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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (12 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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Y así pasaban los días en el primer piso, como una canción llena de estribillos. Una vez terminado el verano, regresamos a Roma, y todo volvió a empezar: el colegio, los deberes y los jueves con Gianpietro Costanza. También las noches secretas de Tina con sus amigos, naturalmente: hasta que llegó una distinta a todas las demás.

Esa noche Tina se lo estaba pasando pipa.

—¡Seguís igual, no habéis cambiado nada! —exclamaba sofocando una carcajada que parecía de verdad incontenible—. Desde pequeñitos ya apuntabais maneras: ¡erais dos demonios! Gemelos en todo, no sólo porque fuerais idénticos, ¡sino porque eran idénticos también los diablillos que teníais en el cuerpo!

¿Había oído bien? ¿Estaban los gemelos con Tina, en el salón? Entonces no era verdad que vivieran en la otra punta del mundo y que ni siquiera le mandaran una felicitación de Navidad. ¡Así que iban a visitarla en cuanto podían! Y qué feliz era Tina de estar con ellos. Yo ya no entendía nada. Vale, no se trataba de mi padre, pero con todo era una noticia sensacional. ¡Yo nunca había visto a dos gemelos en persona! Y qué risa si aparte de ser iguales entre ellos, además también se parecen un poco a su hermana mayor, me dije. ¿Te imaginas dos hombres que parecen uno solo y luego encima con la nariz estrecha y los ojos redondos de Tina? Tenía que ser un espectáculo, no me lo podía perder por nada del mundo, por nada del mundo, así que despacio, muy despacio, con la espalda pegada a la pared, me fui deslizando desde la cocina hasta la puerta del salón.

—¿Qué queréis que os diga? Esa pequeñita es un verdadero ángel.

De mí…

¡Tina les estaba hablando a sus hermanos de mí! El corazón me dio un vuelco dentro del pecho, mientras, con el oído pegado a la puerta del salón, contenía la respiración para que no pudieran descubrirme.

—Es ordenada, siempre tan formalita, y si supierais lo inteligente que es para su edad… Con Mandorla se puede hablar de cualquier cosa.

Vamos, que entre lo feliz que estaba por lo que Tina estaba diciendo y el deseo cada vez más incontenible de ver a los gemelos, ya no pude resistirme más y asomé la cabeza, siempre muy, muy despacito, al otro lado de la puerta del salón. Pero luego retrocedí. Rápidamente. Antes de correr el riesgo de que Tina, sentada de espaldas en el sofá, pudiera verme. Antes de que se diera la vuelta de pronto, y esos ojos redondos se cruzaran con los míos. Retrocedí a tiempo de que no se diera cuenta, ni esa noche ni nunca, de que la había descubierto.

Que lo había visto.

Lo sabía. Y como en todos estos años no se lo he contado a nadie, que me perdone Pavarotti si sigo callando el hecho de que Tina, de noche, se pone un vestido azul, con las mismas mangas abullonadas como aquellos que me compraba a mí, lleno de pequeñas margaritas blancas. Se suelta el pelo, que le cae sobre los hombros: parece arbustos quemados, pero lo tiene muy abundante, quién lo diría al vérselo siempre recogido en un moño durante el día. Luego se quita los zapatos, apoya los pies sobre el sofá rosa pálido de reposabrazos raídos y empieza a hablar. Con un tal Rocco, con los gemelos, con las cantantes más famosas del mundo, con su padre. Depende de a quien le apetezca ver esa noche, y perfectamente puede darle por decidirlo en el último momento: porque, total, en ese salón nunca hay nadie de verdad.

Abril de 1989


Encantada, soy Maria, la nueva administradora de fincas.


El gusto es mío, señora Maria. Yo soy Tina Polidoro, la vecina del primero.


Oh, no, por favor, tutéeme y no me llame señora. No estoy casada, sólo faltaría. Tengo veintidós años. No me diga que aparento más, por favor… A lo mejor es culpa de este horrible vestido gris con hombreras de gomaespuma… A mí tampoco me gusta: pero ya sabe cómo son las cosas, señora Polidoro, bastante afortunada me considero ya por haber conseguido este trabajo, no puedo hacer el tonto y presentarme en la primera reunión de junta de vecinos, qué sé yo, ¡con unos vaqueros con un siete en el trasero! ¿No le parece? Es que ¿sabe?, si pierdo esta oportunidad lo llevo claro. Figúrese usted que, de niña, cuando me preguntaban «¿qué quieres ser de mayor?», yo contestaba que pintora o poetisa. ¡Y ahora mi única preocupación es no perder mi puesto en una gestoría de administración de fincas! Tiene gracia, ¿no? Cómo nos cambia la vida mientras nosotros estamos tan concentrados en cambiarla, en cambiar la vida, me refiero. Es como una broma, en cierto sentido, pero yo lo encuentro más bien estimulante, o mejor… ¿qué es lo contrario de responsabilizar? Bueno, lo que sea, digamos que a mí esto me parece antirresponsabilizante, eso, vamos a decirlo así. No se me ha pasado nunca el vicio del «anti», como los niños, ¿sabe? Para los niños, el contrario de preferido es antipreferido, el contrario de bueno es antibueno, etc., ¿no? ¿Se ha fijado? ¿No? ¡Entonces a lo mejor es que no todos los niños hacen así! A lo mejor es que a mí me gustaba pensar que no era la única que lo hacía, ¡y todavía lo hago, cuando no me salen las palabras adecuadas! Si está pensando que todavía tengo cuentas pendientes con algunas cosas, lo reconozco, así es. Me habría gustado ir a la universidad, no puedo negarlo. En aquello de ser pintora no he vuelto a pensar, pero en lo de ser poetisa de vez en cuando sí. Aunque, si he de ser sincera del todo, si hoy por hoy me preguntaran: Maria, ¿qué te gustaría ser capaz de hacer? Diría: ser cirujana. Sí, sí. Admiro muchísimo a los que son capaces de operar a una persona a corazón abierto, sabiendo exactamente dónde poner las manos y qué hacer…


¿… Señorita Maria?


Maria a secas, por favor, señora Polidoro. Dígame.


Pues eso… Que tampoco usted me llame a mí señora.


Como prefiera. Pero usted tutéeme.


Sí, perdone… perdona. Y bueno, tampoco es que sea una cuestión de preferencia, sino, cómo decir, yo tampoco estoy casada, aunque no sea joven como usted… como tú… y bien podría ser madre, pero bueno, no soy en absoluto digna de ser considerada una señora.


No, no, señorita Polidoro, esto sí que no: usted debe considerar antidigno considerar digno ser una señora antes que no serlo, cuando no es razón para juzgar el valor de una persona. Es mejor pensarlo así, ¿no le parece?

Tina sonríe, como no le ocurre nunca a menos que Gianpietro salte con una de sus bromas. Éste podría ser el principio de una gran amistad, piensa.

• • •

Y llegó otra vez el verano y, con él, una noticia triste. Poco después estaba previsto que Gianpietro nos llevara a la pensión Belvedere de Santa Marinella.

Pero no ocurrió así.

Porque no había manera, parecía que las personas se empeñaran en morirse. Y esta vez le tocaba a la madre de Tina.

—Murió mientras dormía, como les ocurre a las personas bondadosas y como Dios manda —nos susurró la monja que se ocupaba de ella en la residencia en la que vivía.

No conseguía quitarme esa frase de la cabeza. Cuanto más intentaba librarme de ella, más se me pegaba por dentro, como un chicle; te crees muy listo pensando que lo vas a poder escupir al suelo por la calle, pero se te pega a la chaqueta, y cuando te das cuenta es demasiado tarde, resulta imposible despegarlo sin mancharte más todavía.

Y después, durante diez días, me fui a vivir al cuarto, con Lidia y Lorenzo, que eran los únicos que no se habían ido todavía de vacaciones.

—Teníamos pensado cruzar el África austral en un avión a baja altitud, pero al final no hemos ido —nos explicó Lidia cuando bajó a darle el pésame a Tina.

—Querida mía, por fin… No lo he dicho nunca por temor a que pensara que me meto donde no me llaman pero, a mi juicio, sus viajes siempre me han parecido una locura. Francamente, ¿cómo es posible?, me preguntaba. ¿Cómo es posible irse de vacaciones a un sitio donde se está mil veces peor que en tu propia casa? ¿Donde al final resulta que tienes que dormir en el suelo? ¿Donde la comida es venenosa y a lo mejor hasta hay guerra? Se lo digo siempre también a mis dos hermanos, que viven en Camboya, precisamente, o sea, vamos, allí, en África: tened cuidado, les digo. ¡Qué alivio saber que por fin al menos usted y el señor Lorenzo lo han entendido, qué alivio que por fin han decidido quedarse tranquilitos en su casa! —comentó Tina, que ni siquiera un día como ése pensaba que fuera plausible existir y ya está, sin tener que pagar el precio de preocuparse por los problemas de los demás.

—No, pero no se puede decir exactamente que lo de quedarnos en casa lo hayamos decidido nosotros —suspiró Lidia—. Lo que pasa es que, poco antes de marcharnos, nos hemos puesto a discutir, y ya sabe cómo son estas cosas, te provocan y reaccionas, y bueno, el caso es que le he roto el pasaporte a Lorenzo.

—Oh —dijo Tina. Pero me dio la impresión de que incluso ella, que de relaciones humanas entendía poco, por no decir nada, intuía que tampoco era como para preocuparse demasiado, que las discusiones entre Lidia y Lorenzo no eran tan graves aunque terminaran a veces con un pasaporte inutilizable.

—Pero bueno, no es grave: esta mañana Lorenzo ha ido a la comisaría, y dentro de diez días lo más seguro es que ya esté listo el pasaporte nuevo.

—Bien.

—Bien.

—Y África va a seguir estando donde está.

—Desde luego. Debe de ser un lugar muy interesante.

—Sí.

—Sí.

Pero mientras tanto, se ofreció Lidia, Lorenzo y ella estaban encantados de ocuparse de mí, durante un par de días, o lo que fuera necesario.

—Por otro lado, también es hija nuestra —añadió. Tina entonces se convenció, porque pensaba que el que cogiera algo más de confianza con los otros vecinos me habría venido bien a mí, pero también a ellos, y porque de todas maneras ella y yo habríamos tenido todavía más de un año sólo para nosotras.

En realidad, aunque no fuera capaz de reconocerlo, esta vez era sólo ella quien necesitaba ayuda.

Pobrecilla. Su existencia tranquila se había visto repentinamente arrasada por el ciclón de las cosas que hay que hacer en esas circunstancias, sobre todo si tus hermanos de Camboya te mandan un telegrama en el que dicen sentir mucho lo que ha pasado, pero no encuentran de verdad la manera de reunirse contigo: ¡como para venir a verte por las noches y tirarse hasta el amanecer riendo, recordando cómo erais cuando erais niños!

Mientras tanto, Lorenzo y Lidia se portaron bastante bien conmigo. Aunque si he de ser sincera, a Lorenzo no lo vi prácticamente nunca: una mañana ocurrió incluso que me levanté y, cuando iba a desayunar a la cocina, me lo crucé, cuando él se iba a dormir.

Con una tranquilidad pasmosa, nunca se levantaba antes de las dos de la tarde: pero a esa hora yo me echaba la siesta, como me había acostumbrado a hacer Tina, hasta las cuatro de la tarde.

Vamos, que teníamos horarios totalmente distintos, como en esa película que tanto le gustaba a mi madre en la que los dos protagonistas sólo pueden verse al amanecer y al anochecer, durante un segundo, porque por la noche él se transforma en lobo, y ella, en halcón.

Pero en esa película los dos protagonistas están enamorados: mientras que Lorenzo y yo no, por lo que podíamos vivir así perfectamente.

También porque, con Lidia en casa, nunca corría el riesgo de quedarme sola. Lidia hablaba todo el rato, ininterrumpidamente. Y me daba la sensación de que no lo hacía porque tuviera muchas cosas que decirme, sino más que nada porque tenía muchas que sacarse de dentro, no sé si me explico. Como si fuera a explotar si no lo hacía.

Menos mal que trabajaba en la radio y cada noche podía dar rienda suelta a toda su ansia de hablar con sus oyentes, que la llamaban para contarle sus problemas.

—Tú lo llamas «ansia de hablar», Mandorla: yo lo llamo «necesidad de amor» —me corrigió una mañana mientras desayunábamos—. Es absurdo, ya lo sé, que gente que no me ha visto en su vida y que se limita a escucharme una hora por la radio consiga colmar esta necesidad mía. Pero es así. Porque de eso se trata justamente, ¿entiendes? De escuchar. Y quizá eso sólo lo pueda hacer alguien que está a una distancia determinada. Si se acerca demasiado, ¡pum! Estalla algo que nos deja a todos sordos.

En efecto, cuando Lidia volvía de la radio, encontraba a Lorenzo encerrado en su despacho escribiendo, y si le decía: «¡No sabes lo que ha pasado en el programa de hoy!», él gruñía que no quería que lo molestaran. Pero ella no se desanimaba. Con tal de comentar el programa con alguien, lo hacía con
Efexor
. A él siempre le contaba sus grandes empresas. Porque Lidia de verdad parecía no tenerle miedo a nada. Se cruzaba Roma en bicicleta de un extremo a otro, haciendo
slalom
entre coches que, de lo rápido que iban, habrían podido atropellarla en un momento; estudiaba todos los dialectos del África austral; al menos una vez a la semana se despertaba e iba a tirarse en paracaídas: no sé si me explico. ¡Se tiraba desde una altura equivalente a cien edificios como el nuestro puestos unos encima de otros! Y luego a lo mejor cogía y se iba a la radio, como si nada.

—Hoy no soplaba ni una pizca de viento, el aire estaba genial —le confiaba a
Efexor
, una vez en casa. Como si necesitara al menos a un perro como testigo, para que lo que hacía tuviera sentido.

Aunque es verdad que hay que decir, en defensa de Lidia, que
Efexor
no era un animal cualquiera. Era un maravilloso chucho de pelo rojizo y calcetines blancos: cada vez que alguien volvía a casa, él saltaba, saltaba y saltaba, con las cuatro patas, como un muelle, que es algo que los perros por lo general no saben hacer. Luego se me tumbaba encima cuando estaba viendo los dibujos animados en la tele, ponía el hocico debajo de la mesa cuando estábamos comiendo, se colaba entre mis sábanas cuando dormía y se ponía a lamerme los pies.

Quería estar en todas las salsas: siempre. Recordarte que existía y que te quería: era la clase de amigo perfecto para mí.

Cuando era sólo un cachorrito, se había tirado atado a un poste en la plaza de Poggio Ameno durante cuarenta y ocho horas seguidas, hasta que la chica que trabajaba en el estanco se dio cuenta de que ese perrito no estaba esperando a nadie, sino que lo habían abandonado. Así es que cuando Lorenzo bajó ese día a la plaza a tomarse un café, volvió a casa acompañado (es increíble que Lorenzo sepa relacionarse tan bien con los animales mientras que con Lidia le cuesta tanto, me hacía observar Tina a menudo, y lo que más le costaba reconocer era que hasta el gato
Naranja
tenía debilidad por él).

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