La Maldición de Chalion (68 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
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Con un alarido triunfal audible sólo para Cazaril, el demonio de la muerte cruzó el puente que le tendía la hoja de la espada, dejándola al rojo vivo a su paso, hasta llegar a la mano de de Jironal. Con un grito de angustia, el negro grumo que era Dondo se vertió tras él. Unas crepitantes chispas blancas y azules envolvieron el brazo armado de de Jironal como ramas de enredadera para extenderse luego a todo su cuerpo. Despacio, de Jironal echó la cabeza hacia atrás y de su boca brotó una llamarada blanca cuando le fue arrancada el alma. Tenía los pelos de punta, y los ojos abiertos de par en par, en blanco. La espada siguió moviéndose debido a la inercia y la carne de Cazaril siseó a su alrededor. El blanco, el rojo y el negro se arremolinaron y enlazaron, dispersándose sin dirección. La percepción de Cazaril se vio atraída por la estela del furioso ciclón, que surgía de su cuerpo igual que una columna de humo. Tres muertes y un demonio, juntos, fluyendo en una
Presencia
azul…

La mente de Cazaril estalló.

Se abrió hacia fuera, y hacia fuera, y aún más, hasta que todo el mundo se extendió ante él como si lo viera desde la montaña más alta. Pero no en el reino de la materia. Éste era un paisaje de sustancia espectral; unos colores para los que no tenía nombre, de un brillo aplastante, lo transportaron a una gloriosa turbulencia. Podía escuchar el susurro de todas las mentes del mundo, un suspiro semejante al del viento en un bosque… si pudiera distinguirse, por separado y simultáneamente, el canto de cada hoja. Y todos los gritos de dolor y temor reverencial del mundo. La vergüenza y la dicha. La esperanza, la desolación y la aspiración… Un millar de miles de momentos procedentes de un millar de miles de vidas que se derramaban en su espíritu distendido.

En la superficie, a sus pies, borbotaban pequeñas burbujas de color espiritual que flotaron una a una hasta configurar una danza vertiginosa, cientos, miles, como grandes gotas de lluvia que cayeran hacia arriba…
Son los moribundos, que entran en este lugar a través de los resquicios entre ambos mundos
. Almas gestadas por la materia en el mundo, muriendo para experimentar este nuevo y extraño renacer.
Demasiado, demasiado, demasiado…
Su mente no podía comprenderlo todo, y las visiones lo soslayaban como agua que se le escurriera entre los dedos.

Alguna vez había pensado en la Dama de la Primavera como en una especie de muchacha gentil y agradable, según sus vagas y juveniles representaciones. Los divinos y Ordol habían pulido esa imagen apenas lo suficiente para retratar la imagen mental de una hermosa damisela inmortal. Esta Mente abrumadora escuchaba hasta el último llanto o canción del mundo a la vez. Contemplaba la ascensión en espiral de las almas en toda su terrible y compleja belleza con el deleite de un jardinero que aspira el perfume de Sus flores. Y ahora esta Mente volcaba toda Su atención en Cazaril.

Cazaril, que se fundía y llenaba el cuenco de Sus manos. Pensó que Ella iba a bebérselo, a arrancarlo de la violenta concatenación que configuraban los hermanos de Jironal y el demonio, que volaban hacia
otro lugar
. Un soplo y se apartó de Sus labios, abajo, en un vórtice descendente que penetraba en el enorme tajo que había practicado su muerte en el mundo, de nuevo a su cuerpo. La espada de de Jironal asomaba a su espalda. La sangre remataba la punta de metal igual que una rosa abierta.

Y ahora manos a la obra
, susurró la Dama.
Ábrete a mí, dulce Cazaril
.

¿Puedo mirar?
, preguntó él, trémulo.

Todo lo que puedas soportar está permitido.

Se sumió en una lánguida lasitud mientras la diosa se vertía en el mundo a través de él. Curvó los labios en una sonrisa, o comenzó a hacerlo; su cuerpo de carne era tan lento como el de los hombres que lo rodeaban en el patio. Parecía estar arrodillándose. El cadáver de de Jironal aún no había terminado de desplomarse sobre el empedrado, aunque su mano muerta ya se había retirado de la empuñadura de su espada entre espasmos. De Cembuer se levantaba apoyándose en su brazo bueno, abriendo la boca para proferir el grito que terminaría por escucharse,
¡Cazaril!
Algunos hombres se estaban postrando en el suelo. Otros emprendían la carrera.

La diosa acogió la maldición de Chalion en Sus manos como si de un ovillo de lana negra se tratara. Arrebatándosela a Iselle y Bergon, que se encontraban en alguna calle de Taryoon. A Ista en Valenda. A Sara en Cardegoss. A toda la tierra de Chalion, montaña a montaña, río a río, llano a llano. Cazaril no podía sentir a Orico en la espesa niebla. La Dama la desenrolló de nuevo a través de Cazaril. Cuando se deshilvanó a través de él en dirección al otro reino, su penumbra se destiñó y luego él ya no estuvo seguro de si se trataba de un hilo o de un arroyo de aguas limpias y brillantes, o de vino, o de algo aún más prodigioso.

Otra Presencia, gris y solemne, aguardaba allí y lo cogió. Lo absorbió. Y exhaló un suspiro que podría ser de alivio, o de culminación, o de equilibrio.
Creo que era la sangre de un dios
. Derramada, corrompida, recogida, purificada y devuelta por fin…

No lo comprendo. ¿Se equivocaba Ista? ¿He llevado mal la cuenta de mis muertes?

La diosa se rió.
Piensa…

En ese momento la vasta Presencia azul escapó del mundo a través de él igual que se vuelca un río al filo de una cascada. La belleza de una música triunfal que sabía que nunca lograría recordar con exactitud, hasta que regresara a Su reino, le partió el corazón. La gran hendidura se cerró. Sanada. Sellada.

Así, de repente, todo se acabó.

El crujido de las piedras del suelo contra sus rodillas fue la primera sensación que experimentó a su regreso. Se irguió desesperadamente, sentándose en los talones, para que la hoja de la espada no le escarbara en la carne. La empuñadura y un palmo de resplandeciente filo asomaban ante sus ojos, apuntando en un ángulo ascendente hacia su estómago justo por debajo y hacia la izquierda del ombligo. La punta parecía sobresalir en alguna parte hacia la derecha de su columna, más hacia arriba.
Ahora
llegó el dolor. Cuando cogió su primera bocanada de aire, el arma osciló un poco. El hedor de la carne cauterizada le inundó la nariz, mezclado con un perfume celestial de flores de primavera. Temblaba a causa de la conmoción y el frío. Intentó quedarse muy quieto.

Sintió la perturbadora necesidad de reírse. Eso dolería. Más…

No todo el olor a carne chamuscada procedía de su cuerpo. De Jironal yacía delante de él. Cazaril había visto cadáveres abrasados de fuera adentro… nunca de dentro hacia fuera. El cabello y las ropas del canciller humeaban ligeramente, pero se apagaron sin llegar a prender.

Cazaril fijó su atención en un guijarro que había en el suelo, cerca de su rodilla. Era tan
denso…
Tan
persistente…
Los dioses no podían levantar siquiera una pluma, pero él, un simple humano, podía coger este objeto antiguo e inalterable y colocarlo donde le placiera, como si quería guardárselo en el bolsillo. Se preguntó por qué no había apreciado nunca antes la obstinada fidelidad de la materia. Una hoja seca descansaba en las proximidades, aún más sorprendente en su complejidad. La materia inventaba tantas
formas
, y continuaba generando belleza más allá de ella misma, mentes y almas que emanaban de ella igual que emana la música de un instrumento… la materia era insondable para los dioses. La materia se recordaba a sí misma con toda exactitud. No se explicaba cómo era posible que no hubiera sabido percatarse antes. Su propia mano, aun temblorosa, era un milagro, como lo era el excelente metal de la espada que le perforaba el estómago, y los naranjos en sus baldes —uno se había volcado ahora, prodigiosamente fracturado y desparramado— y los mismos baldes, y el canto de las aves por la mañana, y el agua… ¡el agua! ¡Santos dioses, el agua! En la fuente, y la luz de la alborada que se filtraba en el cielo…

—¿Lord Cazaril? —se escuchó una voz débil junto a su codo.

Miró a un lado para descubrir que de Cembuer se había arrastrado hasta él.


¿Qué ha sido eso?
—De Cembuer daba la impresión de estar al borde del llanto.

—Unos cuantos milagros. —Demasiados al mismo tiempo en el mismo lugar. Estaba saturado de milagros. Era lo único que veía mirara donde mirase.

Hablar fue un error, pues la vibración avivó el dolor en su vientre. Aunque
podía
hablar; parecía que la espada no le había atravesado un pulmón. Se imaginó cuánto dolería toser sangre en esos momentos.
Herida en el estómago. Estaré muerto de nuevo dentro de tres días
. Podía percibir una tenue vaharada de excrementos, mezclada con la carne quemada y el perfume de la diosa. Sollozando… no, espera, el mortal hedor a heces no provenía de él, todavía. El capitán baocio estaba acurrucado a su lado, algo más lejos, con la cabeza entre los brazos, llorando. No parecía que hubiera sufrido ninguna herida. Ah. Sí. Había sido el testigo vivo más próximo. La diosa debía de haberlo rozado de pasada.

Cazaril se arriesgó a inspirar de nuevo.

—¿Qué has visto? —preguntó a de Cembuer.

—Ese hombre… ¿era de Jironal?

Cazaril asintió casi imperceptiblemente, con cuidado.

—Cuando os ensartó, se escuchó un chasquido infernal y lo devoró una bola de fuego azul. Está… ¿Qué fue…? ¿Lo han abatido los dioses?

—No exactamente. Ha sido… algo más complicado que eso… —El patio parecía extrañamente silencioso. Cazaril hizo acopio de valor y giró la cabeza. Casi la mitad de los mercenarios, más algunos sirvientes de la casa de Iselle, yacían inertes en el suelo. Algunos farfullaban inconexamente sin aliento; otros gimoteaban como el capitán baocio. Los demás se habían esfumado.

Cazaril pensó que ahora comprendía por qué un hombre tenía que dar su vida tres veces para conseguir esto. Y él que se había imaginado que los dioses estaban siendo arbitrarios y complicados obedeciendo a algún tipo de castigo arcano. Las dos primeras muertes le habían servido sólo de
entrenamiento
. La primera, para aprender a aceptar la muerte del cuerpo… cuando lo azotaron en la galera, entonces fue.
No
había contado mal… esa muerte no había sido por la Casa de Chalion en aquel instante, pero había terminado siéndolo cuando Iselle se casó con Bergon y hubo consumado el matrimonio. La unión de los dos en uno, lo que había distribuido tan espantosamente la maldición entre ambos, al parecer también había repartido ese sacrificio. El regalo de bodas secreto de Bergon, je. Cazaril esperaba vivir lo suficiente para contárselo, para que la rósea se sintiera complacida. Su segunda aceptación, la de la muerte del alma, había tenido lugar en la solitaria compañía de los cuervos en la torre de Fonsa. Para que cuando llegara por fin a esta última pudiera ofrecer a la diosa una solicitud presta y firme… Le vino a la cabeza un humillante paralelismo relativo al amansamiento de las mulas.

Se escucharon pasos. Cazaril levantó la cabeza y vio a de Tagille, rendido y desgreñado pero con la espada envainada, que llegaba corriendo al patio. Se apresuró a llegar hasta ellos y se detuvo abruptamente.

—Infierno del Bastardo. —Miró a su camarada ibrano—. ¿Estás bien, de Cembuer?

—Los muy hideputas han vuelto a romperme el brazo.
Él
es el que me da miedo. ¿Qué ocurre ahí fuera?

—De Baocia ha reunido a sus hombres y ha expulsado del palacio a los invasores. Ahora mismo todo es muy confuso, pero parece que el resto de ellos intenta cruzar la ciudad a la carrera con la intención de llegar al templo.

—¿Para asaltarlo? —preguntó de Cembuer, alarmado. Intentó ponerse de pie de nuevo.

—No. Para rendirse a unos hombres armados que no intenten desmembrarlos. Parece que hasta el último ciudadano de Taryoon ha salido a la calle en su busca. Las mujeres son las peores. Infierno del Bastardo —repitió, contemplando el cadáver humeante de de Jironal—, no sé qué soldado chalionés iba por ahí gritando y balbuciendo que había visto a de Jironal alcanzado por un relámpago salido del cielo despejado por cometer el sacrilegio de provocar una batalla el Día de la Hija. Y yo que no lo creí.

—Yo también lo he visto —dijo de Cembuer—. Oí un ruido espantoso. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.

De Tagille alejó el cadáver llevándoselo a rastras y se arrodilló delante de Cazaril, con la vista atemorizada clavada primero en su estómago perforado y luego en su cara.

—Lord Cazaril, tenemos que intentar sacarle esa espada. Será mejor que lo hagamos cuanto antes.

—No… esperad… —Cazaril había visto en una ocasión cómo un hombre ensartado con la flecha de una ballesta vivía durante media hora, hasta que le sacaron el dardo; fue entonces cuando su sangre escapó a borbotones y él perdió la vida—. Antes quiero ver a lady Betriz.

—¡Mi lord, no podéis quedaros aquí sentado, traspasado de parte a parte por una espada!

—Bueno —dijo Cazaril, con tono razonable—, está claro que tampoco me puedo
mover
… —Intentar hablar lo dejaba sin resuello. Mala señal. Tiritaba y sentía mucho frío. Pero el dolor palpitante no era tan devastador como se esperaba, probablemente porque había conseguido quedarse muy quieto. Mientras siguiera inmóvil, no sería mucho peor que las garras de Dondo.

Llegaron más hombres al patio. Las voces, el ruido y los gritos de los heridos se filtraban por las paredes, y los relatos se repetían una y otra en voz cada vez más alta. Cazaril lo ignoró todo, absorto de nuevo en su guijarro. Se preguntó de dónde venía, cómo había llegado hasta allí. ¿Qué había sido antes de ser un guijarro? ¿Una roca? ¿Una montaña? ¿Dónde? ¿Durante cuántos años? Le ocupaba la mente. Y si un guijarro era capaz de ocuparle la mente, ¿qué no haría una montaña? Los dioses albergaban montañas en sus mentes, y todo lo demás, todo a la vez. Todo, con la misma atención que prestaba él a una sola cosa. Lo había visto, con los ojos de la Dama. Si se hubiera prolongado por más tiempo del que dura un parpadeo infinitesimal, sospechaba que su alma habría explotado. Ya se sentía extrañamente distendido. ¿Habría sido un obsequio ese vistazo, o sólo una coincidencia fortuita?

—¿Cazaril?

Una voz trémula, la voz que él había estado esperando. Alzó la vista. Si el guijarro era asombroso, el rostro de Betriz era sobrecogedor. Sólo la estructura de su nariz podría tenerlo en trance durante horas. Se olvidó del guijarro de inmediato en favor de esta incomparable distracción. Pero el agua se agolpaba, resplandeciente, en sus ojos castaños, y su cara estaba desprovista de color. Eso no estaba bien. Peor aún, sus hoyuelos se habían escondido.

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