisiera que, y perdóname otra vez, fueras tú quien se creyera con derecho a atribuirle voluntades que no eran…


Abogada Grò —terció entonces el ingeniero Barilla, el del quinto, que hablaba como si sentara cátedra incluso cuando no tenía intención de hacerlo—, por supuesto que ayer la
dottoressa
Frezzani mintió. Resulta a todas luces evidente: según usted, ¿por qué una muchacha de treinta y tres años debería haber sentido la necesidad de expresar voluntad alguna con respecto a su funeral?


Alguien como Maria, además —corroboró su mujer.


No creo que tenga sentido hablar de esto —suspiró Lorenzo Ferri—. La vida es una ilusión, y lo es tanto a los treinta como a los noventa años. Lo es para desechos humanos como yo, pero también para personas luminosas como Maria…


¿Es que hasta en un día como éste tienes que hablar de ti? —estalló Lidia.


Oye, no es por nada pero te estaba defendiendo, ¿eh? —le hizo observar él.


No me hace falta, gracias. —Y, respirando bien hondo, se tragó las lágrimas. Aún más delgada y nerviosa que de costumbre, con sus ojos como de cómic manga enrojecidos y la nariz inflamada y colorada, parecía la más incapaz de soportar lo que había ocurrido. No es que tuviera con Maria una relación distinta de aquella, privilegiada, que todos y cada uno de los vecinos de esa finca mantenían con ella, no. La cosa era que, desde pequeña, Lidia vivía como a la espera de que ocurriera una tragedia. Hurgando en un cajón abierto en lugar de cerrarlo, estudiando la mirada de la gente, sin ahorrarse el hedor de los secretos que nos conciernen, el veneno de las mentiras, la ambigüedad de las intenciones.

Cuanto más sepa, menos podrá sorprenderme eso tan feo y tan malo que inevitablemente ocurrirá. Lidia estaba convencida de eso. Enamorarse de alguien como Lorenzo y tener que enfrentarse a su imprecisión ya le había asestado un duro golpe a su urgente necesidad de mantener bajo control todo el mal del mundo. Pero la muerte de Maria, ahora, la había golpeado con una violencia desconocida y la había invadido por todas partes, como una fiebre.


Lidia, querida, no es que dudemos de ti, pero entiende que aunque Maria no fuera católica, la bendición de un sacerdote es necesaria —volvió a intervenir la señora Barilla, con esa dulzura empalagosa que se suele reservar a quienes no son del todo capaces de lidiar con la realidad.


¿Y tú? ¿Qué opinas tú? —Lidia se volvió de pronto a Michelangelo, el del tercero—. ¿Por qué no dices nada? Eres el que mejor conocía a Maria, ¿no?

Todas las miradas se concentraron en Michelangelo. Tenía treinta y un años y un aire de perpetuo aburrimiento, de aristócrata incapaz de asombrarse por nada; pero su aspecto de príncipe cansado no le había bastado para conseguir un contrato indefinido en la empresa de software en la que trabajaba. Un día, sin embargo, conoció a Paolo: y, apenas un mes después de su primer beso, una mañana, el propio Michelangelo presentó su dimisión en la empresa. Dado su carácter, la certidumbre del desempleo era más soportable que la incertidumbre de un trabajo precario, y, para contribuir a los gastos de su vida en común (aunque sólo fuera simbólicamente, le repetía una y otra vez a Paolo: para mí se trata de una cuestión de principios), iba tirando con trabajillos de poca monta que casi siempre tenían como fin o como medio la defensa de los derechos de los homosexuales. Porque Michelangelo era, ¿cómo decirlo?, ininterrumpidamente gay. En el sentido de que si algo no tenía que ver con su inclinación sexual, entonces no le interesaba lo más mínimo.


Bueno, ¿qué? —insistió Lidia, sin temor a parecer grosera, confiando en la libertad que el dolor otorga.

Michelangelo se miraba fijamente la punta de las zapatillas de deporte. Acudió en su auxilio Paolo: todo en él, desde la perilla, que parecía esculpida, hasta las corbatas, que estallaban en fogonazos fosforescentes sobre sobrios trajes de raya diplomática, pasando por la decoración, elegante y nunca previsible, del escaparate de la joyería familiar que regentaba desde que era un muchacho, traducía la determinación de aunar originalidad y compostura.


Dejadlo en paz. ¿No veis que está muy afectado?


Estamos todos muy afectados —precisó Caterina Grò—, pero nos gustaría saber qué es lo más adecuado que hacer mañana, Paolo.


¿Y no podemos preguntárselo a su familia?


Si no sabes de la misa la media, Swarovski, ¿para qué coño hablas? —lo atacó Samuele Grò, que, acostumbrado a tener que tragarse la rabia, cuando tenía ocasión de expresarla no era capaz de calibrar con discernimiento ni el destinatario ni la intensidad de la misma.


Samuele, por favor —lo reprendió su mujer.


Perdona, Cate.


La verdad es que más bien te tendrías que disculpar conmigo —recalcó Paolo.

En ese momento, por fin, Michelangelo habló
:


Paolo, los padres de Maria murieron hace muchos años.


Maria no tenía hermanos —añadió Lidia.


Creo que un tío sí que tiene, pero vive en Goa, en una especie de comuna —añadió a su vez Michelangelo.


Su familia éramos nosotros —zanjó Caterina.

Pero la señora Barilla se sintió obligada a comentar
:


Si no ¿por qué Maria se habría empeñado siempre en transformar nuestras reuniones de junta de propietarios en una especie de terapia de grupo, como lo llamaba ella? ¿Os habéis parado a pensarlo alguna vez? A Maria le gustaba hacernos creer que todo ocurría por casualidad, que de los gastos de calefacción habíamos pasado, como si tal cosa, a hablar de nuestros problemas personales, pero no era así. La verdad es que era ella quien sentía la necesidad de entablar una relación más íntima con nosotros, pobrecita mía: su mayor problema era la sole…

Caterina, que no soportaba que la gente se pusiera a divagar en lugar de ir al grano, la interrumpió
:


No es casualidad que la policía haya llamado a la señorita Polidoro para reconocer el cadáver, y que sea también la señorita quien… quien se ha encargado… de la niña…

Pero no: ni siquiera ella era capaz de seguir hablando sin que su propia voz le devolviera un eco de ese sentimiento de absurdo al que solemos tratar de hacer oídos sordos. Se quedaron todos unos minutos flotando en el dolor imposible que sentían al pensar en el cuerpo de Maria ahora que ella ya no podía insuflarle vida.

Y luego estaba lo de la niña: Dios santo.

Si al menos encontraran la manera de poner fin a esa locura de conversación, pensaban todos: y el ingeniero Barilla se decidió a hacerlo. Soy el administrador delegado de la primera empresa constructora de la región, me cago en la mar, tuvo que recordarse a sí mismo para despertar de aquella especie de hipnosis general. Ayer por la tarde cerré un acuerdo con una empresa americana por valor de trescientos millones de euros, ¿cómo es posible que ahora no encuentre la manera de zanjar el problema de este dichoso funeral (del que quizá más valiera prescindir, ¡pero no, qué va! Como Maria no era una persona como las demás, no puede darse por descontada la necesidad de una bendición porque etc. etc. etc.)?

Por lo tanto, dijo
:


Votemos. Votemos para tomar una decisión —declaró. Y ahora ya nadie podía replicar nada de nada.

La señora Barilla volvió a apelar por última vez a sus conciencias, pero sin mucha convicción
:


Se sea o no creyente, la presencia de un sacerdote garantiza de todas formas, cómo decirlo, que el dolor se gestione de alguna manera, mientras que en un rito civil las emociones estallan descontroladamente y…


De eso se trata justamente. ¿O es que me vais a decir ahora que Maria estaba a favor del control de las emociones? —replicó Lidia.

A continuación procedieron a votar; y ahora, bajo la mirada atenta del chico de la funeraria, todos los vecinos de la finca sita en la calle Grotta Perfetta 315 rodeaban a Maria, en el templo egipcio del cementerio del Verano, mezclados con los amigos de Maria, los conocidos, sus compañeras de clase de yoga, sus colegas de trabajo y quién sabe, quizá los amantes ocasionales, los amores de Maria, mira cuánta gente quería a Maria, si es que era imposible no quererla.


Alguien tendrá que empezar —le susurró Carmela Barilla a su marido.

El ingeniero carraspeó
:


Buenos días —dijo—, estamos todos aquí reunidos para despedirnos de Maria.

Pero antes de que pudiera terminar la frase, un chico alto y delgado, que llevaba una chaqueta vaquera directamente sobre el pecho desnudo, se acercó a la tumba. Parecía masticar un palo de regaliz: pero no, si se lo observaba con atención, se veía que estaba diciendo que no. No, no, no.

El ingeniero Barilla, que pensó que lo apropiado era no hacerle ni caso, estaba a punto de continuar, pero su mujer le apretó el brazo
:


Espera, tendrá algo que decir.

Pero el vaquero no parecía tener intención de añadir nada a su no. No no no, repetía: mientras tanto había resbalado al suelo, silencioso como una flor que, de repente, obedeciendo a alguna misteriosa ley, se marchitara, y se había aferrado al borde del féretro.

Tras un gesto destinado a su mujer, el ingeniero volvió a empezar desde el principio
:


Estamos todos aquí…

Pero otro tipo, con una mirada como de enajenado que no parecía responder tan sólo al dolor de la pérdida sino a que, además, se había aplicado rimel, lo interrumpió
:


Me gustaría leer un poema. Es de Allen Ginsberg. Dice así: «El método debe ser purísima carne…»

Una chica con la cabeza rapada al cero, que quizá sólo quería llorar y ya está, se había puesto sin embargo a hacerlo con unos gemidos tan agudos y tan largos que parecía que estuviera ululando, y Matteo, el hijo pequeño de los Barilla, la imitó.

Junto a él, una mujer que parecía a la vez una niña y una vieja alzaba los brazos al cielo, como si quisiera aferrar algo.


Es una postura de yoga —le explicó Paolo a Michelangelo, señalándola.

Y como siempre es algo imponderable y misterioso aquello que nos toca el corazón y nos llega exactamente ahí donde, sin saberlo, necesitábamos, al oír la palabra «yoga», Michelangelo estalló
:


Ni siquiera le expliqué por qué, de repente… Ella me lo había preguntado tantas veces, el porqué, tantas veces…


No te sientas culpable, cariño —intentó tranquilizarlo enseguida Paolo—. Maria entendía las cosas sin que fuera necesario explicárs…


¡Pero si tú la odiabas! —Lidia se sintió libre, o quizá incluso con la obligación de intervenir.


«Nosotros comemos bocadillos de realidad.»


Estamos todos aquí reunidos para despedirnos de Maria.


No no no no.


¿No es maravilloso? ¿Todos estos sentimientos en estado puro, sin contención de ninguna clase? —La chica rapada al cero había dejado de ulular de pronto y se había dirigido a Tina Polidoro—. ¡Mire! ¡Hasta el chico de la funeraria está llorando!

¡Pero qué maravilloso ni qué ocho cuartos!, le habría gustado contestarle a Tina —la única, aparte de los señores Barilla, que había votado por el rito católico.

Más que un funeral esto parece un circo, pensaba. Y estaba impaciente por comentar ese escándalo con Gianpietro Costanza.

Cuando alguien, a su lado, le pellizcó una pierna para llamar su atención.

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