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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (38 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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En un gesto impulsivo, Ana alargó la mano, tomó la de Iridal y la estrechó con fuerza.

—¡Yo también iría a donde fuere y afrontaría cualquier peligro por encontrar a mi pequeña, si la hubiese perdido! Sé cómo te sientes y te comprendo. Pero, querida dama, debes atender a razones y...

—Exacto, dama Iridal —asintió Stephen en tono aún áspero—. Disculpa si al principio he sido demasiado rudo. Es el peso de la carga que ha caído sobre mí, cuando parecía que por fin mis hombros habían quedado libres de lastre, lo que me ha hecho perder la paciencia. Dices que no irás sola. Señora mía,

Una legión entera no bastaría para... —El rey se encogió de hombros.

—No quiero una legión. Sólo quiero un hombre. Uno que vale por un ejército. El mejor de todos: tú mismo lo dijiste. Si no estoy equivocada, registraste todo el reino en su busca y lo salvaste del tajo del verdugo. Conoces su temple y su valor mejor que nadie, puesto que lo contrataste para hacer un trabajo peligroso y delicado.

Stephen contempló a la mujer con espanto; Triano, con preocupada perplejidad. Ana soltó la mano de Iridal y, atenazada por el sentimiento de culpa, se acurrucó en su asiento.

Iridal se puso en pie, alta y majestuosa, orgullosa e imperial. —Contrataste a ese hombre para matar a mi hijo.

—¡Que nuestros bondadosos antepasados nos amparen! —Clamó Stephen con voz ronca—. ¿Acaso los misteriarcas habéis adquirido el poder de resucitar a los muertos?

—Nosotros, no —musitó Iridal—. Nosotros, no. Y doy gracias por ello, pues es un don terrible. —Durante unos instantes interminables permaneció callada; luego, con un suspiro, levantó la cabeza con gesto resuelto—. ¿Y bien? ¿Tengo el permiso real para intentarlo? No tienes nada que perder. Si fracaso, no estarás peor que antes. Diré a mi gente que regreso al Reino Superior. Si no vuelvo, puedes decirles que he muerto allí. Nadie podrá achacarte la culpa. Concédeme unos días, Stephen.

El monarca se incorporó, juntó las manos tras la espalda y deambuló por la estancia. Hizo una pausa y consultó con Triano.

—¿Bien, qué dices tú, mago? ¿Hay alguna alternativa?

—Ninguna que tenga posibilidades de éxito, por remotas que sean. La dama Iridal está en lo cierto, señor. No tenemos nada que perder y sí mucho que ganar. Si está dispuesta a correr el riesgo...

—Lo estoy, Majestad —asintió la misteriarca. —Entonces, estoy conforme, señor —dijo Triano.

Stephen miró a su esposa.

—¿Qué dice la reina? —No tenemos alternativa. —Ana habló sin levantar la cabeza—. Ninguna alternativa. Y después de lo que hicimos... —Se cubrió los ojos con la mano.

—Si te refieres a contratar a un asesino para matar al pequeño, tampoco entonces tuvimos otra alternativa —replicó Stephen, serio y enérgico—. Está bien, dama Iridal, te concedo quince días. Al término de este plazo, nos reuniremos con el príncipe Reesh'ahn en Siete Campos para elaborar los planes para la alianza de nuestros tres ejércitos y el derrocamiento definitivo del imperio de Tribus. Si Bane aún está en manos elfas para entonces...

—¡No te preocupes, Stephen! No fallaré. ¡Esta vez, no le fallaré a mi hijo! — Con estas palabras, la misteriarca dedicó una profunda reverencia a cada miembro de la real pareja.

—Os acompañaré a la salida, mi señora —se ofreció Triano—. Será mejor que salgáis por donde habéis entrado. Cuanta menos gente sepa que habéis estado aquí, mejor. Si Sus Majestades...

—Sí, sí, puedes marcharte. —Stephen agitó la mano con brusquedad. Mientras Triano abandonaba la estancia, el rey le dirigió una mirada de inteligencia. Triano bajó la vista, indicando que había entendido.

Mago y misteriarca salieron del estudio, donde Stephen se sentó de nuevo a esperar el regreso de su consejero.

Los Señores de la Noche extendieron sus capas sobre el cielo, y la luz del Firmamento se amortiguó. La sala en la que rey y reina esperaban juntos, callados e inmóviles, quedó en penumbra, pero ninguno de los dos se movió para encender alguna luz. Las sombras nocturnas acompañaban perfectamente sus lúgubres pensamientos.

Una puerta se abrió discretamente; no la que habían usado el mago y la dama Iridal para salir, sino otra, una puerta secreta situada al fondo del estudio y oculta tras un cuadro de la pared. De ella emergió Triano, portando una lámpara de hierro que iluminaba su camino.

Stephen parpadeó y levantó la mano para proteger los ojos de la súbita luminosidad.

—Apaga eso —ordenó. Triano obedeció. El rey continuó hablando—: La propia Iridal nos dijo que Hugh
la Mano
había muerto. Ella misma nos contó cómo había sido su muerte.

—Es evidente que nos ha mentido, señor. Eso, o se ha vuelto loca, y no creo que haya perdido la razón. Más bien me inclino a pensar que la misteriarca previó el día en que su conocimiento sería de utilidad para ella.

Stephen refunfuñó y calló otra vez. Luego, lenta y pesadamente, murmuró:

—Ya sabes lo que debe hacerse. Supongo que por eso la trajiste aquí.

—Sí, señor. Aunque debo confesar que no había imaginado que se ofrecería ella misma para ir a buscar al niño. Sólo esperaba que Iridal pudiera establecer contacto con él. Desde luego, esto simplifica mucho las cosas.

—¿Es preciso hacerlo, Stephen? —La reina Ana se puso en pie—. ¿No podríamos dejar que lo intentara...?

—Mientras el muchacho siga vivo, no importa si es en el Reino Superior, en el Inferior, en el nuestro o en cualquier otro, será un peligro para nosotros... y para nuestra hija.

Ana bajó la cabeza y no añadió nada más. Stephen miró a Triano y asintió. El mago, tras una reverencia, abandonó la estancia por la puerta secreta.

La pareja real aguardó un momento más en la oscuridad para recuperar el dominio de sí mismos, para volver a colocarse sus falsas sonrisas, ensayar las risas despreocupadas y jugar a urdir planes e intrigas mientras en la cena, por debajo de la mesa, donde nadie podía verlos, sus frías manos se tocarían y se estrecharían con fuerza.

CAPÍTULO 22

MONASTERIO KIR,

ISLAS VOLKARAN

REINO MEDIO

Los perfiles angulosos de las paredes de granito que formaban el monasterio kir se alzaban, negros y severos, contra la luz mortecina y suavemente radiante que despedía la coralita de las colinas de alrededor. El edificio estaba oscuro y silencioso; de su interior no escapaba luz o sonido alguno. Un quinqué solitario que ardía con una débil llama sobre la entrada —una señal para quienes precisaban socorro— era el único indicio de que el lugar estaba habitado.

Iridal desmontó de su dragón y dedicó unos momentos a calmarlo, acariciándole el cuello. La criatura estaba nerviosa, inquieta, y no respondió de inmediato al hechizo de sueño que la mujer intentó lanzarle. Los jinetes siempre hacían dormir a sus dragones después de un vuelo; el hechizo no sólo proporcionaba a la criatura el descanso preciso, sino que la volvía inofensiva, evitando que se le ocurriera arrasar los alrededores en ausencia de su jinete.

Pero aquel dragón se resistía a dejarse hechizar. Apartaba la cabeza, tiraba de las bridas y agitaba la cola a un lado y a otro. De haber sido una jinete de dragones experimentada, Iridal habría reconocido en aquellas reacciones una señal de que había otro dragón en las proximidades.

Los dragones son criaturas muy sociables, amantes de la compañía de sus congéneres, y el de Iridal prefería claramente una charla amistosa a una siesta. El dragón estaba demasiado bien entrenado como para lanzar una llamada (las criaturas aprenden a guardar silencio para no delatar su posición a un posible enemigo), pero no necesitaba emplear la voz pues podía percibir a un compañero por muchos otros medios: el olfato y el oído, entre otros más sutiles.
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Si el otro dragón hubiera respondido, Iridal habría tenido que recurrir a medidas mas firmes para dominar a su montura. Sin embargo, la otra criatura no dio ni la más pequeña muestra de haberse percatado de su presencia.

El dragón que le habían prestado a Iridal —una criatura mansa, de una inteligencia nada excepcional— se mostró dolido, pero era demasiado estúpido como para sentirse ofendido gravemente. Fatigado del largo viaje, el dragón se relajó por fin y atendió a las palabras tranquilizadoras de Iridal.

Cuando vio que los párpados se cerraban y la cola empezaba a enroscarse en torno a sus patas, y que las garras se hundían con firmeza en el suelo para quedar bien apoyado, Iridal se apresuró a entonar el encantamiento. El dragón no tardó en quedar profundamente dormido. No volvió a preocuparse por la causa de la inquietud de su montura; concentrada en sus reflexiones sobre el inminente encuentro, que la misteriarca sabía que no sería en absoluto agradable, Iridal borró de su mente la extraña conducta del dragón y empezó a recorrer la corta distancia que la separaba del monasterio.

El edificio carecía de muralla exterior protectora, y ninguna verja impedía la entrada. Los monjes de la muerte no necesitaban de tales protecciones. Cuando los elfos habían ocupado las tierras humanas, habían saqueado y arrasado poblaciones enteras, pero los monasterios kir habían permanecido intactos. Hasta el elfo más ebrio de vino y de sangre recobraba la sobriedad al momento cuando se acercaba a aquellos muros negros y helados.
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Iridal reprimió un escalofrío y se concentró de nuevo en lo importante, la recuperación de su hijo perdido. Envuelta en la capa, avanzó con paso firme hasta la puerta de barro cocido, iluminada por el quinqué. Sobre la puerta colgaba una campanilla de hierro. Iridal tiró de la cadena. El tintineo metálico sonó amortiguado y quedó absorbido de inmediato, engullido por las gruesas paredes del edificio. Aceptada como una necesidad para el contacto con el mundo exterior, los monjes permitían que la campanilla hablase, pero no que cantase.

Captó un ruido chirriante. En la puerta apareció una abertura y, en ésta, un ojo.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó sin interés una voz monocorde.

Iridal, con los pensamientos en su hijo, se quedó paralizada, sorprendida y alarmada ante la pregunta. Tomó las palabras como un presagio siniestro y estuvo a punto de dar media vuelta y escapar de allí, pero la lógica se impuso. La misteriarca se recordó que la pregunta —tan espantosa para ella— era perfectamente natural para los residentes entre aquellos muros.

Los monjes kir veneran la muerte y consideran la vida una especie de estancia en una cárcel que debemos soportar hasta que el alma pueda escapar y encontrar la paz y la felicidad verdaderas en otra parte. Así pues, los kir no prestan ayuda a los vivos, no cuidan a los enfermos ni dan de comer a los hambrientos ni atienden a los heridos. En cambio, asisten a los muertos y celebran el hecho de que el alma haya abandonado su cautiverio. A los kir no les perturba la muerte ni siquiera en sus formas más horribles. Se ocupan de la víctima cuando el asesino ha terminado, recorren el campo de batalla cuando la lucha ha cesado, entran en la ciudad apestada cuando todos los demás han huido...

El único servicio que los monjes ofrecen a los vivos es la custodia de los niños varones desamparados: huérfanos, bastardos, hijos que sus padres no pueden mantener. Todos ellos son educados en la Orden, en el culto a la muerte, y así pervive la tradición kir.

La pregunta que el monje había hecho a Iridal era la que formulaba a cualquiera que llegara a la puerta del monasterio a aquellas horas de la noche, pues, ¿qué otra razón podía tener nadie para acercarse a aquellos muros ominosos?

—No vengo por los muertos —respondió Iridal, recobrando el dominio de sí misma—. Vengo por los vivos.

—¿Se trata de algún niño? —inquirió el monje.

—Sí, hermano —contestó la mujer. «Aunque no en el sentido que lo has dicho», añadió en silencio para sí.

El ojo desapareció, y la mirilla se cerró con un chasquido. La puerta se abrió, y el monje se hizo a un lado con el rostro oculto bajo la capucha negra que le cubría la cabeza. El monje no le dio la bienvenida, no inclinó la cabeza como saludo ni le dedicó ninguna otra muestra de respeto; se limitó a mirar a la recién llegada con muy poco interés. La mujer estaba viva y los vivos apenas contaban para los kir.

El monje avanzó por un corredor sin volver la mirada a Iridal en ningún momento, dando por supuesto que la mujer decidiría si quería seguirlo o no. La condujo a una sala de grandes dimensiones, no lejos de la entrada; desde luego, demasiado cerca como para permitirle más que una fugaz visión del interior de los muros del monasterio. Estaba más oscuro dentro que fuera, pues, en el exterior, la coralita despedía su leve fulgor plateado. En el interior, no había lámparas que iluminasen los pasillos y las salas. Aquí y allá, Iridal distinguió el resplandor de una vela cuya débil luz vacilante permitía a su portador avanzar sin tropiezos. El monje invitó a Iridal a entrar en la estancia, le dijo que aguardara y le anunció que el abad acudiría en breve. Después, se marchó y cerró la puerta con llave, dejando a Iridal incomunicada y a oscuras.

La misteriarca sonrió, al tiempo que se estremecía y se arrebujaba bajo la capa. La puerta era de barro cocido, como todas las del monasterio. Con su magia, Iridal podía hacerla añicos como si fuera hielo. Sin embargo, decidió sentarse a esperar pacientemente, consciente de que no era el momento indicado para recurrir a amenazas. Eso llegaría más tarde.

La puerta se abrió, y entró un hombre portando una vela. Era un anciano de considerable estatura, delgado y enjuto hasta el punto de parecer que no tenía carne suficiente para cubrir todos sus huesos. Estaba completamente calvo, o tal vez llevaba el cráneo rasurado. Apenas dedicó una mirada a Iridal mientras pasaba por delante de ella y, sin la menor cortesía, tomó asiento tras un escritorio. Cogió una pluma, alargó la mano, colocó debidamente una hoja de pergamino y —sin mirar a la mujer ni siquiera entonces— se dispuso a escribir.

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