—Mi propia magia no es nada despreciable.
—Pero la magia de un solo hombre no basta para contener a medio millón de hombres auxiliados también por la magia.
—Y Karlaak es una ciudad de mercaderes, no es una fortaleza guerrera. Está bien, hablaré con el Consejo de Ancianos e intentaré convencerles.
—Pues hazlo pronto, Elric, porque si no lo logras, Karlaak no soportará ni medio día ante los sanguinarios hombres de Terarn Gashtek.
—Son tozudos —dijo Elric mientras los dos estaban sentados en su estudio privado esa misma noche—. Se niegan a reconocer la magnitud del desastre. Se niegan a marcharse y yo no puedo abandonarlos porque me han recibido con los brazos abiertos y me han aceptado como ciudadano de Karlaak.
—Entonces, ¿debemos quedarnos aquí y morir?
—Tal vez. Al parecer no tenemos otra salida. Pero tengo un plan. Dices que Teram Gashtek tiene prisionero a ese mago. ¿Qué haría si recuperara su alma?
—Pues vengarse de su captor. Pero Terarn Gashtek no cometería el error de dejarlo escapar. Por ese lado no podremos sacar nada.
—¿Y si lográsemos ayudar a Drinij Bara?
—¿Cómo? Sería imposible.
—Según parece es la única solución. ¿Sabe ese bárbaro que yo existo, conoce mi historia?
—Que yo sepa, no.
—¿Te reconocería?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Pues entonces sugiero que nos unamos a él.
—Unirnos a él... ¡Elric, sigues estando tan loco como cuando cabalgábamos como viajeros errantes!
—Sé lo que me hago. Sería el único modo de acercarnos a él y descubrir una forma sutil de derrotarle. Partiremos al amanecer, no hay tiempo que perder.
—Muy bien. Esperemos que tu suerte siga siendo buena, aunque lo dudo, pues has abandonado tus viejas costumbres y la suerte corría pareja con ellas.
—Pronto lo sabremos.
—¿Llevarás a Tormentosa?
—Había abrigado la esperanza de no tener que volver a usar a ese engendro de los infiernos. Es una espada traicionera.
—Es verdad..., pero creo que en este caso te hará falta.
—Tienes razón. La llevaré conmigo. —Elric frunció el ceño y cerró los puños con fuerza—. Pero ello significará que faltaré a la promesa que le hice a Zarozinia.
—Es preferible que faltes a esa promesa a que las Hordas Montadas te roben a tu
esposa.
Elric abrió la puerta del arsenal; en una mano llevaba una antorcha brillante. Sintió náuseas al recorrer el estrecho pasadizo donde se alineaban las armas deslustradas, que llevaban un siglo sin ser utilizadas.
El corazón le latió con fuerza cuando se acercó a otra puerta y quitó la barra para acceder a una pequeña sala en la que guardaban a Tormentosa, junto a las insignias reales de los Jefes Guerreros de Karlaak, desaparecidos hacía mucho tiempo. La negra espada comenzó a gemir, como queriendo darle la bienvenida a su amo, cuando éste inspiró una bocanada de aire húmedo y tendió la mano para cogerla. Al aferrar la empuñadura, una impía sensación de éxtasis le recorrió todo el cuerpo. El rostro se le crispó al envainar la espada, y tuvo que salir corriendo del arsenal, en busca de aires más puros.
Elric y Moonglum, ataviados como simples mercenarios, montaron en sus caballos equipados con sencillez y se despidieron de los Consejeros de Karlaak.
Zarozinia besó la pálida mano de Elric.
—Comprendo que esto es necesario —le dijo, con los ojos anegados por las lágrimas—, pero cuídate, amor mío.
—Lo haré. Y ruega porque tengamos éxito en cuanto decidamos hacer.
—Que los Dioses Blancos sean contigo.
—No..., Rezak—; los Señores de las Oscuridades, porque para la tarea que vamos a emprender, he de recurrir a sus malvado auxilio. Y no olvides las palabras que te he dejado para el mensajero que ha de partir hacia el suroeste en busca de Dyvim Slorm.
—No las olvidaré —repuso la muchacha—, pero me preocupa que vuelvas a sucumbir a tus antiguas y negras costumbres.
—Preocúpate, si quieres..., que yo me preocuparé por mi destino más adelante.
—Adiós, mi señor, y que te acompañe la suerte.
—Adiós, Zarozinia. Mi amor por ti me dará más poder que el que pueda otorgarme esta maldita espada. —Espoleó a su caballo, traspuso las puertas, y emprendieron el galope en dirección al Erial de los Sollozos y un futuro plagado de problemas.
Empequeñecidos por la vastedad del llano cubierto por una capa de hierba que constituía el Erial de los Sollozos, lugar de lluvias eternas, los dos jinetes cabalgaban en sus corceles bajo la llovizna.
Un tembloroso guerrero del desierto, acurrucado para protegerse del mal tiempo, los vio llegar. Se los quedó mirando fijamente a través de la lluvia, intentando distinguir detalles de los jinetes. Volvió grupas en su robusto pony y se dirigió veloz en la dirección en que había venido. Al cabo de unos minutos, se reunió con un grupo más nutrido de guerreros, vestidos como él, con pieles y yelmos de hierro adornados con borlas. Llevaban unos arcos cortos de hueso y unos carcajs con largas flechas provistas de plumas de halcón. De sus costados pendían unas cimitarras curvadas.
Después de hablar unas cuantas palabras con sus compañeros, todos partieron al galope hacia el lugar donde estaban los dos jinetes.
—¿A qué distancia de aquí se encuentra el campamento de Terarn Gashtek, Moonglum? —inquirió Elric casi sin aliento, porque ambos hombres habían cabalgado durante una jornada entera sin parar.
—No muy lejos, Elric. Deberíamos..., ¡mira! Moonglum señaló hacia adelante. Unos diez jinetes se dirigían velozmente hacia ellos.
—Bárbaros del desierto..., los hombres del Portador del Fuego. Prepárate a luchar..., no perderán el tiempo parlamentando.
Tormentosa TOZÓ la vaina cuando su amo la empuñó, y era como si el acero ayudara a Elric a elevarlo en el aire, para que pareciese casi ingrávido.
Moonglum desenvainó sus dos espadas; sujetó la corta en la misma mano en la que llevaba las riendas del caballo.
Los guerreros orientales se desplegaron en semicírculo y se abalanzaron sobre los dos amigos, al tiempo que lanzaban salvajes gritos de guerra.
Elric hizo parar en seco a su cabalgadura y recibió al primer jinete clavándole la punta de Tormentosa en la garganta. Se percibió un hedor a azufre cuando el acero se hundió en la carne, el guerrero lanzó un estertor espantoso y cayó muerto; sus ojos aterrados reflejaban que era plenamente consciente de su terrible destino, pues Tormentosa se bebía las almas, además de la sangre de sus víctimas.
Elric eliminó a otro hombre del desierto cortándole el brazo con el cual empuñaba la espada y partiéndole el yelmo crestado y el cráneo que había debajo. La lluvia y el sudor resbalaban por su rostro pálido y crispado y le nublaban los brillantes ojos carmesíes, pero parpadeó para eliminarlos y a punto estuvo de caer de la silla cuando se volvió para defenderse de otra cimitarra aullante; paró el golpe, e hizo correr su espada rúnica a lo largo del arma enemiga; con un simple movimiento de muñeca hizo girar su acero y desarmó al guerrero. Luego hundió su espada en el corazón del hombre, y el guerrero del desierto, cual lobo que aúlla a la luna, lanzó un prolongado grito antes de que Tormentosa se apoderase de su alma.
El rostro de Elric se crispó de odio contra sí mismo, pero no dejó de luchar con fuerza sobrehumana. Moonglum se mantuvo alejado de la espada del albino, pues conocía su gusto por las vidas de los amigos de Elric.
No tardó en quedar un solo contrincante. Elric lo desarmó y tuvo que hacer un esfuerzo para que su voraz espada no se clavara en la garganta del hombre.
Resignado al horror de su muerte, el hombre dijo algo en una lengua gutural que Elric reconoció en parte. Buceó en su memoria y descubrió que se trataba de un idioma emparentado con una de las muchas lenguas antiguas que, como hechicero, había tenido que aprender hacía años.
En ese mismo idioma dijo:
—Eres uno de los guerreros de Terarn Gashtek, el Portador del Fuego.
—Así es. Y tú has de ser el Malvado del Rostro Blanco del que hablan las leyendas. Te ruego que me mates con un arma más limpia que esa que empuñas.
—No deseo matarte. Hemos venido hasta aquí para unirnos a Terarn Gashtek. Llévanos con él.
El hombre asintió brevemente y volvió a montar.
—¿Quién eres y cómo es que hablas la Lengua Alta de nuestro pueblo?
—Me llamo Elric de Melniboné... ¿acaso no conoces ese nombre?
—No —repuso el guerrero' meneando la cabeza—, aunque la Lengua Alta no ha sido hablada durante generaciones, salvo por los shamanes..., pero tú no eres shamán, y por tu vestimenta, pareces guerrero.
—Somos mercenarios. Y no hables más. Le explicaré el resto a tu jefe.
Atrás dejaron un festín para chacales y siguieron al oriental conversador hacia donde él los guiaba.
No tardaron en divisar el humo de las fogatas, y al cabo de un trecho vieron el amplio campamento del poderoso ejército bárbaro del Señor Guerrero.
El campamento abarcaba más de una milla de la gran planicie. Los bárbaros habían levantado tiendas de piel sobre armazones redondas, y el campamento parecía un pueblo primitivo. Más o menos en el centro se alzaba una construcción mucho más amplia, decorada con una abigarrada variedad de vistosas sedas y brocados.
—Ésa debe de ser la morada de Terarn Gashtek —dijo Moonglum en lengua occidental—. Ha cubierto los cueros a medio curtir con infinidad de banderas de batalla orientales. —Su rostro se volvió más sombrío cuando divisó el roto estandarte de Eshmir, la bandera con el león de Okara y las insignias empapadas en sangre de la afligida Changshai.
El guerrero capturado los condujo a través de las filas de bárbaros dispuestos en cuclillas que los miraban impávidos y cuchicheaban entre sí. Delante de la vulgar morada de Terarn Gashtek se encontraba su gran lanza de guerra, decorada con más trofeos de sus conquistas: los cráneos y los huesos de príncipes y reyes orientales.
—A alguien así no se le puede permitir que destruya la renacida civilización de los Reinos Jóvenes.
—Los Reinos Jóvenes se adaptan —comentó Moonglum—, pero es al envejecer cuando caen, y con frecuencia, son hombres de la calaña de Terarn Gashtek quienes los destrozan.
—No destruirá Karlaak mientras yo viva... y tampoco llegará hasta Bakshaan.
—En mi opinión —dijo Moonglum—, en Nadsokor le recibirían con los brazos abiertos. La Ciudad de los Pordioseros se merece visitantes como el Portador del Fuego. Si llegamos a fallar, Elric, sólo el mar le detendrá..., y es posible que ni siquiera eso.
—Con la ayuda de Dyvim Slorm le detendremos. Esperemos que el mensaje de Karlaak llegue pronto a mi pariente.
—Si no llegara, amigo mío, nos resultará muy difícil luchar contra medio millón de guerreros.
—Oh, Conquistador —gritó el bárbaro—, poderoso Portador del Fuego... hay aquí unos hombres que desean hablarte.
—Hazlos pasar —farfulló una voz gruñona.
Entraron en la tienda maloliente, iluminada por una fogata temblorosa, rodeada de un círculo de piedras. Un hombre enjuto, vestido descuidadamente con unos ropajes brillantes robados al enemigo, estaba despatarrado en un banco de madera. En la tienda había varias mujeres; una de ellas se encargaba de escanciar vino en una copa de oro macizo que él le tendía.
Terarn Gashket apartó a la mujer de un empellón que la dejó tendida en el suelo, y observó a los recién llegados. Su rostro aparecía casi tan descarnado como los cráneos que colgaban ante su tienda. Tenía las mejillas hundidas y los ojos rasgados entrecerrados bajo unas cejas pobladas.
—¿Quiénes son?
—No lo sé, mi señor..., pero ellos dos solos han matado a diez de los nuestros y me habrían matado a mí también.
—No merecías otra cosa que la muerte si has permitido que te desarmaran. Fuera de aquí..., y búscate otra espada inmediatamente, o dejaré que los shamanes te arranquen las entrañas para que las utilicen en sus vaticinios.
El hombre se marchó a toda prisa.
Teram Gashtek volvió a sentarse en el banco.
—¿De modo que habéis matado a diez de mis valientes, y habéis venido aquí a jactaros de ello? ¿Qué explicación vais a ofrecerme?
—No hicimos más que defendernos de tus guerreros..., no queríamos pelear con ellos. —Elric habló lo mejor que pudo en la tosca Lengua Alta.
—He de reconocer que os defendéis bastante bien. Calculamos siempre tres habitantes por cada uno de nosotros. Se nota que eres occidental, aunque tu callado amigo tiene los rasgos propios de Elwher. ¿Venís del Este o del Oeste?
—Del Oeste —repuso Elric—, somos guerreros que viajamos libremente y vendemos nuestras espadas a quienes nos paguen o nos prometan un buen botín.
—¿Son todos los guerreros occidentales tan hábiles como vosotros? — Terarn Gashtek no logró ocultar que acababa de darse cuenta de que podría haber subestimado a los hombres que esperaba conquistar.
—Somos algo mejores que la mayoría —mintió Moonglum—, aunque no demasiado.
—¿Qué me decís de la brujería..., hay por estas tierras una magia muy potente?
—No —contestó Elric—, se trata de un arte perdido para la mayoría.
La fina boca del bárbaro se torció en una sonrisa, mitad de alivio, mitad de triunfo. Meneó la cabeza, metió la mano entre los pliegues vistosos de su túnica de seda y sacó un gato blanco y negro atado. Se puso a acariciarle el lomo. El animal se retorció, pero sólo pudo sisear a su captor.
—Entonces —dijo Terarn Gashtek—, no hay por qué preocuparse. Y ahora decidme por qué habéis venido. Podría torturaros durante días por haber matado a diez de mis mejores batidores.
—Reconocimos la oportunidad de enriquecernos si os prestábamos ayuda, Señor Portador del Fuego —repuso Elric—. Podríamos mostrarte las ciudades más ricas, conducirte hasta poblados mal defendidos que no tardarían nada en caer. ¿Nos aceptas en tus filas?
—Necesito hombres como vosotros. Os aceptaré a partir de este mismo instante, pero os advierto una cosa, no me fiaré de vosotros hasta que no hayáis probado que me sois leales. Buscaros un alojamiento, y esta noche, os espero para el festín. Os demostraré parte del poder que poseo..., el poder que aplastará la fuerza de Occidente y que arrasará sus tierras en diez mil millas a la redonda.
—Gracias —dijo Elric—. Esperaré ansioso a que llegue esta noche.
Abandonaron la tienda y vagaron por la abigarrada colección de tiendas y fogatas, carros y animales. La comida parecía escasear, pero el vino abundaba, y ayudaba a aplacar el hambre de los famélicos bárbaros.