Detuvieron a un guerrero y le transmitieron las órdenes que Teram Gashtek les había dado. El guerrero los condujo de mala gana hasta una tienda.
—Quedaos aquí..., era la que compartían tres de los hombres que habéis matado. Os pertenece por haberla ganado en batalla, al igual que las armas y el botín que hay dentro.
—Ya nos hemos enriquecido —dijo Elric con fingido deleite. Una vez en la tienda, que estaba más sucia que la de Terarn Gashtek, comenzaron a hablar.
—Me siento extrañamente incómodo —dijo Moonglum—, rodeado por esta horda traicionera. Y cada vez que pienso en lo que le hicieron a Eshmir, apenas logro disimular las ganas que tengo de acabar con ellos. ¿Qué hacemos ahora?
—Por el momento, nada. Esperemos hasta esta noche y veamos qué ocurre. —Elric suspiró—. Nuestra tarea parece imposible. Jamás había visto una horda tan numerosa como ésta.
—Por sí solos ya son invencibles —dijo Moonglum—. Incluso sin la magia de Drinij Bara que les ayuda a derrumbar las murallas de las ciudades, no existe un solo país que pueda hacerles frente, y ahora que las Naciones Occidentales disputan entre ellas, jamás podrán unirse a tiempo. La civilización misma corre peligro. Roguemos porque nos venga la inspiración..., al menos tus oscuros dioses son sofisticados, Elric; esperemos que la intromisión de los bárbaros les disguste tanto como a nosotros.
—Juegan extraños juegos con sus peones humanos —repuso Elric—, ¿quién sabe lo que planean?
En la tienda de Terarn Gashtek, donde el humo subía en espirales, habían colocado más antorchas cuando Elric y Moonglum entraron a grandes zancadas, y el festín, regado sobre todo con vino, ya había comenzado.
—Bienvenidos, amigos míos —gritó el Portador del Fuego enarbolando la copa—. Éstos son mis capitanes..., ¡unios a ellos!
Elric nunca había visto un grupo de bárbaros de tan fiero aspecto. Estaban todos medio borrachos, y al igual que su jefe, se habían envuelto con una variedad de prendas del botín. Pero las espadas que llevaban eran suyas.
Hicieron sitio en uno de los bancos y aceptaron el vino que bebieron con moderación.
—¡Traed a nuestro esclavo! —aulló Terarn Gashtek—. Traed a Drinij Bara, nuestro hechicero mascota.
Ante él, sobre la mesa, estaba el gato que no dejaba de luchar para quitarse las ataduras; junto a él, reposaba una espada de hierro.
Unos guerreros sonrientes entraron a rastras a un hombre de rostro adusto, lo dejaron junto al fuego y lo obligaron a arrodillarse ante el jefe bárbaro. Era un hombre delgado, y miraba con fiereza a Terarn Gashtek y al gato. Cuando sus ojos se toparon con la espada de hierro, apartó la vista.
—¿Qué quieres de mí ahora? —inquirió, malhumorado.
—¿Es ése el modo de dirigirte a tu amo, hechicero? No importa. Tenemos aquí unos huéspedes a los que hay que divertir... hombres que han prometido conducirnos a las ricas ciudades de los mercaderes. Queremos que hagas unos cuantos trucos para que ellos los vean.
—No soy un nigromante de feria. ¡No puedes pedirle algo así a uno de los más grandes hechiceros del mundo!
—Nosotros no pedimos..., ordenamos. Vamos, alégranos la velada. ¿Qué te hace falta para tu magia? ¿Unos cuantos esclavos..., la sangre de unas vírgenes? Pide y te será concedido.
—No soy un shamán que masculla conjuros..., no me hacen falta esos atavíos.
De pronto, el hechicero vio a Elric. El albino notó que la potente mente del hombre trataba de sondear la suya. Había sido reconocido por su compañero de oficio. ¿Le traicionaría Drinij Bara?
Elric se puso tenso, dispuesto ya a que lo denunciaran. Se reclinó en su asiento y, al hacerlo, hizo una señal con la mano que los hechiceros occidentales reconocerían... ¿sabría su significado el oriental?
Lo sabía. Por un momento, el oriental tartamudeó sin dejar de mirar al jefe bárbaro. Después se volvió y comenzó a hacer nuevos pases en el aire, sin dejar de mascullar para sí.
Los espectadores se quedaron boquiabiertos al ver que cerca del techo se formaba una nube de humo dorado que comenzó a transformarse en un enorme caballo, en el que iba montado un jinete en el que todos reconocieron a Terarn Gashtek. El jefe bárbaro se inclinó hacia adelante y miró ceñudo la imagen.
—¿Qué es esto?
Bajo los cascos del caballo, se desenrolló un mapa que representaba vastas zonas de tierra y mar.
—Son las tierras occidentales —gritó Drinij Bara—. Y haré una profecía.
—¿Cuál?
El caballo fantasmal comenzó a pisotear el mapa. Éste se partió y se deshizo en mil trozos humeantes. La imagen del jinete se esfumó también, en fragmentos.
—Esto es lo que el poderoso Portador del Fuego hará con las prósperas naciones del Oeste —gritó Drinij Bara.
Los bárbaros vitorearon exultantes, pero Elric apenas esbozó una sonrisa. El mago oriental se burlaba de Terarn Gashtek y de sus hombres.
El humo formó entonces un globo dorado que quedó envuelto en llamas para desaparecer después.
—Ha sido un buen truco, mago —dijo Terarn Gashtek riéndose a carcajadas—, y una verdadera profecía. Has cumplido bien con tu tarea. ¡Lleváoslo de vuelta a su perrera!
Mientras se llevaban a rastras a Drinij Bara, el hechicero echó una mirada inquisitiva a Elric, pero no dijo palabra.
Más tarde, esa misma noche, mientras los bárbaros continuaban bebiendo hasta quedar sumidos en el letargo, Elric y Moonglum se dirigieron al lugar donde mantenían encerrado a Drinij Bara.
Llegaron a la pequeña choza y vieron que un guerrero montaba guardia en la entrada. Moonglum sacó un odre de vino y fingiéndose borracho, avanzó tambaleante hacia el hombre. Elric se quedó donde estaba.
—¿Qué quieres, forastero? —gruñó el guardia.
—Nada, amigo mío, sólo queremos volver a nuestra tienda, es todo. ¿Sabes dónde está?
—¿Cómo iba a saberlo?
—Es cierto..., ¿cómo ibas a saberlo? Toma un poco de vino..., es bueno..., del suministro del mismo Terarn Gashtek.
—Probémoslo —dijo el hombre tendiendo la mano. Moonglum tomó un sorbo y luego le dijo:
—No, he cambiado de parecer. Es demasiado bueno para malgastarlo en un guerrero corriente.
—¿Ah, sí? —El guerrero avanzó unos cuantos pasos hacia Moonglum—. Vamos a averiguarlo. Quizá lo mezclemos con tu sangre para darle más sabor, amigo mío.
Moonglum retrocedió. El guerrero fue tras él.
Elric corrió sigilosamente en dirección a la tienda, se metió dentro y encontró a Drinij Bara, atado por las muñecas y tirado sobre una pila de cueros sin curtir. El mago miró hacia arriba.
—Tú..., ¿qué quieres?
—Hemos venido a ayudarte, Drinij Bara.
—¿A ayudarme a mí? ¿Por qué? No eres mi amigo. ¿Qué ganarías con ello? Arriesgas demasiado.
—Se me ocurrió ayudarte porque compartimos el mismo oficio —dijo Elric.
—Me lo imaginaba. Pero en mi tierra, los hechiceros no son tan amistosos... sino todo lo contrario.
—Te diré la verdad..., necesitamos tu ayuda para detener el sangriento avance del bárbaro. Tenemos un enemigo común. ¿Nos ayudarás si te ayudamos a recuperar tu alma?
—Te ayudaré. No hago más que pensar en la forma en que voy a vengarme. Pero por mi bien te pido que tengas cuidado... Si llegara a sospechar que has venido para auxiliarme, matará al gato y nos matará a nosotros.
—Intentaremos traerte a ese gato. ¿Es eso lo que te hace falta?
—Sí. El gato y yo hemos de intercambiar nuestra sangre, y entonces mi cuerpo recuperará el alma.
—Está bien, lo intentaré... —Elric se volvió al oír voces fuera—, ¿Qué es eso?
—Debe de ser Terarn Gashtek —repuso el hechicero, aterrado—. Todas las noches viene a burlarse de mí.
—¿Dónde está el guardia? —La voz ronca del bárbaro sonó clara cuando se acercó y entró en la tienda—. ¿Qué es esto...? —inquirió al ver a Elric, de pie junto al hechicero. Sus ojos se mostraron sorprendidos y cautelosos—. ¿Qué haces aquí, occidental..., y qué has hecho con el guardia?
—¿El guardia? —preguntó Elric, a su vez—. Yo no he visto ningún guardia. Buscaba mi tienda cuando oí gritar a este perro bastardo, y entré. Sentí curiosidad por ver a un mago tan poderoso vestido con sucios harapos y atado de este modo.
—Como vuelvas a sentir una curiosidad tan malsana, amigo mío —le dijo Terarn Gashtek, ceñudo—, descubrirás qué aspecto tiene tu propio corazón. Y ahora vete a dormir, que mañana partimos temprano.
Elric se fingió atemorizado y salió de la tienda dando tumbos.
Un hombre solitario, con el uniforme de Mensajero Oficial de Karlaak, espoleó su caballo en dirección al sur. El corcel galopaba por la ladera de una colina y el mensajero vio la aldea que se alzaba a lo lejos. Hacia ella se dirigió raudamente, y le gritó al primer hombre que vio:
—Deprisa, dime si conoces a Dyvim Slorm y a sus mercenarios imnyrianos y si han pasado por aquí.
—Sí..., hace una semana. Iban hacia Rignariom, junto a la frontera de Jadmar, para ofrecer sus servicios al Pretendiente al Trono Vilmiriano.
—¿Iban a caballo o a pie?
—De las dos maneras.
—Gracias, amigo mío —gritó el mensajero por encima del hombro, y salió al galope de la aldea, en dirección a Rignariom.
El mensajero de Karlaak cabalgó toda la noche sobre huellas frescas. Una fuerza numerosa había pasado por allí. Rogó porque se tratara de Dyvim Slorm y sus guerreros imnyrianos.
En Karlaak, ciudad de perfumados jardines, sumidos en una tensa atmósfera, sus ciudadanos esperaban noticias que sabían que tardarían en llegarles. Confiaban en el mensajero y en Elric. Si sólo uno de los dos lograba su cometido, no habría esperanza para ellos. Era preciso que ambos culminaran su tarea con éxito. Ambos.
El sonido machacón de las tropas en movimiento retumbó en la mañana lluviosa y la voz hambrienta de Terarn Gashtek los conminó con furia a que se dieran prisa.
Unos esclavos recogieron su tienda y la metieron en un carro. El Portador del Fuego espoleó a su caballo y arrancó su larga lanza de guerra de la tierra blanca, volvió grupas y salió rumbo al oeste, seguido de sus capitanes, entre los cuales se encontraban Elric y Moonglum.
Los dos amigos discutían el problema que se les presentaba en lengua occidental. El bárbaro esperaba que le condujeran hacia su presa, y como sus batidores cubrían amplias distancias, les resultaría imposible desviarlo de los poblados. Estaban ante un dilema porque sería una desgracia sacrificar otro pueblo para concederle a Karlaak unos cuantos días de gracia, sin embargo...
Poco después, dos batidores jadeantes se acercaron a Terarn Gashtek a todo
galope.
—¡Un poblado, mi señor! ¡Es pequeño y fácil de tomar!
—Por fin... esto nos permitirá poner a prueba nuestras espadas y comprobar lo fácil que es atravesar la carne occidental. Después apuntaremos a un blanco mayor. —Volviéndose a Elric, le preguntó—: ¿Conoces este poblado?
—¿Dónde se encuentra? —inquirió Elric, con voz apagada.
—A una decena de millas hacia el suroeste —repuso el batidor.
A pesar de que aquel poblado estaba condenado a muerte, Elric se sintió casi aliviado. Se referían al pueblo de Gorjhan. —Lo conozco —dijo.
Cavim, el talabartero, iba a entregar un juego de sillas de montar a una granja de las afueras del poblado cuando a lo lejos vio a los jinetes, en un momento en que los rayos del sol se reflejaron en sus brillantes yelmos. No cabía duda de que los jinetes venían desde el Erial de los Sollozos, y en su avance en formación, reconoció de inmediato la amenaza.
Volvió grupas y con la velocidad del miedo cabalgó de regreso al pueblo de Gorjhan.
El barro seco de la calle tembló bajo los cascos del caballo de Cavim y su grito agudo, exaltado, acuchilló los postigos de las ventanas.
—¡Saqueadores! ¡Saqueadores! ¡Vienen hacia aquí!
Al cabo de un cuarto de hora, los jefes del pueblo habían convocado una conferencia para debatir si huían o se quedaban a luchar. Los ancianos aconsejaron a sus vecinos que huyesen de los saqueadores; los jóvenes preferían quedarse, armarse y presentar batalla. Otros adujeron que el pueblo era demasiado pobre como para ser atacado por saqueador alguno.
Los habitantes de Gorjhan continuaban con el acalorado debate cuando la primera oleada de saqueadores se acercó vociferante a las murallas del pueblo.
Cuando se dieron cuenta de que no les quedaba más tiempo para discutir, advirtieron también cuál sería su fin, y corrieron a los baluartes empuñando sus patéticas armas.
Terarn Gashtek avanzó vociferante entre los bárbaros que pisoteaban el barro que rodeaba Gorjhan y les ordenó:
—¡No perdamos tiempo en sitiarlos! ¡Traedme al hechicero!
Condujeron ante él a Drinij Bara. De entre los pliegues de sus ropas, Terarn Gashtek sacó al gato negro y le acercó una espada de hierro al cogote.
—Utiliza tu hechizo, mago, y derriba las murallas, El hechicero frunció el ceño y sus ojos buscaron a Elric, pero el albino apartó la mirada y volvió grupas.
El hechicero sacó un puñado de polvo del morral que llevaba colgado del cinto y lo lanzó en el aire, donde se convirtió primero en un gas, luego en una bola de fuego, y finalmente entre las llamas se formó una cara, una espantosa cara inhumana.
—Dag-Gadden, el Destructor —canturreó Drinij Bara—, nuestro antiguo pacto te obliga... ¿vas a obedecerme?
—Es mi deber, por lo tanto lo haré. ¿Qué deseas?
—Que destruyas las murallas de este poblado y que dejes a los hombres que hay tras ellas, desnudos como cangrejos sin sus caparazones.
—Para mí la destrucción es un placer, y a destruir voy cuanto me has ordenado.
El rostro llameante se esfumó para elevarse dejando un rastro de fuego y convertirse en una bóveda escarlata que ocultó el cielo.
Luego cayó sobre el poblado ya su paso, las murallas de Gorjhan crujieron, se desmoronaron y desaparecieron.
Elric se estremeció. Si Dag-Gadden llegaba hasta Karlaak, su ciudad acabaría de igual modo.
Triunfantes, las tropas bárbaras arrasaron el poblado indefenso.
Cuidándose de no tomar parte en la matanza, Elric y Moonglum nada pudieron hacer para ayudar a las víctimas. La vista de aquel derramamiento de sangre sin sentido los enfureció. Se ocultaron en una casa que, hasta aquel momento, parecía no haber sido alcanzada por el pillaje de los bárbaros. En su interior hallaron a tres niños acurrucados alrededor de una niña mayor, que aferraba entre sus manitas una vieja guadaña. Temblando de miedo, se dispuso a hacerles frente.