Y entonces Tina se imagina la boda. Ve a Rocco con el pelo engominado hacia atrás y un traje elegante como el del presidente de Estados Unidos, esperándola en el altar. Y ve a una novia, blanca y esbelta como un junco, que camina a su encuentro: la acompaña su padre, que, dondequiera que esté, se ha enterado del acontecimiento y por fin ha vuelto a casa, porque a la boda de su única hija no podía faltar por nada del mundo.
Esto es lo que se imagina mientras mira, sin conseguir escucharla, a la profesora de latín, que traduce a Lucrecio.
Hasta que suena el timbre, y ella querría salir corriendo pero como teme parecer una chica fácil va más despacio de lo normal, y se dirige al lugar de su cita.
Y allí encuentra a su compañera de banco y a otras dos amigas. Y ahora ¿qué hago?, piensa Tina. Pobrecitas, tampoco puedo decirles que se vayan.
—
¿Esperas a alguien, Tina? —le pregunta su compañera.
Y ella baja la mirada, se muerde el labio y responde que sí. Sonriendo. Es precisamente esa sonrisa lo que sus amigas deben de encontrar irresistiblemente divertido, puesto que las tres se echan a reír. Tanto que se tienen que sostener la tripa con las manos, tanto que no pueden parar.
Tina se sonroja: es cierto, ver a una persona enamorada debe de ser bastante cómico, hacen bien en reírse sus amigas, pero, a fin de cuentas, le gusta compartir ese secreto con ellas. A lo mejor quieren ser sus damas de honor, y durante el banquete de bodas recordarán entre ellas ese día, detrás del colegio, cuando estaba a punto de empezar la historia de amor más extraordinaria del mundo.
—
Tina… —dice una y otra vez su compañera, pero la risa le impide continuar.
—
Tina… —dicen ahora las demás, pero tampoco ellas consiguen terminar la frase. Se les saltan las lágrimas de tanto reír.
—
Chicas… —balbucea Tina, confusa y electrizada por la emoción—. Chicas, a vosotras también os pasará algún día…
—
¿El qué? —le contesta su compañera, que solloza de risa—. ¿Encontrar una notita de Rocco dentro del estuche?
Y quizá entonces Tina comprende, pero se resiste a hacerlo, no quiere comprender. Sus amigas ríen y ríen y ríen.
—
¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído! —repiten dos o tres veces a coro.
—
Eres la más guapaaaaaa —canturrea una de ellas.
—
¡Tina Polidoro, te amoooooo! —añade otra.
—
¡Míralo, ahí está tu novio! —le indica su compañera de banco, señalándole a Rocco, que está en el otro extremo del colegio.
Se aleja en su bicicleta. Lleva detrás a la bailarina. Tras ellos ondea, como una estela, la boa de plumas de avestruz. Hoy es de color negro.
• • •
Quienes no viven en ellos no tienen buena opinión de los barrios dormitorio, como si tuviera algo de malo que cada uno espere en su casa a que acabe el día y empiece uno nuevo, sin la necesidad de hacerlo todos juntos en una discoteca, un restaurante, un pub o un sitio por el estilo, donde total, a fuerza de engañarlo, el tiempo ya no nos la juega y se presenta tal cual es.
Será que conseguir dormirse fácilmente me parece un talento increíble, y hacerlo todo seguido sin despertarse hasta la mañana siguiente, un milagro. Yo, normalmente, sin venir a cuento, me despierto en mitad de la noche y abro los ojos —siempre, siempre, siempre— con un agujero enorme en el estómago. O bueno, yo creo que es en el estómago, pero lo curioso es que, si voy a la cocina y como algo, el agujero pese a todo no se llena.
Esta noche al menos ni siquiera contaba con conseguir conciliar el sueño.
Porque Pavarotti, como siempre, se cree que todo es muy fácil. Aprovecha esta noche para dormir, dice. Como si para las noches no fuera facilísimo ser ellas las que se aprovechan de ti: te atormentan con mil mosquitos en forma de ideas que ni siquiera sabías que fueras capaz de tener.
Insectos asquerosos. Estoy destinada a perder contra ellos.
Ésa es la razón por la cual nunca he entendido qué tiene de malo que un barrio, al anochecer, se transforme en una especie de alveolo de sueños, bonitos o feos, lícitos o ilícitos.
Sobre todo si durante el día tiene un aspecto tranquilo como Poggio Ameno.
En cuanto a sus edificios, en los anuncios de la agencia donde trabajaba mi madre se los definía como «señoriales»: lo que, creo, quiere decir que no se molestaban entre sí. Son todos más bien bajos, y quizá por eso entre ellos nunca ha habido rivalidad. Por supuesto, los hay muy estrechitos, como el nuestro, y otros más anchos; pero no se enfrentan entre sí, cada uno va a lo suyo, con su pedacito de césped alrededor a modo de patio.
Me ha contado Tina que hasta hace apenas cincuenta años, donde ahora se yerguen todos esos edificios, sólo había pastos y grutas donde dormían los pastores. Creo que la única vez que he visto a todos los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315 tomar una decisión en la que desde el principio estuvieran todos de acuerdo fue cuando se intentó evitar que construyeran un aparcamiento subterráneo en la placita donde están el bar, la farmacia, el estanco y la ferretería. Mis familias se opusieron por razones más que nada sentimentales, pero de todas maneras no se pudo seguir adelante con las obras porque se descubrió que el subsuelo estaba todo lleno de grutas.
Así que al final nada de aparcamiento.
No es que en la placita hubiera nada especialmente bonito que preservar, qué va. Pero la placita es el ombligo de Poggio Ameno, decía el ingeniero Barilla: construir allí un aparcamiento subterráneo habría sido como ponerle un piercing (él les tenía una manía tremenda a los piercings porque su hija Giulia se acababa de hacer uno en la nariz. No podía imaginar que, con los años, a ése le habrían seguido otro en la ceja derecha y otro más, ironía del destino, precisamente en el ombligo). Así que, desde que ya no está
Mundoperro
, es un gusto para todos ir a tomar un café y sentarse en las mesitas del bar bajo los soportales, corroboraba la señora Barilla.
Mundoperro
: sí. También fue Tina quien me habló de él por primera vez.
—Dame la mano, pequeñita —me decía cuando cruzábamos la calle, un jardín o cuando simplemente íbamos andando por la acera.
Yo no entendía qué peligro podía correr por no agarrarme a ella: pero, por lo general, me parecía maravilloso tener que obedecer una orden.
En el desastre incomprensible en el que se había convertido el mundo desde que mi madre se había ido, sólo buscaba indicaciones sobre qué hacer: de haber sido por mí, de hecho, no habría hecho nada de nada en todo el día.
Pero no me lo podía permitir, al fin y al cabo no era una cortina de Tina, qué mala suerte la mía.
Así que si Tina me decía: «Dame la mano», pues yo se la daba y estaba encantada de tener algo que hacer, aunque no entendiera el porqué de ese gesto.
Hasta que, muy pronto, todo me quedó claro.
Íbamos camino de la farmacia para recoger unas medicinas de Tina para la tensión. En el preciso instante en que le cogí la mano, evidentemente se sintió obligada a explicarme de una vez por todas qué era lo que motivaba su continua preocupación por mí. Fingió sin el más mínimo apuro que era una cosa sin importancia, pero yo no me dejé engañar:
—¿Sabes, pequeñita? —empezó diciendo—, hace muchos años Poggio Ameno no era un lugar tranquilo y distinguido como ahora. ¡Había drogadictos por todas partes! Tantos que había que quedarse en casa y cerrar la puerta con llave. El jefe de estos drogadictos era el más drogadicto de todos, un señor muy malo que se llamaba
Mundoperro
. Con decirte que, una tarde, acababa de hacer la compra en Pizza Pane e Fichi y me volvía ya a casa, cuando de repente se me acercó este tipo con el pelo largo como una chica, que olía fatal, un olor insoportable como a queso y a basura mezclados. «¿Quiere que la ayude a llevar las bolsas?», me preguntó. Qué señor más amable, pensé yo, arrepintiéndome de haberlo juzgado mal por su aspecto. Total, que el tipo este me cogió las dos bolsas, y ¿sabes qué hizo, pequeñita?
—No, ¿qué hizo?
—¡Pues echó a correr con ellas! Se subió a la moto de un amigo que estaba ahí mirando, ¡y zas, se fue! ¿Y todo eso para qué? ¡Para llevarse diez latas de comida para gatos y cinco paquetes de tortellini! ¡Imagínate lo que habría estado dispuesto a hacer por, qué sé yo, un par de pendientes de oro! Seguro que me habría matado. Pero bueno, pequeñita, eran otros tiempos. Hace ya mucho que
Mundoperro
se fue y no volvió más.
Pero entonces ¿qué necesidad hay de que le dé la mano?, pensé yo. Si
Mundoperro
ha desaparecido de verdad, ¿por qué está Tina siempre tan preocupada por mí? ¿Por qué cuando me acompaña al colegio siente la necesidad de escoltarme hasta la puerta del aula? Si ya no hubiera nada que temer de verdad, no haría nada de eso.
Pero lo hace, lo ha hecho siempre desde que vivo con ella: lo que significa que
Mundoperro
todavía anda por aquí.
Sigue espiando a los vecinos de Poggio Ameno. ¡Está claro! Los pobrecitos quieren convencer a los niños de que el peligro ha pasado, pero saben perfectamente que no es así: si no, ¿por qué todos juran que se ha ido pero ninguno sabe decir exactamente dónde?
En efecto, según la leyenda,
Mundoperro
había nacido en el barrio de Garbatella, el uno de enero del 68, y había empezado a dejarse ver por Poggio Ameno cuando aún era un niño y ya se metía de todo: hierba, hachís, LSD. Y luego después ya sólo heroína.
«Todos tenemos apodos que ni siquiera imaginamos», me dijo un día Lorenzo Ferri, el del cuarto, citando no recuerdo a qué escritor. Pero parece ser que
Mundoperro
se presentaba a sí mismo así: encantado, soy
Mundoperro
. Y lo mismo sus mejores amigos,
Piolín
y
Bandana.
Dormían los tres en un taxi inglés al que le faltaba una rueda, aparcado justo en la placita.
Piolín
bebía siempre leche con sabor a menta y tenía unos bigotes larguísimos que se teñía de rubio: por eso la gente de la plaza le había puesto el nombre del canario enemigo del gato Silvestre, porque, según decían todos, los bigotes eran del mismo amarillo que el canario. Pero ese canario era muy nervioso, y el
Piolín
de Poggio Ameno, en cambio, no hacía más que dormir: hasta cuando andaba parecía dormir.
Bandana
, al contrario, al parecer no paraba quieto: tanto que después de una depresión nerviosa, cuando sólo tenía doce años, se le cayó todo el pelo del cuerpo, el vello incluido. Desde ese día se tapaba siempre la cabeza calva con una bandana negra.
Mundoperro
era su jefe. Si no empezaba cada frase con un taco o un insulto, no parecía convencido de que los otros dos pudieran entender lo que quería decir exactamente.
Además de tener el pelo largo como una chica y de apestar que daba asco, era tan flaco que se metía por las bocas de alcantarilla y en las cloacas para entrar en las casas y vaciarlas. Si los dueños lo sorprendían, él los dejaba fuera de combate a base de patadas en la tripa porque, aunque era flaco como un fideo, era fortísimo. Robaba los retrovisores de los coches, las bolsas de la compra y, a las señoras, les arrancaba los pendientes de las orejas. Así era
Mundoperro
: dispuesto a lo que fuera por una pizca de heroína.
Hasta que, de la noche a la mañana, y mira tú por dónde, poco antes de que yo naciera, se le perdió el rastro. Unos decían que se había muerto, otros, que se había vuelto bueno y estaba trabajando de voluntario de Cáritas en África, y otros también que estaba ingresado en un centro para toxicómanos en Umbria. Tina decía que ella no tenía una idea precisa de lo que le había ocurrido.
Eso, naturalmente, confirmaba mis sospechas.
Tanto que en mis oraciones nocturnas había una que no me saltaba nunca, nunca, nunca.
«Oh, taxi inglés», empezaba.
Oh, taxi inglés,
hagamos un intercambio:
tú duermes en mi lugar
en esta cama
demasiado grande
o demasiado pequeña
(según el caso)
pero que tiene sábanas perfumadas
(huelen a vainilla o a muguete),
y yo hago que en mi interior duerman
Mundoperro, Piolín
y
Bandana
,así los veo con los ojos cerrados
y se me pasa el miedo,
porque todos,
con los ojos cerrados
son capaces de amar
(menos cuando ya no los vuelven a abrir,
como mamá,
pero eso ya es otra cosa
muy distinta).
Rezaba más o menos así. Pero no servía de nada. Así como tampoco serviría de nada que cuando el mundo se volvió loco, un día de septiembre, a todos se les metió en la cabeza echarles la culpa a los terroristas islámicos. Pero yo sabía muy bien que la culpa en realidad era de
Mundoperro
: y, mientras yo veía en la tele, con Tina y Gianpietro Costanza, cómo esos altísimos edificios caían como si fueran de arena, golpeados por dos aviones, me preguntaba cuál de ellos pilotaba
Piolín
, y cuál
Bandana,
y de qué escondite de Poggio Ameno recibían las órdenes para destruirlo todo.
Me daba igual lo que me repetía Tina cada noche, antes de apagar la luz de su habitación, que ahora era la mía.
—Te juro por Jesús negro que
Mundoperro
ya no puede hacerte ningún daño —me prometía—. Aunque aún estuviese vivo, ya sería bastante mayor y, además, seguro que ya habrá sentado la cabeza.
Pero eso a mí no me bastaba. Si esa historia me la hubiera contado mi madre, se lo habría podido decir sin tanto rodeo: «Vamos, mamá, no me hagas reír.
Mundoperro
sigue por aquí robando bolsas de la compra y dándole patadas en la tripa a la gente. Así son las cosas, aunque vosotros los padres queráis hacernos creer que no a los hijos.»
Pero Tina no entraba en la categoría de «padres».
Su mentira era, pues, más difícil de desenmascarar con un sencillo razonamiento.
Aunque es verdad que, ahora que lo pienso esta noche, ella nunca habría jurado en falso por Jesús negro. Era el crucifijo de la iglesia de los Santísimos Mártires de Uganda, donde ella oía misa todos los domingos, y a veces incluso entre semana.