Peor aún: me daba miedo.
La culpa la tenía el adhesivo gigante en el escaparate del asador de pollos que había justo debajo de casa. De la casa de Tina, me refiero. De la casa de todos. De mi casa.
Porque cuando mi madre iba a recogerme al colegio iba siempre con prisa y me llevaba directamente a casa (a nuestra casa: la mía y la de mi madre, me refiero), donde, con la misma prisa, me preparaba algo de comer y luego se iba corriendo, no sin antes decirme que no hiciera travesuras, que ella volvería en cuanto anocheciera. Y, en efecto, nueve de cada diez veces, cumplía su palabra. Pero esa vez entre diez que volvía después de anochecido, podía estar segura de que cenaríamos bocaditos de patata y pizza.
Los compraba precisamente en el asador de pollos de la calle Grotta Perfetta. Yo también había estado allí una vez. Pero ya no había querido volver porque en el escaparate había una bruja. Una bruja con la cara fucsia, la nariz llena de verrugas, y el pelo sucio, que se cubría con una piel de león y llevaba en una mano una varita mágica torcida y en la otra un pollo asado.
Por si fuera poco, en un ojo le brillaba una estrellita que parecía decir: «No me importa ser una bruja, no es ningún problema para mí, al contrario, estoy muy orgullosa; si acaso el problema lo tenéis vosotros, que no sois asquerosos como yo, así que tened cuidado, podría haceros de todo y cuando menos os lo esperéis.»
Pues bien, a mí se me había metido en la cabeza que Tina era esa bruja. Además vivían muy cerca, era fácil confundirse. Por eso, cada vez que mi madre nombraba a la señorita Polidoro, yo pensaba que se refería a la bruja.
«La señorita Polidoro me ha dado chocolatinas para ti», me decía, y yo pensaba en la bruja.
«Perdona, mi vida, he terminado tarde y no me ha dado tiempo a hacer la compra, pero he pasado por la Bruja y he traído un poco de pizza y bocaditos de patata», y yo pensaba en la señorita Polidoro.
Una vez nos la encontramos incluso, a la señorita Polidoro —a la de verdad, claro—. Ocurrió un sábado por la mañana, en el mercado. Se nos acercó una señora que no era ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, con el pelo medio gris medio castaño recogido en un moño, vestida como nunca había visto yo vestirse a nadie, con una falda de lana marrón hasta los pies y una chaquetita roja con botones en forma de mariquitas.
—Mandorla, saluda a la señorita Polidoro —me dijo mamá.
—¡Huy, Mandorla! Yo te vi cuando acababas de nacer, ¿sabes? Cuánto has crecido… No me reconoces, ¿verdad? —dijo la bruja dirigiéndose a mí. Porque por las mañanas, cuando va al mercado, se disfraza así para pasar inadvertida, pensé, y yo sólo tenía ganas de salir corriendo, de defendernos del terrible peligro al que nos enfrentábamos: ¿y si terminábamos las dos en el horno, como el pollo? Mi madre, que no se daba cuenta de nada, mientras tanto se había puesto a charlar con ella como si no ocurriera nada. Se sintió incluso obligada a darle explicaciones:
—Perdónela, señorita Polidoro, pero Mandorla es una niña un poco rara, a veces ni siquiera yo entiendo las cosas que se le pasan por la cabeza.
—No, mujer —contestó la bruja—, quizá sea culpa mía: es que yo no me doy buena mano con los niños.
Y seguían venga a charlar, hasta que no pude más y me puse a gritar. Vámonos, vámonos, le decía a mamá.
—Basta, Mandorla, estás exagerando —me regañó ella (que no me regañaba nunca). Pero yo no podía parar de gritar. Tenía que ponernos a salvo. Vámonos, vámonos, vámonos, seguía gritando, tanto que todos los que pasaban por ahí se me quedaron mirando sin entender lo que estaba ocurriendo, no entendían que si se quedaban ahí parados pronto ellos también estarían en peligro.
—A lo mejor son las amígdalas —se aventuró a decir Tina—. La hija de los Barilla también gritaba así de lo que le dolían. Pero luego se las quitaron, y se le pasó.
Huelga decir que grité aún más fuerte: ¡la bruja era de verdad tan cruel como prometía la estrellita que tenía en el ojo!, pensé. No le basta con clavarme un palo en la tripa como al pollo asado, también quiere arrancarme las amígdalas, a lo mejor para usarlas como botones en lugar de las mariquitas.
No recuerdo cuándo comprendí que Tina y la bruja no eran la misma persona, y que sólo una de ellas era una persona, y la otra, un adhesivo.
Mi madre, mientras vivió, no logró hacerme cambiar de opinión. Después del numerito del mercado tuve que contarle mis sospechas, y entonces ella se echó a reír. Era una fiesta cuando eso ocurría. Me refiero a cuando mi madre reía. Por lo general era siempre ella la que hacía reír a los demás. De entre todos los recuerdos de nosotras dos que estoy segura de conservar pero que cuando los necesito y los voy a buscar ya no sé dónde los he puesto, éste al menos está siempre donde tiene que estar: mi madre que me deja casi siempre sola, pero que cuando está, se nota que está. Mi madre imitando a cualquiera, y es increíble: sabe imitar perfectamente las voces, le cambia hasta la cara, se convierte de verdad en otra persona. O mi madre contándome algo que le ha pasado, y yo soy todavía muy pequeña para entender exactamente lo que dice, pero como quien la escucha se queda embelesado mirándola y se divierte, comprendo que tiene un talento especial para hacer felices a los demás.
Por eso, cuando le conté que había descubierto la verdad sobre la señorita Polidoro, y ella se echó a reír, esperaba haber heredado ese talento.
Pero sólo fue un segundo. De repente se puso increíblemente seria y empezó a explicarme que estaba muy equivocada al pensar eso de ella.
—La señorita Polidoro si acaso es un hada —me dijo—, y es la amiga en la que tu madre más confía. El mundo está lleno de personas que parecen especiales y en realidad son una tomadura de pelo. Ella es exactamente lo contrario. Tú también aprenderás a quererla.
Pero la cosa es que, cuando lo hiciera, ya no habría nadie a quien decirle «tenías razón».
Pero cuando sí que había ese alguien, cambiábamos siempre de casa.
Mi madre y yo, me refiero.
La gestoría para la que trabajaba se ocupaba de una serie de inmuebles en todo el pequeño barrio de Poggio Ameno, y le concedía un precio de alquiler especial, con la condición de que estuviese dispuesta a mudarse de inmediato, en cuanto algún cliente mostrara interés por el apartamento en el que viviéramos en ese momento. Pasábamos indistintamente de estudios que no tenían siquiera una ventana en el cuarto de baño a dúplex con cinco habitaciones y bañera de hidromasaje: la norma era no considerar ninguna de esas viviendas como nuestra casa, para que no nos resultara inútilmente complicado abandonarlas.
Lo bueno era que, como mucho, nos alejábamos un par de calles. Me he preguntado a menudo cuántas veces, cuando aún vivía mi madre, habré pasado delante del portal de la calle Grotta Perfetta 315 sin saber que ésa se convertiría en mi casa, ya para siempre.
Aunque lo cierto es que, después de haber descubierto a la bruja en el escaparate del asador, siempre que me era posible evitaba esa calle.
Pero entonces llegó ese día. Esperándome a la salida del colegio encontré a la señorita Polidoro. Estaba ahí, al fondo del patio, abrazada a un bolso enorme en el que ponía ERMANI, y torturaba a pellizquitos los flecos del chal negro de forro polar con el que se protegía del frío. En cuanto la reconocí y vi que me miraba a mí, empecé a gritar de miedo, como aquella vez en el mercado. Ella pensó que lo hacía porque, de tan sensible como era, ya lo había entendido todo sin necesidad de que me lo explicara, y me dijo:
—Pequeñita, no te preocupes. Desde el cielo, Maria siempre seguirá ocupándose de ti.
Y así fue como me enteré de lo que había ocurrido. O mejor dicho, de lo que, desde ese momento, ya no volvería a ocurrir: llamar a mi madre y oírle contestarme «dime».
Cuando Tina me llevó a casa desde el colegio, tenía la cabeza tan vacía que no me fijé en el adhesivo del escaparate del asador. Y, huelga decir, tampoco conseguía concentrarme en todo lo demás: porque, evidentemente, hay demasiadas cosas feas como para que puedan metérsete en el cerebro al primer impacto.
Es precisamente eso lo que intentaba explicarle a Pavarotti hace un rato.
Antes o después, tarde o temprano,
algo
nos asusta, nos hace daño de verdad, y entonces cerramos las persianas a todo lo demás. ¡Por eso el mundo se vuelve incomprensible! Porque nos parece formar parte de él, estar bien o estar mal junto con todos los demás, pero no es verdad. Estamos más concentrados en lo que tenemos encerrado dentro de nosotros, detrás de las persianas bajadas, que en lo que sucede fuera: y ya no entendemos nada de nada.
A mí, por ejemplo, se me bajaron las persianas en el mismo instante en que vi a Tina en el patio del colegio. Y, desde entonces, las ideas que tendría que poner en orden esta noche empezaron a enmarañarse entre ellas, irremediablemente.
Tanto es así que, ahora, el único detalle en el que recuerdo haberme fijado el día en que murió mi madre fueron las cortinas tirolesas en las ventanas del primer piso. Supongo que la intención de Tina era que animaran un poco la habitación, que pusieran una nota de alegría. Pero, en lugar de eso, no sé cómo explicarlo: parecían burlarse de ella. Y, así, me pasé las primeras horas en esa casa deseando sólo una cosa: ser esas cortinas. Tener su seguridad en sí mismas, su indiferencia rosa con rombitos azules.
Oh, cortinas,
os habla Mandorla:
juro que no volveré a comer golosinas,
pero vosotras a cambio dadme ya
vuestros rombos azules,
por favor,
para que me ponga uno en la tripa, uno en el corazón
y otro en la cabeza,
donde, para entendernos, ahora
el dolor
(aunque no diga ay)
se impone.
Oh, cortinas,
hagamos un intercambio:
yo me cuelgo en vuestro lugar sin hacer nada,
y vosotras descubrís en mi lugar,
eso exactamente
que no logro descubrir yo:
por qué,
por ejemplo,
mamá no me esperaba hoy en la puerta del colegio,
por qué no la veré mañana
ni tampoco pasado mañana por la noche,
pero sobre todo descubrid por qué,
oh, cortinas,
mamá,
que me lo decía siempre todo,
esta mañana sin embargo no me ha dicho
que este día iba a terminar así,
que aún no he descubierto cómo
termina,
y de eso se trata precisamente:
mientras yo me cuelgo en vuestro lugar,
vosotras,
oh, cortinas,
lo descubrís.
Era más o menos esto lo que pensaba. Era demasiado pequeña para darme cuenta de que nadie habría podido hacer nada por mí aquella tarde, y menos aún las cortinas de Tina: pero todavía hoy creo que el deseo de pedir ayuda no tiene por qué estar ligado a la esperanza de recibirla de verdad. En efecto, desde ese momento nunca he dejado de rezar. Rezo todas las noches, y cada vez que no sé bien qué hacer pero sé que debería hacer algo. Es verdad que rezo a mi manera: como todo aquel que ha tenido que aprender a hacerlo solo, me imagino.
Que había un problema lo pensé muchas horas después, cuando llegó la hora de irse a la cama.
Tina me acompañó a un cuartito con moqueta de color gris, donde una virgencita abría unos ojos como platos en forma de corazón en el único cuadro que había en la pared, encima del cabezal de hierro de una cama demasiado grande para una persona sola y demasiado pequeña para dos.
—Pequeñita, duerme tú aquí, yo dormiré en el sofá —me dijo Tina, y luego me preguntó si necesitaba que se quedara conmigo hasta que me durmiera.
Fue entonces cuando creí haber descubierto por fin la verdad. A mi madre la había matado ella. La bruja. Y ahora quiere hacer lo mismo conmigo. Para no variar, grité. Quería gritar que no, quería gritar déjame en paz, vete, asesina: pero luego más adelante Tina me contó que, esa noche, sólo llamé a mi madre. Sin embargo (a propósito de la Verdad de los Hechos, tan importante para Pavarotti, el abogado), yo sigo del todo convencida de que esa noche mi problema era cómo lograr librarme de la bruja. Pero tal vez me equivoque si al final, bajo la mirada en forma de corazón de la virgencita, me dormí agarrada a uno de los larguísimos cuellos de la camisa de Tina. Que, a partir de la mañana siguiente, simplemente dejó de darme miedo. Así, de repente, como de repente también maduran las peras y caen del árbol. O quizá, como en ese momento todo me daba miedo, Tina se confundió con todo lo demás. Respecto a lo que ocurría, a fin de cuentas no era tan terrible pensar que fuera una bruja. Podía soportarlo, y podía hacerlo tan bien como para no pensar siquiera en ello.
Ay Dios, ay Dios, ay Dios. Tina sigue leyendo la notita que ha encontrado en su estuche, la lee y la relee: cada vez se dice a sí misma que es la última, porque si sigue así la gastará de tanto tocarla, así que la dobla y se la guarda en el bolsillo; pero, un segundo después, la vuelve a sacar, para asegurarse de que sigue ahí, de que siguen ahí esas palabras, garabateadas con prisa, porque se va siempre deprisa cuando uno se declara
:
ERES LA MÁS GUAPA. NOS VEMOS DETRÁS
DEL COLEGIO AL SALIR DE CLASE.
Rocco
Sí. Así son las cosas. No es sólo que Rocco la considere guapa, es que la considera la más guapa.
Ahora que lo piensa, se podría haber dado cuenta ella misma, se dice Tina. Aunque el año pasado su grupo y el suyo se reunieran para las clases de ciencias, cuando se encuentran, él no la saluda nunca y finge no conocerla siquiera. Porque le da vergüenza, ¡está claro!… Será tonto este Rocco, murmura Tina, sentada en su banco, y mueve la cabeza de lado a lado, porque de verdad no se imaginaba que fuera tan tímido el chico más especial de la sección masculina del piso de arriba. No: el más especial de todo el colegio. Uno que cada semana pesca una chica distinta de la sección femenina y, una vez que ha terminado con las que tienen la cintura más estrecha y la piel más clara, vuelve a empezar. Ahora además se lo ve siempre acompañado de una que lo recoge del colegio con una boa de plumas de avestruz al cuello de un color diferente cada día; es alta, con el pelo rubio y rizado, y cuentan que es bailarina.
Pero bueno, Rocco es así, lo sabe todo el mundo; aunque quizá ahora se haya hecho hombre y quiera sentar la cabeza, piensa Tina. Quizá haya entendido que las bailarinas son para divertirse, nada más. Que si lo que quiere es una mujer que le sea fiel, si lo que quiere es una madre para sus hijos, tendrá que buscarla en otra parte. Tendrá que buscarme a mí.