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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (42 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—¡Silencio! —La interrumpió el hombre—. Que quede claro, señora: a partir de ahora harás lo que yo diga y cuando lo diga. Nada de preguntas. Si hay tiempo, te daré explicaciones; si no lo hay, tendrás que confiar en mí. Rescataré a ese hijo tuyo. Y tú me ayudarás a encontrar a Alfred. ¿Cerramos el trato?

—Sí —se apresuró a responder Iridal.

—Bien. —Hugh bajó la voz y dirigió la mirada a la puerta—. Necesito a dos monjes aquí. Y ningún observador. ¿Puedes encargarte?

Iridal se acercó a la puerta y abrió la mirilla. En el pasillo había un monje, probablemente con órdenes de esperar a que la mujer saliera.

La misteriarca se volvió y asintió.

—¿Estás en condiciones de andar? —preguntó en voz alta, con tono de repugnancia.

Hugh captó la indirecta. Depositó la pipa con todo cuidado cerca de la chimenea y luego, cogiendo la botella de vino, la estrelló contra el suelo. Tropezó con la mesa, cayó en el charco de vino derramado y cristales rotos y rodó entre ellos.

—¡Oh, sí! —murmuró, tratando de incorporarse sin conseguirlo—. Claro que estoy en condiciones. Vamos.

Iridal volvió a la puerta y llamó enérgicamente con los nudillos.

—Ve a buscar al abad —ordenó.

El monje se marchó y regresó con el superior. Iridal corrió el cerrojo y abrió la puerta.

—Hugh
la Mano
ha accedido a acompañarme —anunció—, pero ya ves el estado en que se encuentra. Es incapaz de caminar sin ayuda. Si dos de tus monjes pudieran transportarlo, te estaría sumamente agradecida.

El abad frunció el entrecejo con aire dubitativo. Iridal sacó una bolsa de debajo de la capa.

—Mi gratitud es de naturaleza material —añadió, sonriendo—. Creo que las donaciones al monasterio siempre son bien recibidas...

El abad aceptó la bolsa.

—Enviaré a dos de los hermanos. Pero no debes mirarlos ni hablar con ellos.

—Entendido, abad. Ya estoy dispuesta para marcharme.

No se volvió para mirar a Hugh, pero escuchó claramente el crujir de los cristales rotos, la respiración pesada y las maldiciones por lo bajo.

El abad se mostró muy complacido y agradecido por su partida. La misteriarca había perturbado el monasterio con sus imperiosas exigencias, había causado una conmoción entre los hermanos y había traído demasiado del mundo de los vivos a un lugar dedicado a los muertos. Él mismo escoltó a Iridal escaleras arriba y por los pasadizos del monasterio hasta la puerta de entrada. Una vez allí, prometió que enviaría a Hugh a reunirse con ella, por su pie si podía andar, o trasladado por sus monjes si era incapaz de hacerlo. Tal vez el abad tampoco lamentaba librarse de su incómodo huésped.

Iridal inclinó la cabeza y expresó su agradecimiento, sin decidirse a emprender la marcha. Deseaba quedarse en las inmediaciones por si Hugh necesitaba su ayuda, pero el abad, con la bolsa entre las manos, no desapareció en el interior del edificio sino que aguardó bajo el quinqué de la puerta para asegurarse de que la mujer se alejaba de verdad.

Así pues, a Iridal no le quedó otro remedio que dar media vuelta, abandonar las cercanías del monasterio y regresar donde aguardaba dormido su dragón. Sólo entonces, cuando la vio con el dragón, el abad dio media vuelta y entró de nuevo en el sombrío edificio, cerrando de un portazo.

Iridal miró hacia allí y se preguntó qué hacer. No sabía qué se proponía Hugh, pero llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era despertar al dragón y tenerlo a punto para trasladarlos a ambos lejos de aquel lugar, lo antes posible.

Despertar a un dragón dormido es siempre un asunto delicado, pues estas criaturas son independientes por naturaleza y, si la de Iridal despertaba libre del hechizo que la subyugaba, era capaz de decidir cualquier cosa: escapar volando, atacar a la mujer, atacar el monasterio o una combinación de las tres.

Por fortuna, el dragón permanecía sometido al encantamiento y emergió del sueño sólo ligeramente irritado por el hecho de que lo despertaran. Iridal lo tranquilizó y lo cubrió de elogios, prometiéndole un opíparo banquete cuando regresaran a casa.

El dragón extendió las alas, agitó la cola y procedió a inspeccionar su escamosa piel buscando alguna señal de las pequeñas y molestas lombrices de dragón, un parásito que gusta de refugiarse bajo las escamas y chuparle la sangre a las enormes criaturas.

Iridal lo dejó dedicarse a su labor y se volvió para observar la entrada del monasterio, que distinguía desde su atalaya. Ya empezaba a inquietarse, temiendo que Hugh hubiese cambiado de idea, y se preguntó qué hacer en tal caso, pues con toda seguridad el abad no volvería a permitirle la entrada por mucho que lo amenazara con emplear la magia.

En aquel instante, Hugh apareció en la puerta, casi como si lo hubiesen expulsado de un empujón. Llevaba un hatillo en una mano —una capa y ropas para el viaje, sin duda— y una botella de vino en la otra. Cayó al suelo, se incorporó, miró atrás y dijo algo que Iridal no llegó a entender. Mejor para ella, probablemente. Después, se enderezó y miró a su alrededor, sin duda tratando de localizarla.

Iridal levantó el brazo, lo agitó para llamar su atención y lo llamó a gritos.

Quizá fue el sonido de su voz, alarmantemente estridente en la noche clara y fría, o su inesperado gesto —nunca llegaría a averiguarlo—, pero algo despertó al dragón de su hechizo.

Un chillido agudo se alzó detrás de ella, acompañado de un aleteo, y, antes de que la mujer pudiera impedirlo, el dragón alzó el vuelo. El encantamiento del dragón era un juego de niños para una misteriarca. Iridal sólo tuvo que rehacer un hechizo muy simple pero, para ello, se vio obligada a desviar su atención de Hugh durante unos breves instantes.

Desconocedora de las intrigas y maquinaciones de la corte real, a Iridal no se le pasó por la imaginación que tal distracción fuera deliberadamente provocada.

CAPÍTULO 24

MONASTERIO KIR,

ISLAS VOLKARAN

REINO MEDIO

Hugh vio cómo el dragón remontaba el aire y supo de inmediato que había roto las riendas de su hechizo. Él no era mago y no podía ayudar de ninguna manera a Iridal a capturarlo de nuevo o a lanzarle otro hechizo. Encogiéndose de hombros, sacó el tapón de la botella de vino con los dientes y se dispuso a tomar un trago cuando escuchó una voz masculina que le hablaba desde las sombras.

—No hagas movimientos bruscos. No hagas nada que delate que me escuchas. Acércate con disimulo.

Hugh reconoció la voz y se esforzó por asociarla con un rostro y un nombre, pero no lo consiguió. Los meses de cautiverio autoimpuesto, empapados en vino, habían ahogado sus recuerdos. No podía distinguir nada en la oscuridad reinante; puesto a temer, era perfectamente posible que en aquel instante una flecha apuntara directa a su corazón. Y, aunque Hugh buscaba la muerte, quería ser él quien marcara sus términos, y no otro. Por un instante, se preguntó si Iridal le habría tendido una trampa, pero enseguida descartó tal posibilidad. La zozobra que había mostrado por aquel hijo suyo había sido auténtica.

El desconocido parecía saber que Hugh sólo fingía la borrachera, pero
la Mano
se dijo que no perdía nada manteniendo el simulacro. Actuando como si no hubiera oído nada, avanzó en dirección a la voz como por casualidad. Sus manos asieron el fardo de ropa y la botella de vino, convertidas de pronto en escudo y en arma. Empleando la capa para disimular sus movimientos, sujetó el pesado fardo en la zurda, atento a levantarlo para protegerse, y empuñó la botella por el cuello con la diestra. De este modo, con un rápido movimiento, podía estrellar el frasco contra la cabeza de un asaltante, o hacerlo añicos contra su rostro.

Refunfuñando por lo bajo sobre la incapacidad de las mujeres para controlar a los dragones, Hugh dejó atrás el pequeño charco de luz que iluminaba las inmediaciones de la entrada del monasterio y se encontró entre unos matorrales ralos y una arboleda de troncos tortuosos.

—Detente ahí. No es preciso que te acerques más. Sólo tienes que escuchar lo que voy a decirte. ¿Me reconoces, Hugh
la Mano
?

Y Hugh supo, en aquel instante, a quién pertenecía la voz. Agarró la botella con más fuerza y respondió:

—Triano, ¿verdad? El mago doméstico del rey Stephen.

—En efecto. No tenemos mucho tiempo. La dama Iridal no debe saber que hemos tenido esta conversación. Su Majestad desea recordarte que no has cumplido lo pactado.

—¿Qué? —Hugh movió los ojos y escrutó las sombras con disimulo.

—No has terminado el trabajo para el que se te contrató. El muchacho sigue vivo.

—¿Y qué? —Replicó
la Mano
con aspereza—. Le devolveré a tu rey el dinero que me adelantó. Al fin y al cabo, sólo me pagó la mitad de lo convenido.

—No queremos que nos devuelvas el dinero. Queremos que elimines al muchacho.

—No puedo hacerlo —dijo Hugh a la noche.

—¿Por qué? —Inquirió la voz con manifiesto disgusto—. No puede ser que tú, precisamente, alegues escrúpulos morales. ¿Acaso le has perdido el gusto a matar?

Hugh dejó caer la botella y, de improviso, saltó hacia adelante. Su mano libre se cerró en torno a la ropa del mago y arrastró a éste fuera de su escondite.

—No —respondió entonces Hugh, acercando el rostro agraciado del mago, de rasgos refinados, a su barba canosa—. ¡Tal vez me gusta demasiado!

Tras esto, apartó a Triano de un enérgico empujón y tuvo la satisfacción de ver cómo el mago caía entre los arbustos.

—Tal vez no sea capaz de dominarme. Díselo así a tu rey.

No alcanzó a ver la expresión de Triano, pues el mago era apenas un bulto negro cuya silueta se recortaba contra la coralita luminiscente. Hugh tampoco deseaba verla. Apartó a puntapiés los fragmentos de vidrio de la botella rota, lamentó su pérdida entre maldiciones y se dispuso a reemprender la marcha. Iridal ya había conseguido convencer al dragón para que descendiera y lo estaba acariciando mientras susurraba las palabras del encantamiento.

Triano se incorporó y, pese a su desconcierto, insistió con voz serena:

—Te propusimos un trabajo y lo aceptaste. Te pagamos lo convenido, pero no lo has llevado a cabo.

Hugh continuó andando.

—Sólo tenías una cosa que te hacía destacar entre los asesinos de tu ralea, Hugh
la Mano
—prosiguió Triano. Sus palabras eran apenas un susurro transportado por el viento—. El honor.

El asesino no respondió ni volvió la cabeza. Con paso apresurado, ascendió la colina en dirección a Iridal, a la que encontró despeinada e irritada.

—Lamento el retraso. No logro entender cómo ha podido liberarse del hechizo...

Él sabía cómo, pensó Hugh. Había sido cosa de Triano. El mago la había seguido, había perturbado el encantamiento y había liberado al dragón para distraer a la misteriarca mientras conversaba con él. Stephen no la había mandado para que rescatara a su hijo, sino que la había utilizado para conducirlo a él hasta el muchacho. «No confíes en él, Iridal —añadió para sí—. No te fíes de Triano, ni de Stephen. No te fíes de mí.»

Estuvo a punto de decirlo en voz alta. Tenía las palabras en los labios... pero allí se quedaron, sin llegar a transformarse en sonidos.

—No te preocupes por eso ahora —optó por responder al cabo, con voz áspera y enérgica—. ¿Te has asegurado de que el nuevo encantamiento funciona?

—Sí, pero...

—Entonces, conduce al dragón lejos de aquí, antes de que el abad descubra a dos de los hermanos de la orden desnudos y atados de pies y manos en la celda.

Acompañó sus palabras de una mirada iracunda, esperando las preguntas de Iridal y dispuesto a recordarle que se había comprometido a no hacer ninguna.

Ella se limitó a dirigirle una mirada inquisitiva; después, asintió y se apresuró a montar en el dragón. Hugh aseguró el fardo de ropa en la parte posterior de la silla de montar de dos plazas que lucía el Ojo Alado, la divisa del rey Stephen.

—No me extraña que el condenado mago haya sido capaz de perturbar el hechizo —murmuró para sí—. ¡Viajar en un dragón real!

Se encaramó a lomos de la criatura y se acomodó detrás de Iridal. Ésta dio la orden y el dragón saltó al aire, extendió las alas y las batió con energía, tomando altura. Hugh no perdió el tiempo intentando localizar al mago. Era inútil hacerlo, pues Triano era demasiado hábil para permitirlo. La incógnita estaba en si el mago real los seguiría, o si se limitaría a esperar a que el dragón volviera e informara.

Con una sonrisa sombría, el hombre se inclinó hacia adelante.

—¿Adonde nos dirigimos?

—A mi casa, para recoger equipo y provisiones.

—Será mejor no hacerlo. —Hugh lo dijo a gritos para hacerse oír por encima del aullido del viento y del estruendo de las alas del dragón—. ¿Tienes dinero, barls con el sello del rey?

—Sí —respondió Iridal. El vuelo del dragón era errático, sin control. El viento abrió la capa de Iridal, y sus canosos cabellos flotaron libremente, como una nube en torno a su rostro.

—Entonces, ya compraremos lo que necesitemos. A partir de este momento, dama Iridal, tú y yo vamos a desaparecer. Es una lástima que la noche esté tan clara —añadió tras echar un vistazo a su alrededor—. Una buena tormenta en este instante sería ideal.

—Como bien sabrás, hay maneras de invocar una tormenta —intervino ella—. Quizá no sea muy experta en el trato con los dragones, pero el viento y la lluvia son otra cosa muy distinta. De todos modos, ¿cómo vamos a orientarnos, entonces?

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