La maldición del demonio (6 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
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El charco de sangre que había en la base de la plataforma comenzaba a secarse, y se le adhirió a los tacones cuando pasó por encima y ascendió los escalones hasta detenerse frente al drachau, que tenía poder de vida y muerte sobre todos los druchii de Hag Graef; uno o más perdían la cabeza al final de cada Hanil Khar. Unos morían a causa de delitos, otros por insultar al drachau con regalos insignificantes. Algunos morían simplemente porque el drachau deseaba hacer una demostración de su poder.

Tres escalones antes de llegar a lo alto, Malus se detuvo con el cuello al alcance de la enorme espada curva.

—Otro año ha pasado en el exilio, otra deuda de sangre para los usurpadores de Ulthuan —salmodió el drachau.

—No perdonamos y no olvidamos —respondió Malus.

—Somos el pueblo del hielo y la oscuridad, sustentados por nuestro odio. Vivimos para el Rey Brujo y para vengar las viejas injusticias.

—Mediante fuego, sangre y destrucción.

El drachau se encumbraba sobre él, con los ojos ocultos tras el rojo resplandor que surgía de la visera del casco.

—El vasallo leal le ofrece tributo a su señor. ¿Qué regalos pones a mis pies, leal vasallo? —La mano del drachau apenas apretó la empuñadura de la espada.

Malus clavó los ojos en la feroz mirada del drachau. Se le ocurrió una idea: «¿Estará enterado de mi fracaso? ¿Buscará dejarme en mal lugar ante la corte?» Reprimió un impulso de cólera asesina.

—Grande y terrible señor, todo cuento tengo es tuyo: mi espada, mis sirvientes, mi odio. Son todo cuanto poseo. —«Y haríais bien en temerlos», insinuó su mirada desafiante.

Durante un momento, la acorazada figura guardó silencio. A tan corta distancia, Malus oía la respiración del drachau, que salía como el aire de un fuelle por las ranuras del casco.

—Cada año la respuesta es la misma —atronó la amenazadora voz del drachau—. Otros señores ponen oro, carne y maravillosas reliquias a mis pies. Sirven a la ciudad y al Rey Brujo e infligen tormentos a nuestros enemigos. Naggaroth no tiene sitio para los débiles ni para los cobardes, Malus Darkblade.

Un temblor sutil recorrió a los reunidos. Malus se tensó ante el menosprecio de aquel ser antiguo.

—Entonces, acabad conmigo, terrible señor —gruñó—. Mojad vuestro plateado acero en mi sangre. Pero la mano amputada no puede golpear al enemigo ni defender las leyes del reino. No puede servir al Estado.

—Excepto como ejemplo para los demás.

—Creo que mi señor y amo no carece de ejemplos, pero la devoción es algo precioso, y el señor sabio no la desperdicia. Los druchii bebemos abundantemente del mundo. Nos hallamos en la frontera de la Oscuridad Exterior y nos complacemos de ello como no lo haría ningún otro. Derramamos océanos de sangre y segamos reinos de almas según nuestro deseo, pero no desperdiciamos cosas que nos resultan útiles.

El drachau estudió a Malus en silencio. Por primera vez en la vida, el noble sintió que caminaba por el filo de una navaja y se tambaleaba hacia el abismo. Luego, bruscamente, el señor supremo de los druchii tendió hacia el noble el gran guantelete provisto de garras.

—Acepto tu juramento de lealtad, Malus, hijo de Lurhan. Pero no basta con ser leal; el esclavo también debe temer a su señor y saber respetar el golpe del látigo. Puesto que tus regalos son exiguos, tu sufrimiento debe ser tanto mayor.

Malus apretó los dientes. Mediante la fuerza de voluntad se obligó a avanzar un paso más hacia el drachau. «Me has perdonado la vida, pero has declarado que soy una presa ante toda la corte —pensó hirviendo de furia—. Muy bien, pues, demostrémosles qué clase de bestia soy.»

—Haz tu voluntad, terrible señor —dijo, e incluso llegó a posar la cabeza en el guantelete del drachau—. La oscuridad espera.

«Y aprenderé de ella —pensó Malus, cuya mente hervía de odio—. Sorberé de ella. Me llenaré las venas del más negro veneno y cargaré de odio mis músculos, y llegado el momento, te retorcerás y te lo harás todo encima, y pedirás misericordia a gritos ante mí.»

La conciencia volvió como la marea, llenando los rincones y las grietas de su mente. Caminaba con paso torpe y vacilante. Tenía la ropa empapada en sudor, orines y sangre. Sentía el sabor de la sangre en la boca y la lengua hinchada en el sitio en que se la había mordido. Por ambos lados, pasaba multitud de gente cuyos rostros pálidos y borrosos flotaban en la periferia de su percepción.

Dentro de la mente tenía sombras que retrocedían furtivamente ante la conciencia. Eran cosas oscuras, frías y provistas de garras, antiguas más allá de lo comprensible. Lo tentaban y acobardaban. Si se concentraba demasiado en los recuerdos, sentía que comenzaba a deteriorarse la tenue posesión de su cuerpo.

De repente, se detuvo. Percibía figuras muy cercanas que lo rodeaban por tres lados. No lo tocaban ni le ofrecían mano alguna para que se sujetara. Malus inspiró profundamente, y el mundo volvió a ser nítido.

—¿He gritado? —susurró.

—Ni un solo sonido —le murmuró Lhunara al oído, y sintió la respiración cercana y cálida de ella—. Ni te tambaleaste.

Malus se irguió y se encaró con las puertas que llevaban al patio exterior. Oía la distante voz de Urial, que, a su vez, le dirigía la palabra al drachau.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Malus.

Lhunara hizo una pausa.

—Ha sido el más largo que he presenciado jamás. Oí que Isilvar le decía a uno de sus hombres que pensaba que ibas a morir.

El noble logró sonreír como un lobo.

—En ese caso, me complace decepcionarlo una vez más.

Con pasos más firmes y decididos, Malus avanzó a grandes zancadas hacia las enormes puertas de roble ennegrecido, que se abrieron ante él sin hacer el más leve ruido. Al otro lado, una multitud de nobles menores aguardaban con sus sirvientes. Les llegaría el turno de encararse con el drachau, pero la caricia del guantelete no era para ellos. En cambio, se infringían sus propias formas de mortificación, cortándose y perforándose la carne para demostrar su lealtad.

El aire estaba cargado del olor de tanta sangre derramada. Entre los estamentos sociales inferiores que se encontraban en el patio exterior, la atmósfera era más bien de celebración, con sirvientes que transportaban bandejas de comida y vino o sufrían a capricho de sus amos. Risas, suspiros de placer y agudos gritos de dolor se alzaban como apoyaturas por encima del murmullo general de conversación.

Entre las multitudes había abierta una larga avenida flanqueada por los guardias de la ciudad para que los nobles pudieran ir y venir sin impedimentos. Los hidalgos druchii se apiñaban a lo largo del recorrido para observar los semblantes demudados de los nobles que se marchaban y susurrarse al oído. Malus contempló con desdén los rostros de los reunidos y obligó a su cuerpo a funcionar como debía hasta recorrer toda la avenida.

Al final, aguardaba otro grupo más pequeño de druchii. Pasado un momento, reparó en que uno de los tres nobles en particular lo contemplaba con considerable interés. Forzó su maltratada mente para que intentara reconocer la cara, pero no le vino a la cabeza ningún nombre.

El noble era de mediana estatura y algo huesudo, como si la desgarbada época de la adolescencia no hubiese acabado del todo al llegar por fin a la edad adulta. Llevaba la cabeza afeitada, excepto por el nudo al estilo corsario, y en las orejas puntiagudas destellaban aros de plata. El estrecho mentón quedaba parcialmente oculto por una perilla rala, y los oscuros ojos estaban muy abiertos de emoción y brillaban con conocimiento oculto.

«¿Quién se cree que es este estúpido?», se preguntó Malus con el entrecejo fruncido. El ropaje y el kheitan del druchii eran de bastante buena calidad, pero tenían un corte rústico, y el cuero llegaba casi hasta las rodillas del elfo. La piel rojo oscuro tenía grabado el sigilo de un pico de montaña. Malus se detuvo en seco.

«Fuerlan, por supuesto.»

—Bien hallado, mi señor —dijo Fuerlan con tono untuoso al mismo tiempo que hacía una profunda reverencia.

Antes de que Malus pudiera responder, el naggorita corrió hacia él con total desprecio hacia cualquier pretensión de conducta adecuada. Los dos hombres que lo acompañaban, evidentemente caballeros locales sin ninguna otra perspectiva o quizá mercenarios, siguieron a su señor de mala gana. Lhunara siseó de forma amenazadora, pero Malus la contuvo con un ligero gesto de la mano.

—¿Recibiste la carta mi señor? —preguntó Fuerlan en voz baja—. No fue insignificante el coste de lograr que se entregara en Ciar Karond antes de tu llegada.

Malus estudió con cautela al rehén naggorita. Su presencia en la corte tenía por finalidad garantizar la paz entre Hag Graef y Naggor, un acontecimiento reciente tras décadas de amargas y sangrientas hostilidades. Como tal, el estúpido gozaba de un grado de protección con el que podían contar pocos miembros de la corte. La cautela luchaba con la negra furia en el corazón de Malus.

—¡Ah, sí!, la recibí —respondió con frialdad.

—¡Excelente! —Fuerlan se inclinó aún más hacia él, y su voz adoptó un tono de conspiración—. Tenemos mucho de lo que hablar, temido señor. Como ya sabes, hace algún tiempo que estoy en la corte y entre tus parientes —e intentó sonreír con humildad—, y me precio de tener algo de destreza en el arte de la intriga. Me he enterado de algunas cosas, cosas muy interesantes que creo que tendrán importancia para ti. —Fuerlan posó una mano sobre un brazo del noble—. Podríamos sacar mucho provecho si formáramos una alianza de iguales...
¡Ah!

La mano izquierda de Malus se cerró en torno a la garganta de Fuerlan en un movimiento tan mortal y veloz que apenas se vio como un borrón. El naggorita palideció y se le salieron los ojos de las órbitas. Uno de los guardias avanzó corriendo y lanzó un grito al mismo tiempo que tendía una mano hacia la muñeca de Malus, pero la espada de Lhunara silbó en el aire y le cortó la cabeza al caballero, de cuyo cuello manó una fuente de sangre. El segundo guardia de Fuerlan retrocedió con paso tambaleante a la vez que alzaba una mano en señal de rendición, y desapareció con rapidez entre la multitud.

—¡Ah, sí! Fuerlan, tú y yo tenemos algunas cosas de las que hablar —siseó Malus mientras le apretaba más el cuello.

La cara de Fuerlan estaba volviéndose de un tono rojo pálido y sus manos intentaban inútilmente apartar la presa de hierro del noble.

—Hablaremos después de que te haya arrancado la piel del mugriento pecho a latigazos, te haya separado los músculos de los huesos con finos cuchillos afilados y te haya abierto las costillas para enseñarte los arrugados órganos que tienes dentro. Después de que haya dado nueva forma a tu lastimosa cara con mis ganchos y púas y me la haya puesto como una máscara ante tus propios ojos, entonces me dirás cómo supiste cuándo y por dónde regresaría yo a Naggaroth. Me dirás quién te dio esa información y por qué. Me lo dirás todo. Y luego, implorarás con labios destrozados que evite enseñarte hasta qué profundidad llega realmente la oscuridad dentro de mí.

«Nadie lo sabe —pensó Malus, salvajemente—. Pero, ay, yo se lo enseñaré a todos.»

4. Pactos de medianoche

Malus Darkblade se reclinó en la silla de fresno ennegrecido con una pierna pasada por encima de uno de los reposabrazos curvos, y estudió la pulposa figura que se estremecía colgada de ganchos en el centro de la pequeña estancia. Cada convulsión hacía tintinear suavemente las cadenas de hierro, un sonido sedante tras la acalorada actividad de las horas previas. Al sentir que el ímpetu del señor se había agotado, una media docena de esclavos se deslizó silenciosamente fuera de las sombras que rodeaban el perímetro de la estancia y se detuvo a respetuosa distancia de su amo.

—Bañadlo en ungüentos y cosedlo, luego dadle vino y
hushalta
, y llevadlo de vuelta a sus aposentos —dijo Malus con la voz enronquecida de tanto gritar.

Habían desaparecido la debilidad y el delirio que había experimentado tras la penosa prueba a que lo había sometido el drachau, reemplazados por una oscura y plácida calma. En el pasado, los horrores de la prueba siempre se habían desvanecido con rapidez y habían resurgido luego sólo en pesadillas o en momentos de gran pasión; esa vez había sido algo diferente. Se había superado a sí mismo con Fuerlan. ¡Qué exquisito tapiz de dolor!, ¡qué horror!, ¡qué oscuridad! Había averiguado muchas cosas, había alcanzado muchas visiones internas que nunca antes había conocido. Y también Fuerlan. Malus lo veía en sus ojos. Sólo el tiempo diría si el vistazo echado al abismo le había proporcionado sabiduría o locura, pero a él le importaba muy poco.

Había averiguado todo lo que necesitaba saber. Eso, y mucho más por añadidura.

Detrás de él sonaron los pasos de alguien que atravesaba la habitación. Un alto druchii, que llevaba peto y grebas de acero pulido, se detuvo junto a Malus. Era joven, apuesto, carecía de cicatrices y lucía el
hadrilkar
de la casa de Malus. Su rostro manifestó contrariedad al estudiar la artística ruina que era entonces el cuerpo de Fuerlan.

—Eso ha sido imprudente —dijo al mismo tiempo que le ofrecía a Malus una copa de vino humeante.

Malus aceptó la copa, agradecido. Tenía las manos y los brazos cubiertos de rojo hasta los codos, y regueros de sangre brillaban sobre los duros músculos de su pecho desnudo.

—He tenido cuidado, Silar. Vivirá, más o menos. —Sonrió cruelmente mientras bebía un sorbo de vino—. Nada hay en el tratado que diga que mis huéspedes no pueden... divertirme... de vez en cuando.

—Él no es tu huésped, Malus. Fuerlan pertenece al drachau, que quiere que acabe la hostilidad con Naggor. Tomarse eso a la ligera es peligroso, especialmente ahora.

Malus le dirigió a Silar una penetrante mirada. La mayoría de los guardias nunca se habrían atrevido a hablarle con tanta franqueza a su señor, ya que hacerlo era una buena manera de acabar colgando de unas cadenas como Fuerlan, o algo peor. Pero Silar Sangre de Espinas era un druchii de considerables habilidades y, aunque resultara desconcertante, de poca ambición, por lo que Malus le daba un poco más de libertad que a la mayoría.

—¿Por qué llevas la armadura puesta?

—Atrapamos a un asesino en la torre mientras estabas en la corte.

Los ojos del noble se entrecerraron.

—¿Dónde?

—En tus aposentos. —Silar se movió con incomodidad, mirando al suelo—. Aún no sabemos cómo entró. Las... precauciones... que tu media hermana puso en tu dormitorio nos advirtieron de su presencia, pero aun así logró matar a dos hombres antes de que pudiéramos acorralarlo.

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