Al cabo, Betriz regresó con un joven de aspecto nervioso equipado con un laúd, con pinta de haber sido sacado de un profundo sueño para dar su actuación. Flexionó y estiró los dedos, afinó su instrumento y tocó siete piezas cortas. Ninguna de ellas era la adecuada; ninguna evocaba a la Dama y Sus flores espirituales, hasta que acometió la octava, un contrapunto imbricado de singular dulzura. Ésa contenía un débil eco celestial. Cazaril le pidió que la tocara dos veces más y lloró un poco, momento en el que Betriz insistió en que estaba demasiado cansado y debía dormir, antes de despedir al joven músico.
Cazaril todavía no había tenido ocasión de decirle nada acerca de su nariz. Cuando intentó explicar este milagro al médico, el hombre respondió dándole una generosa cucharada de extracto de amapolas, tras la que dejaron de alarmarse mutuamente lo que restaba de noche.
Tres días tardaron sus heridas en dejar de supurar ese fluido perfumado. Se habían cerrado limpiamente y el médico permitió que Cazaril desayunara una papilla muy líquida. Esto lo revivió lo suficiente para que insistiera en salir al patio y sentarse al sol primaveral. La expedición pareció requerir la presencia de un exorbitado número de siervos y ayudantes, pero al fin lo condujeron con cuidado escaleras abajo hasta una silla cargada de cojines acolchados con lana y rellenos de plumas, con los pies en alto reposados encima de otra silla mullida. Ahuyentó a sus ayudantes y se entregó a una deliciosa ociosidad. El borboteo de la fuente era relajante. Los árboles de los baldes estaban cargados de flores fragantes. Una pareja de avecillas negras y naranjas surcaba el aire, transportando briznas de hierba seca y ramitas para construir su nido entre las tallas de uno de los postes de la galería. Un ambicioso montón de papeles y plumas yacía olvidado en la mesilla junto al codo de Cazaril, absorto en la contemplación de los pájaros.
El palacio de de Baocia estaba en calma; sus huéspedes reales, así como su lord y su dama, se habían ido a Cardegoss. De ahí que Cazaril sonriera encantado cuando se abrieron las puertas de hierro forjado de la arcada para admitir a Palli. El marzo había recibido órdenes de su nueva royina de velar por su convaleciente secretario mientras todo el mundo asistía a los fastos en la capital, lo que a Cazaril le parecía que era una recompensa injusta a cambio del valiente servicio de su amigo. Palli se había ocupado de él tan fielmente que Cazaril se sentía un poco culpable por desear que Iselle le hubiera encomendado la tarea a lady Betriz en vez de a él.
Palli, risueño, lo saludó jovial y se sentó al borde de la fuente.
—¡Bueno, castelar! Tenéis mejor aspecto. Casi vertical del todo. Pero, ¿qué es esto —indicó la mesa con un gesto—, trabajo? Ayer, antes de marcharse, vuestras damas me entregaron una lista muy larga de cosas que no debíais hacer, la mayoría de las cuales os alegrará saber que ya se me han olvidado, pero estoy seguro de que trabajar ocupaba uno de los puestos más altos.
—Nada de eso. Me disponía a intentar escribir algo de poesía al estilo de Behar, pero luego han aparecido unos pájaros… por ahí va uno ahora. —Hizo una pausa para señalar el destello negro y naranja—. La gente halaga a las aves por ser grandes arquitectos, pero la verdad es que estos dos parecen tremendamente torpes. A lo mejor son jóvenes y éste es su primer intento. Persistentes, eso sí. Aunque supongo que si yo intentara levantar una choza sólo con la boca tampoco lo haría mucho mejor. Debería escribir un poema ensalzando a las aves. Si la materia que se yergue y anda, como tú, es milagrosa, ¡imagínate lo maravillosa que es la materia que se levanta y vuela!
Palli sonrió, divertido.
—¿Qué es eso, Caz, poesía o fiebre?
—Ah, es una gran infección de poesía, un contagio de himnos. Las canciones y los poemas, hechos de la misma materia que las almas, pueden llegar a su mundo sin impedimentos. Los escultores, ahora bien… incluso los dioses se maravillan con los escultores.
Entornó los ojos para protegerlos del sol y sonrió a Palli.
—En cualquier caso —murmuró secamente Palli—, cualquiera diría que el cuarteto que dedicaste ayer por la mañana a la nariz de lady Betriz fue un desliz estratégico.
—¡No me estaba burlando ella! —protestó Cazaril, indignado—. ¿Seguía enfadada conmigo cuando se fue?
—¡No, no, no estaba enfadada! Se convenció de que la culpa la tenía la fiebre, y por eso estaba muy preocupada. Yo que tú, también diría que tenía fiebre.
—Todavía no podía escribir un poema a toda ella. Lo intenté. Es abrumador.
—Bueno, ya que te empeñas en escribir alabanzas a las partes de su cuerpo, elige los labios. Los labios son más románticos que las narices.
—¿Por qué? ¿Es que no es prodigiosa cada parte de ella?
—Sí, pero besamos los labios, no las narices. Por lo general. Los hombres escribimos poemas a los objetos de nuestro deseo para acercarlos a nosotros.
—Qué práctico. En ese caso, lo normal sería que los hombres escribieran más poemas a las partes pudendas de las damiselas.
—Las damiselas nos zurrarían. Los labios son una apuesta segura, siendo como son el umbral o el puente que conduce a mayores misterios.
—Ja. De todos modos, la deseo entera. Nariz, labios, pies y todo lo que haya entre medias, y su alma, sin la que su cuerpo estaría inmóvil, frío, como si fuera de arcilla, y empezaría a pudrirse, y no sería en absoluto objeto de deseo alguno.
—¡Puaj! —Palli se pasó la mano por el cabello—. Amigo, no sabes lo que es el romance.
—Te aseguro que ya no sé nada de nada. Estoy gloriosamente confundido.
Se retrepó en sus cojines y se rió en voz baja.
Palli soltó un bufido y se agachó para coger el primer papel de la pila, el único hasta ahora en el que había algo escrito. Le echó un vistazo y alzó las cejas.
—¿Esto qué es? No habla de la nariz de ninguna dama. —Su rostro se tornó serio; sus ojos regresaron al comienzo de la página y volvió a leerla—. A decir verdad, no sé muy bien de qué habla. Aunque consigue que se me erice el vello de los brazos…
—Ah, eso. No es nada, me temo. Intentaba… pero no… —Cazaril agitó las manos, impotente, y terminó por frotarse la frente—. No era eso lo que vi. —A modo de explicación, añadió—: Pensaba que, con la poesía, las palabras cobrarían más peso, que existirían a ambos lados del muro que separa los dos mundos, como las personas. De momento no he conseguido más que emborronar papeles que sólo sirven para encender la chimenea.
—Hm. —Con gesto de indiferencia, Palli dobló la hoja y se la guardó en el interior de su capa chaleco.
—Volveré a intentarlo —suspiró Cazaril—. A lo mejor algún día consigo expresarlo. También tengo que escribir algunos himnos a la materia. A los pájaros. Las piedras. Creo que eso agradaría a la Dama.
Palli parpadeó.
—¿Para acercarla a ti?
—Tal vez.
—Es peligrosa, esta poesía. Por mi parte, me quedo con la acción.
Cazaril sonrió.
—Cuidado, mi lord dedicado. La acción también puede convertirse en oración.
Se escucharon susurros y risitas al final de la galería. Cazaril alzó la vista y vio unas cuantas criadas y pequeños agazapados tras la barandilla tallada, espiándolo. Palli siguió su mirada. Una muchacha se asomó y agitó una mano. Cazaril la saludó con amabilidad a su vez. Las risitas aumentaron en intensidad y las mujeres se dispersaron. Palli se rascó una oreja y observó a Cazaril con expresión inquisitiva.
Cazaril explicó:
—La gente lleva curioseando toda la mañana alrededor del lugar donde cayó el desdichado de Jironal. Como no se ande con cuidado, lord de Baocia va a encontrarse su precioso patio convertido en un templo.
Palli se aclaró la voz.
—Lo cierto, Caz, es que curiosean a
tu
alrededor. Un par de criados de de Baocia están cobrando entrada a los curiosos que desean acceder al palacio. Al principio dudé sobre si debía impedirlo o no, pero si te molestan, me… —Hizo ademán de levantarse.
—Oh. Oh, no, déjalos. He dado mucho trabajo a la servidumbre del palacio. Deja que saquen algún beneficio de ello.
Palli rezongó y se encogió de hombros.
—¿Seguro que no tienes fiebre?
—Al principio no estaba seguro, pero… Ese médico por fin me ha dejado comer algo, aunque no lo suficiente. Creo que estoy mejorando.
—Eso ya es todo un milagro, por el que bien vale la pena pagar una vaida para verlo.
—Sí. No estoy seguro de si devolverme al mundo de esta manera fue un último obsequio de la Dama, o simplemente una bonificación fortuita de Su necesidad de tener alguien a este lado que le abriera la puerta. Ordol tenía razón cuando decía que los dioses son tacaños. Bueno, sea como sea, bien está. Seguro que algún día volvemos a vernos.
Se inclinó y contempló el cielo, el azul de la Dama. Sonrió sin proponérselo.
—Eras el hombre más serio que había conocido nunca, y ahora no paras de sonreír. Caz, ¿estás seguro de que la diosa te devolvió el alma tal y como estaba?
Cazaril soltó la risa.
—¡A lo mejor no! Ya sabes lo que pasa cuando viajas. Lo guardas todo en las alforjas y, hacia el final del viaje, parece que son el doble de grandes y abultan por todas partes, aunque tú jurarías que no has añadido nada… —Se dio una palmada en el muslo—. Quizá no me hayan vuelto a guardar en esta alforja raída en el mismo orden en que estaba antes.
Palli meneó la cabeza, maravillado.
—Por eso ahora rebosas poesía. Ja.
Diez días más de convalecencia no consiguieron que Cazaril se cansara de descansar, aunque lamentaba no poder compartir su solaz con las personas que añoraba. Al fin este anhelo se sobrepuso a la repulsa que le inspiraba la perspectiva de volver a montar a caballo y encargó a Palli que organizara su viaje. Las protestas de Palli ante este prematuro ejercicio fueron mecánicas, fáciles de superar, pues él estaba tan ansioso como Cazaril por ver cómo discurrían los acontecimientos en Cardegoss.
Cazaril y su escolta, incluidos los siempre fieles Ferda y Foix, emprendieron el camino rodeados de buen tiempo y en distintas y cómodas etapas, todo lo opuesto a la desesperada galopada del invierno anterior. Todas las noches ayudaban a Cazaril a bajar de su caballo, jurando que al día siguiente irían más despacio, y todas las mañanas se encontraba aún más ansioso por continuar. A la larga, el lejano Zangre terminó por alzarse ante sus ojos. Recortado contra el fondo de aborregadas nubes blancas, el cielo azul y los verdes prados, parecía un rico adorno del paisaje.
A escasos kilómetros de Cardegoss se encontraron con otra procesión en la carretera. Unos hombres que portaban la librea del provincar de Labran escoltaban tres carretas y un séquito de mulas y lacayos. Dos de las carretas estaban cargadas hasta arriba con el equipaje. La lona de la tercera, enrollada en los costados para abrirse al escenario primaveral, proporcionaba sombra a varias damas.
El carro de las mujeres aparcó en la orilla de la carretera y una sirvienta se asomó para llamar a uno de los jinetes. El sargento labrano se acercó a ella, cabalgó junto a Palli y Cazaril y los saludó.
—Con permiso, señores, si alguno de ustedes es el castelar de Cazaril, mi señora la viuda royina Sara solicita… ruega —se corrigió—, que acudáis a su presencia.
El actual provincar de Labran, recordó Cazaril, era sobrino de la royina Sara. Intuyó que lo que tenía ante sus ojos era su evacuación, o su retirada, a las haciendas que tenía allí la familia. Devolvió el saludo.
—Estoy por completo al servicio de la royina.
Foix ayudó a Cazaril a desmontar. Se bajaron unos peldaños en la parte trasera de la carreta, y las damas y las sirvientas descendieron para pasear por el campo en barbecho cercano y examinar las flores silvestres de la primavera. Sara permaneció sentada a la sombra de la lona.
—Saludos, castelar —dijo suavemente—, me alegra que nos hayamos cruzado. ¿Me podéis dedicar un momento?
—Es un honor, mi lady. —Cazaril agachó la cabeza, subió a la carreta y se sentó en el banco acolchado que había frente al de ella. Las mulas que cargaban con el equipaje pasaron cansinamente junto a ellos. Un murmullo distante e idílico envolvía la escena, trinos de aves, voces bajas, el tintineo de las bridas y el rumiar de los caballos que pastaban en las orillas, más la risa ocasional de alguna criada.
Sara iba vestida con un vestido de corte sencillo y una capa chaleco de negro y lavanda, luto por el desventurado Orico, presumiblemente.
—Mis disculpas —dijo Cazaril, en deferencia a su atuendo— por no haber asistido al funeral del roya. Aún no estaba lo bastante recuperado para viajar.
Sara hizo un gesto conciliador.
—Por lo que me han contado Iselle, Bergon y lady Betriz, es un milagro que sobrevivierais a vuestras heridas.
—Sí, bueno… precisamente.
La viuda lo miró con extraña simpatía.
—Entonces, ¿Orico ha sido acogido sin incidentes?
—Sí, por el Bastardo. Los dioses le mostraron el mismo rechazo muerto que en vida. Por desgracia, eso ha suscitado ciertas especulaciones desagradables acerca de sus orígenes.
—No lo creo, señora. Sin duda era hijo de Ias. Creo que el Bastardo ha sido el guardián especial de su Casa desde el reinado de Fonsa. Por eso esta vez el dios fue el primero en escoger, no el último.
Sara se encogió de hombros.
—Un guardián lamentable, si acaso. El día antes de morir, Orico me dijo que desearía haber nacido siendo el hijo de algún leñador, y no del roya de Chalion. De todos los epitafios que se han pronunciado en torno a su fallecimiento, ése me parece el más apropiado. —Su voz se agrió un poco—. Martou de Jironal, dicen, fue acogido por el Padre.
—Eso he oído. Enviaron su cuerpo a su hermana en Thistan para que se hiciera cargo de él. En fin, también él tenía que representar su papel, y pocas satisfacciones le reportó al final. —Transcurrido un momento, añadió—: No obstante, puedo garantizaros personalmente que su hermano Dondo fue a parar al infierno del Bastardo.
Una pequeña sonrisa curvó los labios de la mujer.
—A lo mejor allí le enseñan buenos modales.
Parecía que no pudiera añadirse nada a aquello, hablando de epitafios.
Cazaril se acordó de una curiosidad y carraspeó, inseguro.
—El día antes de que muriera Orico. ¿Qué día fue ése, mi lady?
Los ojos de la royina saltaron a los de él, y la royina enarcó las cejas oscuras. Un instante después, respondió: