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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

La luz en casa de los demás (15 page)

BOOK: La luz en casa de los demás
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—Sami, tranquilo: ahora llegarán también los demás —intentaba tranquilizarlo Cate, embutida en un vestido azul clarito que hacía resaltar sus caderas demasiado gruesas, pero también sus ojos, clarísimos, que irradiaban confianza.

A mí en cambio Samuele me había regalado unos
leggings
rosa fosforito, una camiseta de los Cure y un par de botas de agua, y me había encargado la tarea de entregar a los presentes el kit necesario para asistir a la proyección: una bolsa que contenía un par de zapatillas de andar por casa desechables, dos botellas pequeñas de agua mineral, dos sándwiches, una manzana y una chocolatina. Samuele y yo habíamos preparado los sándwiches poniendo mucho cuidado en que todos fueran distintos entre sí aunque sólo fuera por un pequeño detalle, como podía ser un pepinillo o la marca de la mayonesa.

La primera en llegar fue Tina, que casi se emocionó al verme vestida así («como una niña mayor», dijo, aunque después me confesó que le parecía que iba disfrazada de payaso) y enseguida se preocupó de disculparse una y mil veces con Samuele:

—Señor Grò, lo siento infinitamente, de verdad… infinitamente: mi amigo Gianpietro Costanza no puede venir porque hoy es domingo y tiene que almorzar con su familia. Es una tradición.

Para Samuele, ahora, no creo que la ausencia de Gianpietro fuera una tragedia.

Pero sí lo era la de cierto crítico al que había mandado invitación. Y la de otro. Y otro más.

—Al menos ha venido Ferri —le susurró a Cate cuando llegaron Lidia y Lorenzo—. Si de verdad es tan intelectualmente honrado como dicen en los periódicos, ya hará algo por ayudarme… aunque sólo sea para demostrarme que puede hacerlo, ¿entiendes? Para subrayar su poder respecto a mí.

Lorenzo, mientras tanto, se sentó junto a Lidia, muy ocupado en quejarse: de la hora en que se había tenido que despertar, supongo. Las siete de la mañana era un concepto del todo inverosímil para él.

—Os he reunido muy temprano, lo sé. Pero hay un motivo.

Finalmente Samuele se dirigió a la platea, si se la puede definir así: nos habíamos pasado todo el día anterior alquilando cincuenta sillas en una tienda y haciendo trayectos de ida y vuelta de dicha tienda al antiguo lavadero. Una molestia que no parecía que fuéramos a amortizar ni a medias siquiera: después de Tina, Lorenzo y Lidia llegaron Michelangelo y Paolo, los Barilla al completo, con Matteo todavía en pijama, los padres de Samuele y los de Cate.

Las sillas ocupadas, con respecto a las vacías, dejaban las cosas bastante claras.

—Pero tenemos que tener en cuenta que la madre de Cate se ha roto el fémur —me dijo Samuele, señalándome a su suegra que, sentada en una silla de ruedas, no necesitaba naturalmente acomodarse en una de las sillas alquiladas.

Lars estaba allí, justo al lado de su abuela materna, sentado en el regazo de su abuela paterna, que para la ocasión lucía un broche de oro en forma de libélula y una increíble permanente que le daba a su cabeza el aspecto de un
panettone
de Navidad.

—Hay un motivo —proseguía Samuele, impertérrito— si este documental, aunque sólo sea por su duración, no se parece a nada que hayáis podido ver hasta ahora. Y es que además me ha costado casi cuatro años de vida. Y también se los ha costado a su protagonista: Lars Grò.

Como me habían pedido, en ese momento hice amago de aplaudir, y todos me siguieron.

—Lars, ven aquí. —Samuele lo invitó a recibir el honor que le correspondía. Lars, con un biberón en una mano y un conejo de goma en la otra, trotó hasta reunirse con su padre, frente a la platea. Su vestimenta había sido objeto de largas reflexiones, y al final se había impuesto la decisión de ataviarlo con un peto vaquero: un poco a lo Johnny Depp, había decretado Samuele.

—Con todos vosotros, Lars Grò.

Esta vez el aplauso lo inició la madre de Samuele.

—Es el protagonista de esta obra. Y no sólo eso: es él quien me la ha inspirado. Quiero darle las gracias, delante de todos vosotros. Así como quiero dar también las gracias a mi mujer Caterina, que ha estado a mi lado, con amor y paciencia, incluso en los momentos bajos, fisiológicamente hablando, en los que puede sumirte una profesión como la mía.

Pensándolo bien, aquí habría estado perfecto otro aplauso, pero nadie tomó la iniciativa de propiciarlo.

—También debo mucho a mi madre y a mi padre, que siempre han creído en mí, y muchísimo también a todos aquellos que me odian: gracias a ellos me he hecho más fuerte.

Como había decidido durante los ensayos del discurso, llegado a este punto Samuele se quedó callado unos instantes, para que todos (y en especial Lorenzo) pudieran comprender en profundidad las alusiones de su provocación. Después, con un suspiro —fruto este también de numerosos ensayos—, prosiguió:

—Por último, quiero expresar mi agradecimiento también a Mandorla… —Pero Tina se puso a aplaudir antes de que le diera tiempo a explicar por qué me daba las gracias.

Y entonces Samuele pasó directamente al momento más importante de su introducción. Lo había escrito y reescrito miles de veces:

—Y, ahora, basta; ha terminado el tiempo de las palabras. Que empiece el de las imágenes: hoy celebramos su dominio sobre todo lo demás.

A su señal, como estaba convenido, encendí el televisor que habíamos transportado cuatro pisos hasta el antiguo lavadero, y pulsé la tecla del vídeo.

En cuanto, en la pantalla, apareció la carita de Lars, con pocos días de vida, dormidito, ajeno al mundo y a sí mismo, Cate, sentada a mi lado, inmediatamente tuvo que secarse la comisura de los párpados con la manga de su precioso vestido. De reojo espié a Samuele, que la estaba mirando, feliz. Lo sabía, parecía pensar.

Pero después pasó un minuto. Y otro más. Y otro, y otro, y otro. En la pantalla, Lars podía aparecer con una ranita distinta o con un dedo diferente en la boca: pero, en realidad, no hacía más que dormir. Confiar en una sorpresa en la trama, de secuencia en secuencia, parecía cada vez menos plausible.

Los primeros en abandonar el antiguo lavadero fueron Michelangelo y Paolo, hacia las doce del mediodía: tenían un almuerzo benéfico por las víctimas de la homofobia en Oriente Medio, le explicaron a Samuele, no les quedaba más remedio que marcharse.

—Pero enhorabuena: de verdad interesante tu documental —comentó Paolo.

Luego fue el turno de Cesare Barilla y de Matteo:

—Perdona, Grò, pero hay partido, hoy la Roma tiene que jugar bien porque si no ya le puede decir adiós a la liga. Lo entiendes, ¿verdad?

Hasta que se le acercó Lidia: y Samuele le contestó con una sonrisa, como diciendo, vete tranquila, querida, no te preocupes. Pero después me susurró enseguida al oído: «Tienen que sacar al perro: qué chorrada. ¿Tú te lo crees, Mandorla? Yo no. O mejor dicho, ¿por qué tendrían que ir los dos? Está claro que a ese capullo de Ferri la envidia lo corroe. Y yo, pobre iluso, que todavía esperaba alguna solidaridad entre artistas.»

A las siete de la mañana siguiente, cuando empezaron a desfilar por la pantalla los genéricos, naturalmente sobre un primer plano de Lars durmiendo, quedábamos verdaderamente pocos. Incluso Tina, acostumbrada a soportar el cansancio mucho mejor que la responsabilidad de tener que disgustar a alguien, a las cinco cayó y se volvió a su casa: pero al día siguiente les envió a los Grò una planta con una notita para disculparse.

Por otro lado, hasta la propia madre de Samuele, ya desde medianoche, había empezado a roncar bajito, con la boca abierta y la cabeza en forma de
panettone
inclinada hacia atrás.

En su regazo reposaba el cabezón de Lars, que, para no hacerle sombra a su personaje en la pantalla, hacía horas que lo imitaba ya.

Así, cuando Samuele encendió la luz, yo cumplí con mi deber y me lancé a lo que en nuestros planes debía ser el último y el más fragoroso de los aplausos. Pero me siguió sólo una persona.

Que, curiosamente, no era Cate sino Giulia Barilla.

—Sensacional, increíble: una pura obra maestra —repetía una y otra vez, con las pupilas dilatadas por la emoción. Hasta se había puesto de pie, para demostrar su entusiasmo.

Samuele entonces nos contó: Lars, su madre, Giulia y yo. Con él, sumábamos un total de cinco. ¿Y Cate? ¿Dónde estaba Cate?

—¿Dónde está Cate? —me preguntó.

—Ha tenido que acompañar a sus padres a casa.

—¿Y después no podía volver aquí?

—A lo mejor estaba cansada —fingí especular yo, pero sabía perfectamente que, a las seis horas, antes incluso que los Barilla, Cate les había propuesto a sus padres marcharse, y, cuando éstos la habían invitado a no preocuparse por ellos y a disfrutar de la película, ella había protestado: a mi hijo durmiendo yo puedo contemplarlo siempre que me apetezca, venga, vámonos, os llevo a casa, que a estas horas no hay tráfico.

—¿Cansada? —Samuele no se lo podía creer. Pero antes de que la incredulidad pudiera ceder paso al disgusto, se le acercó Giulia Barilla.

—Resígnate, los grandes talentos siempre tienen que soportar la ignorancia de la gente.

Él probablemente habría querido replicar: aquí no se trata de la gente, se trata de Cate. Pero esa niña seguía mirándolo con unos ojos como platos de admiración. Tendrá unos dieciséis años más o menos, calculó Samuele.

—Tienes una valentía increíble —proseguía Giulia—. Increíble.

Quizá diecisiete, se corrigió Samuele: pero vamos, en lo que a sus gustos respecta, decididamente es más madura que la edad que en realidad tiene.

Y ella gesticulaba, agitando unos bracitos delgados llenos de pulseras de plata, con los dedos se torturaba el piercing de la naricita y seguía diciendo, una y otra vez: «Eres un grande», con esa boca carnosa y esos labios pintados de negro.

Hasta que se despertó la madre de Samuele.

—¿Y tu mujer dónde está? —le preguntó a su hijo.

Mayo de 2000

Lars duerme por fin, en su cuna.

Esta tarde han celebrado su primer cumpleaños. Samuele ha hecho pizza para la ocasión, preparando la masa con una receta especial que le ha enseñado Paolo, y Cate, según volvía del despacho, ha comprado una tarta de nata, el dulce preferido de Samuele.

Han descorchado una botella de Asti y, con los dedos, han llenado las minúsculas orejitas de Lars de vino espumoso.


Felicidades, osito.


Felicidades, tesoro.

Se han mirado, pensando los dos lo mismo. Parecía imposible, parecía que ya no pudiera ocurrir: y, sin embargo, ahí está. Y ya ha pasado un año.

En la cama, Cate se abraza a Samuele.

Qué tarde más tierna, piensa.

Y también: cuánto necesito, ahora mismo, aquí mismo, unos cuantos mimos.

Unos cuantos mimos, así sin más. Esa clase de cosas a las que renunciaron casi enseguida, después del viaje de novios, cuando ella se transformó en un óvulo, y los testículos de Samuele, en millones de espermatozoides entre los que había que saber distinguir a aquel al que habría que alentar en su tarea y venerar.

Tampoco es que quisiera sabe Dios qué. Cosas extrañas y acrobacias no sabría ni cómo afrontarlas, sobre todo después de un día de trabajo como ése: una clienta se le había presentado en el despacho con su marido, temprano por la mañana, para que pusieran a su nombre un apartamento recién comprado. Por la tarde había vuelto, ella sola. Para pedir el divorcio. No, no, por Dios, ningún imprevisto, nada que no esté en los planes, al menos en casa, en su dormitorio, suplica Cate. Bastante difícil ha sido ya liberarse de la pesadilla del misterio de Maria y de esa tarde de marzo: pero su marido le rogó que confiara en él, y parecía sincero cuando le dijo que había visto juntos varias veces a Maria y a Lorenzo Ferri, solos los dos, le dijo que siempre había estado seguro de que había algo entre ellos.

Bueno, sea como sea, de ahora en adelante ya estaba bien de bromas, había tenido su cupo.

Lo que ahora necesita es un poco de sexo conyugal, sexo soso, indolente y cómodo: el que todos desprecian, pero para el que Cate siente que tiene una especie de vocación.

Le pone a Samuele la mano entre las piernas.

Él se echa a reír
:


¡¿Me estás haciendo cosquillas?!

Pero ella insiste. Y se la coge.


¿Hacemos el amor? —le pregunta, con ese gusto por la claridad que la caracteriza.

Samuele entiende entonces que no es ninguna broma, adopta una expresión concentrada, que intenta que sea lo más intensa posible
:


Vale.

Se incorpora, apoyándose en los antebrazos, enciende la lámpara de la mesilla de noche con una mano y con la otra empieza a manosear las tetas grandes y pesadas de Cate: pero enseguida le da como cosa pensar que, hasta hace poco, a esas mismas tetas Lars llevara su boquita en forma de ventosa para almorzar, merendar y cenar. Y de repente siente un deseo fortísimo. Cate cierra los ojos, feliz. Le gusta que le besen las tetas. Le gusta mucho. Pero cuando le vuelve a poner la mano entre las piernas a su marido no encuentra ningún rastro de excitación. Y sin embargo parece que le quiera comer los pezones, visto el frenesí con que se los chupa.

Entonces, con dulzura, le toma el rostro con las manos y se lo aleja del pecho. Lo mira a los ojos y, gruesa, rubia, llena de deseo, se le sube encima, a horcajadas.


¿Hacemos el amor? —repite.


Vale —repite él también. Pero su colita no parece estar de acuerdo. Se queda ahí, entre las piernas, pequeña y fláccida, como una judía cocida.

Cate inclina la cabeza, con la misma dulzura, y se la introduce en la boca. Hasta la nata de la tarta de antes tenía más consistencia que esa cosita de nada.


¿Qué pasa? —le pregunta entonces a Samuele, abriendo como platos sus ojos claros, empujada por lo que a él enseguida se le antoja rabia.


Perdona, Cate —dice él—. Perdona, perdona, perdona —lloriquea.


¿Qué pasa?


No lo hago a propósito.

Ése es justamente el problema, querría decirle Cate. Pero se queda callada.


Abrázame, anda, no te cabrees —maúlla Samuele. Después apaga la lámpara, apoya la cabeza entre sus tetas, y vuelve a agarrar una. Se dormirá así, con una teta de Cate en una mano. Parece Lars con su conejo de goma, observa Cate, un segundo antes de quedarse dormida.

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