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Por fin dejé atrás la escuela primaria y pasé a sexto.
Digo por fin porque en esos cinco años no conseguí hacerme ni un amigo, ni uno solo, con quien, qué sé yo, hacer los deberes, ver la tele, jugar a un dos tres el escondite inglés. Ni uno solo. No sé si es que estaba siempre tan ocupada en estar con adultos que se me olvidó que era pequeña, o al revés, si había perdido hasta tal punto la costumbre de ser pequeña, con todo lo que había pasado, por estar siempre entre adultos. Pero vamos, seguro que tenía que ver con alguna de estas dos cosas.
Y así, para facilitarme la vida, o para facilitársela ellos, los vecinos de la calle Grotta Perfetta 315 decidieron, después de una de sus infinitas reuniones que, no sé por qué, se empeñaban en llamar de junta de vecinos y no —qué sé yo— mandorlianas, que iría a la misma clase que Matteo Barilla.
—Así la pobre niña no se sentirá del todo desubicada —me contó Tina que elucubró la señora Barilla.
—Así, el que tenga que ir a llevar o a recoger a uno de los dos al colegio, se lleva o se trae también al otro, y con eso ganamos todos —me contó Samuel que subrayó Lorenzo.
Ahora, a la luz de todo aquello que ocurriría al cabo de los años (bueno, sobre todo lo que no ocurriría) entre Matteo y yo, me cuesta un poco pensar en todos esos días en que no era capaz de ver nada, pero nada de nada, especial en él, cuando para todos era tan evidente que era alguien fuera de lo común.
—El hijo menor de los Barilla es fantástico.
—Su hermana Giulia es muy colérica, pero él, él es un ángel.
—¡Siempre está de buen humor!
—¡Aunque claro, con unos padres como los suyos no podía ser de otra manera!
Entre todos los comentarios sobre Matteo Barilla que se propagaban por las escaleras y los rellanos de la calle Grotta Perfetta 315, este último tenía la capacidad de licuarse, de invadirme la cabeza y, una vez ahí plantado, volverse sólido y duro. Era de Tina, que a veces sentía incluso la necesidad de subrayar:
—El ingeniero es una persona tan como debe ser, y su mujer lo mismo: por eso es tan delicioso ese niño.
Pero entonces, ¿cómo va la cosa?, pensaba yo. ¿Hay que tener padres buenos para ser bueno uno también? Pero si ellos (nuestros padres, me refiero) son malos, ¿eso implica que nosotros somos malos también? ¡Entonces es muy fácil para los buenos, y demasiado injusto para los malos! Y, sobre todo: ¿qué pasa si uno tiene a su padre en una misión en la Luna y ya no tiene madre? ¿Qué es entonces, bueno o malo? ¿No es nada, como la nada que queda en la casilla que deberían ocupar sus padres?
—¿Qué tienen que ver el ingeniero y la señora Barilla con Matteo? —me limitaba por aquel entonces a preguntarle a Tina.
Ella no entendía que, en realidad, le suplicaba que me contestara: «Pero ¿qué has entendido tú, Mandorla? ¡Yo no quería decir en absoluto que, en la vida, sea esencial tener padres buenos! Qué va, al contrario. Quizá me haya expresado mal: ¡en lo que a los Barilla respecta, sólo quería que vieras que es una casualidad, una verdadera casualidad, que el ingeniero, la señora y Matteo sean los tres simpáticos! Tanto es así que Giulia, la hija mayor, está un poco loca: si no, habría sido muy raro. ¿Cuatro personas fantásticas de cuatro bajo el mismo techo? Absurdo, ¡teniendo en cuenta que las virtudes y los defectos se distribuyen entre los seres humanos de manera aleatoria!» Esto, más o menos, era lo que esperaba que Tina me contestara. Pero nada. Porque en ese momento ella se ponía a contarme la fantástica historia de la familia Barilla:
De un pueblecito de dos mil almas a la ciudad de Roma
, se titulaba. Tina la empezaba siempre así: «De un pueblecito de dos mil almas a la ciudad de Roma, ¿entiendes, pequeñita? Cuando tenía tu edad, el ingeniero era muy pobre, muy pobre, muy pobre. Pero a fuerza de estudiar y de esforzarse, se convirtió en un pez gordo: ¡uno que hasta sale en los periódicos de vez en cuando! ¿Y sabes lo bueno? ¡Que pese a todo no se le subió a la cabeza! Se casó con la señora Carmela, date cuenta: era una amiguita suya de infancia, con la que jugaba de niño, de su mismo pueblecito de dos mil almas, vaya. ¡Vamos, que no se casó con una joven modista, como suelen hacer los ricachones!» Con eso de «modista», hoy he entendido por fin que Tina quería decir modelo. Bueno, total: «Son de verdad personas extraordinarias —proseguía Tina—. No le restriegan a nadie su fortuna: ¡al contrario! Viven en una casa que sí, de acuerdo, es la más bonita de toda la finca porque tiene una terraza enorme, ¡pero tampoco es que se hayan comprado un castillo! Han seguido siendo personas sencillas, en lo más profundo de sí mismas, y nunca se olvidan de ayudar a quien lo necesita: piensa que cuando tu madre tenía problemas de dinero, ellos la ayudaban siempre, sin ponerla siquiera en el apuro de tener que pedirles ayuda ella directamente. Pero sobre todo… —y aquí llegaba la parte de la historia que Tina prefería—: sobre todo para los Barilla es muy importante que sus hijos conozcan la importancia de los valores fundamentales. ¡Me acuerdo del ingeniero cuando Giulia era pequeña! Todos los domingos la llevaba de paseo en bicicleta por el barrio: hay pocos padres en el mundo como él.» Aquí Tina solía interrumpirse para pensar en el suyo, en su padre, imagino: y habría apostado a que esa misma noche tendría ganas de charlar justo con él, en el salón, cuando todos los demás vecinos estuvieran durmiendo. Pero la historia de los Barilla no había terminado todavía: «Naturalmente, también con Matteo ha tenido siempre el ingeniero una relación preciosa.»
Y, llegados a este punto, llovían ejemplos. Matteo y su padre de pesca, Matteo y su padre haciendo juntos los deberes, Matteo, su padre y su madre en el cine viendo las películas de Walt Disney, los sábados por la tarde.
Pero claro, hoy soy consciente de que, para Tina, basta que algo no tenga que ver con ella para que esté cubierto como de un polvillo mágico que asegura su perfección.
Aunque la verdad es que en el caso de los Barilla tenía su parte de razón.
Parecía de verdad que entre Matteo, Giulia y sus padres hubiera un pacto invisible a los demás y que a lo mejor en realidad ni siquiera habían necesitado establecer oficialmente. La fuerza de ese pacto bastaba en sí misma, y punto. Surgía, espontánea, cada vez que la señora Barilla se preocupaba de meter la merienda en la cartera de su hijo o cuando el ingeniero veía el cuerpo de Giulia llenarse de piercings como un bosque de champiñones, y se limitaba a soltar un bufido: «Bah.»
No sería honrado por mi parte (y, en este caso, el abogado Pavarotti tendría razón en irritarse) si no añadiese aquí al elenco de los méritos de los Barilla el de haberse preocupado siempre de renovarme el abono de la piscina, de comprarme los libros de texto y de ingresar todos los meses dinero (no sé cuánto, lo juro) en una cuenta corriente de la que podré disponer cuando cumpla los dieciocho (lo que eso signifique en términos prácticos me lo preguntaré cuando llegue el momento: hoy por hoy ya tengo bastantes problemas que resolver. ¿Por qué llamas «problema» a la responsabilidad?, me preguntaría Pavarotti, el abogado. Llámala oportunidad, me diría).
El caso es que, de todas las «barilladas» más logradas, Matteo parecía ser el no va más. Bello y raro como un elfo, con sus rizos negros y sus grandes ojos verdes, siempre, siempre estaba sonriendo y dispuesto a transformar esa sonrisa en una carcajada sonora y contagiosa: no había quien se le resistiera.
Y sin embargo. Y sin embargo a mí Matteo no me gustaba nada: algo que a él le parecía imposible de entender. Se me pegaba como una lapa, desde el momento en que Samuele o la señora Barilla nos llevaban al colegio, y no había manera de apartarlo de mí hasta que volvíamos a casa, solos. Hoy cuando lo pienso me parece increíble. «No tengas miedo, yo estoy contigo», me decía, no sé si porque alguien le había recomendado que me lo dijera, o porque le salía a él natural. Pero (pensándolo hoy, me parece increíble) no entendía que ése era precisamente mi motivo de mayor preocupación: que estuviera conmigo.
Sobre todo porque siempre encontraba la manera de hacerme sentir que, de no ser por él, mi vida en clase habría sido un infierno: en efecto, tenía razón, pero ¿qué necesidad había de recordármelo? No digo que lo hiciera aposta, eso no. Creo que lo que quería era llamar la atención sobre lo bien que se le daba a él hacerse amigos: pero al final la llamaba sólo sobre el hecho de que yo, en cambio, era una negada para eso. Si instintivamente, desde el primer día de colegio, los niños de una clase deciden quién cuenta y quién no, Matteo, desde el primer instante, había contado, y yo, no hace falta decirlo, no. Además, yo llevaba las bailarinas a juego con el pantalón militar, y siempre vestía una chaqueta de paño azul que me había regalado Cate, con una escarapela rosa en un hombro. Ahora, pensándolo bien, no sé de quién era la culpa de que yo fuera por ahí así vestida. ¿De los adultos, quizá, que en lugar de ponerme lo que a ellos les gustaba tendrían que haber entendido que yo no era una muleta sino una niña de once años que sólo necesitaba que los Otros Niños de Su Edad la aceptaran?
¿O mía, que al fin y al cabo también habría podido echar un vistazo a cómo vestían los Otros Niños de Mi Edad para darme cuenta de que lo estaba haciendo todo mal?
Fuera de quien fuera la culpa, mis compañeros de clase (es decir, los ONME) no tenían desde luego el mérito de haberse roto mucho la cabeza para burlarse de mí: llamarme espantapájaros les debió de salir de lo más natural.
Pero dejaron de hacerlo, tan instintivamente como habían empezado. No necesitaron ni un mes. Bastó que les quedara claro que Matteo Barilla no sólo me consideraba una amiga, sino incluso una amiga especial, para que los ONME sumaran dos más dos y se esforzaran al menos en respetarme: en dejar de llamarme espantapájaros, para entendernos (aunque siempre haya sospechado que, a mis espaldas, siguieran haciéndolo: pero con todo consideraba un avance que ya no me lo dijeran a la cara).
De modo que claro que le estaba agradecida a Matteo. Pero lo odiaba, precisamente porque sabía que le debía un favor. Y porque pensaba que si, en los cuatrocientos metros que separaban nuestra casa del colegio, nos hubiéramos encontrado con
Mundoperro
, no habría habido esperanza: primero le habría molido a él a patadas en la tripa, y luego me habría arrancado los pendientes a mí (con motivo de mi undécimo cumpleaños, Samuele me había regalado el permiso de hacerme agujeros en las orejas, y Paolo y Michelangelo acto seguido me habían regalado dos enormes pendientes de oro y de coral).
Poco importaba que los rizos negros de Matteo, sus ojos verde prado y su aire travieso engañaran a nuestras compañeras de clase, dispuestas a turnarse para llevarle la mochila desde el patio del colegio hasta el aula de clase. Poco importaba que engañasen a nuestros compañeros, que lo habían elegido capitán del equipo de fútbol de la clase, por unanimidad, sin informarse siquiera de si sabía jugar o no.
Matteo Barilla lograba engañar a los ONME, sí: pero no habría engañado a
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. A alguien como él, pensaba yo, alguien que lo que hay que ver ya lo ha visto y lo que hay que hacer ya lo ha hecho, le bastará un segundo para ver bajo esa apariencia de hombrecito desenvuelto a un niño mimado: sí, le bastará un segundo. Le bastará un segundo para considerar ridículos los andares ágiles y seguros de Matteo, penosa su necesidad de soltar siempre una broma, y absurda su convicción de tener el mundo a sus pies.
Ya podían los ONME transformar a Matteo en un héroe y a mí, en su protegida,
Mundoperro
nos habría visto tal cual éramos: dos niños incapaces de defenderse, dos ceros a la izquierda.
Y cuando estalló el escándalo de los cromos, mis temores resultaron ser del todo fundados.
La noticia empezó a propagarse en una clase, a la hora del recreo llegó a otra, y luego a otra, a otra y a otra, y así llegó hasta los profesores y los padres. Al parecer, a la puerta del colegio se habían apostado dos tipos que vendían paquetes de cromos de superhéroes. Pero no eran cromos adhesivos: para pegarlos en el álbum había que chupar la parte de atrás del cromo. Que, se rumoreaba, estaba cubierta por una fina capa de una droga muy potente: aquel que la chupara inmediatamente habría querido más y más droga de aquélla, hasta convertirse en un adicto, sin darse cuenta siquiera de haber empezado a tomarla.
Para mí era obvio que detrás de una operación así sólo podía estar
Mundoperro
. Sólo él era capaz de inventarse algo tan perverso y genial, algo tan semejante al mal en su esencia, tal era su especialidad de pillarnos siempre desprevenidos.
Cate intentaba tranquilizarme: «Mandorla, cariño —me decía todas las noches, antes de que me durmiera, o que al menos lo intentara—, tienes que estar tranquila, ¿no ves que yo lo estoy? Si de verdad hubiera algo de lo que preocuparse, yo sería la primera en hacerlo, ¿no te parece? Hace siglos que ya nadie se ha topado con
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, y, tal y cómo estaba, puedes estar segura de que no habrá acabado bien ese chico, pobrecito. Y dime la verdad: ¿tú los has visto alguna vez a esos tipos que venden los cromos?»
No, no los había visto nunca. Pero era una argumentación demasiado débil comparada con la fuerza con la que la obsesión con
Mundoperro
plantaba sus raíces venenosas, día tras día, en mi cerebro.
Bastaba que se pusiera a llover: al primer relámpago, el corazón me empezaba a latir a mil por hora porque pensaba, ya está, es él, es
Mundoperro
, se acabó, está aquí.
Bastaba un anuncio en la tele: si por ejemplo salía el del detergente capaz de quitar las manchas de salsa de tomate de una camisa blanca, yo estaba convencida de que
Mundoperro
había metido droga en ese detergente, y que de inmediato la pobre ama de casa que hacía la colada se volvería adicta a su pesar.
Bastaba un ruido, uno cualquiera.
Como esa tarde de principios de noviembre en que Matteo y yo volvimos de la piscina, donde, naturalmente, la señora Barilla y Cate habían tenido la idea de apuntarnos a los dos en la misma clase de natación. Pragash, el filipino que trabajaba en casa de los Barilla, había ido a recogernos, y como Samuele tenía una reunión importante de trabajo, de la que, por superstición, no quería contarle nada a nadie, había dejado a Lars con su abuela y a mí me había pedido que lo esperara en casa de Matteo.