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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (62 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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Iridal asió con fuerza el amuleto de la pluma.

—Bane, hijo mío —invocó. Le demostraría a Haplo que sus acusaciones eran falsas—. ¿Me escuchas? ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño?

—¿Madre? No, madre, estoy bien. De verdad.

—¿Te tienen prisionero? Yo te rescataré. ¿Cómo puedo dar contigo?

—No soy prisionero de nadie. No te preocupes por mí, madre. Estoy con Hugh
la Mano
. Vamos a lomos de un dragón. ¡El perro también! Aunque he tenido muchos problemas para conseguir que se encaramara a la bestia. Me parece que no le gustan los dragones. En cambio, a mí me encantan. Algún día tendré uno para mí solo. —Tras una breve pausa, la voz infantil añadió, algo alterada—: ¿A qué viene eso de que me rescatarás madre? ¿Dónde estás?

Haplo la estaba observando. Era imposible que oyera lo que Bane le decía, pues las palabras de su hijo llegaban a la mente de Iridal por arte de magia, a través del amuleto. Pero el patryn intuyó lo que sucedía.

—¡No le digas que irás a buscarlo! —le susurró.

En aquel instante, Iridal comprendió que, si Haplo tenía razón, todo aquello era culpa de ella. Una vez más, era culpa de ella. Cerró los ojos como si con ello pudiera hacer desaparecer a Haplo y a los kenkari con sus expresiones comprensivas. No obstante, aunque se odió a sí misma por hacerlo, siguió el consejo de Haplo.

—Estoy..., estoy en una celda, Bane. Los elfos me han encerrado aquí y me..., me están dando una droga que...

—No te preocupes, madre. —La voz de Bane volvió a sonar animada—. No te harán daño. Nadie te tratará mal. Pronto estaremos de vuelta. Puedo quedarme el perro, ¿verdad, madre?

Iridal retiró la mano del amuleto y alisó la pluma con los dedos. Después, miró a su alrededor y se contempló, en mitad de una mazmorra.

La mano empezó a temblarle. Unas lágrimas le saltaron de los ojos, nublando el brillo de desafío de su mirada. Poco a poco, sus dedos relajaron la presión en torno al amuleto.

—¿Qué quieres que haga? —inquirió con voz grave sin mirar a Haplo.

—Ve tras ellos. Deten a Hugh. Si sabe que estás libre y a salvo, no matará al rey.

—Encontraré a Hugh y también a mi hijo —replicó ella con un temblor en la voz—, pero sólo para demostrarte que estás equivocado. Bane ha sido engañado. Malas compañías, como la tuya...

—No me importa por qué decides marcharte, señora —interrumpió Haplo, exasperado—. Vete, y no se hable más. Quizás estos elfos puedan ayudarte —añadió, volviendo la vista a los kenkari.

Iridal lo miró con odio. Haciendo caso omiso de él, se volvió a los kenkari y los contempló con igual acritud.

—Vosotros me ayudaréis. ¡Por supuesto que lo haréis! Seguís queriendo el alma de Hugh, ¿verdad? ¡Si lo salvo, os lo devolveré!

—Eso, señora, será decisión suya —replicó el Alma—. Pero, sí, podemos ayudarte, en efecto. Podemos ayudaros a los dos.

Haplo movió la cabeza con un gesto despectivo.

—No necesito la ayuda de ningún... —dejó la frase sin acabar.

—¿... de ningún mensch? —lo ayudó el Alma con una sonrisa—. Necesitarás algún medio para alcanzar la nave dragón que transporta a la enana hacia su muerte. ¿Puede proporcionártelo tu magia?

Haplo lo miró, ceñudo, y preguntó a su vez:

—¿Puede la tuya?

—Creo que sí. Pero antes tenemos que regresar a la catedral. Condúcenos a ella, Puerta.

—Pero... —Haplo titubeó—. ¿Y los guardias?

—No nos molestarán. Tenemos sus almas en nuestro poder, ¿sabes? Ven con nosotros y escucha nuestro plan. Al menos, debes tomarte el tiempo necesario para recuperarte por completo. Así, si decides continuar por tu cuenta, tendrás la fuerza necesaria para hacer frente a tus enemigos.

—¡Está bien, está bien! —exclamó Haplo—. Iré. No pierdas más el tiempo.

El grupo penetró en un túnel oscuro, iluminado solamente por el fulgor tornasolado de las extrañas telas que cubrían a los kenkari. Iridal no prestó gran atención al lugar y se dejó conducir como si no se fijara en nada y nada le importara. No quería creer a Haplo; no podía creerle. Debía de haber otra explicación.

Tenía que haberla.

Haplo continuó vigilando de cerca a Iridal. Ella no le dirigió una sola palabra cuando llegaron a la catedral. Ni siquiera lo miró o hizo ademán de advertir su presencia. Estaba fría y concentrada en sí misma. Cuando los kenkari le hablaban, respondía, pero sólo con monosílabos de cortesía, diciendo lo menos posible.

¿Habría asimilado la verdad? ¿Habría sido Bane lo bastante descuidado como para descubrirse, o mantenía aún el engaño? ¿E Iridal, seguiría engañándose a sí misma? Haplo la observó con atención pero no pudo adivinar las respuestas.

Una cosa era evidente: ella lo odiaba. Lo odiaba por haberle arrebatado a su hijo y por hacerla dudar del muchacho.

Y aún lo odiaría más, se dijo Haplo, si finalmente tenía razón. No podía censurarla por ello. ¿Quién sabía cómo habría salido Bane si lo hubiera dejado con ella? ¿Quién sabía cómo habría sido el pequeño sin la influencia de su «abuelo»? Pero, entonces, no habrían descubierto nunca el funcionamiento de la Tumpa-chumpa, ni la existencia del autómata. Era curioso cómo resultaban las cosas.

Y era posible que todo aquello no hubiera tenido trascendencia, de todos modos. Bane sería siempre el hijo de Sinistrad. Y también de Iridal. Sí, ella había tenido algo que ver en la educación del pequeño, aunque sólo fuera absteniéndose de intervenir. Iridal podría haber detenido a su esposo. Podría haber recuperado a su hijo. Pero, ahora, la mujer ya lo sabía. Y quizá, después de todo. Iridal no había podido hacer nada. Quizás estaba demasiado asustada.

Tan asustada como lo estaba él ahora. Asustado de volver al Laberinto, de ayudar él también a su propio hijo...

«Supongo que tú y yo no somos tan distintos, en el fondo —dijo en silencio a Iridal—. Adelante, ódiame, si eso te hace sentir mejor. Volcar tu odio en mí es mucho más fácil que volverlo contra ti misma.»

—¿Qué es este lugar? —preguntó en voz alta—. ¿Dónde estamos?

—Ésta es la Catedral del Albedo —respondió el kenkari.

Habían dejado atrás el túnel y habían entrado en lo que parecía una biblioteca. Haplo observó con curiosidad varios volúmenes que mostraban lo que reconoció como runas sartán. Esto lo llevó a pensar en Alfred y recordó otra pregunta que quería hacerle a la dama Iridal. Pero eso tendría que esperar al momento en que estuviera a solas con ella, si tal momento llegaba. Y si ella quería responderle.

—La Catedral del Albedo —repitió Haplo, tratando de recordar dónde había oído aquel nombre con anterioridad. Y, por fin, le vino a la memoria. El abordaje de la nave elfa en Drevlin; el capitán agonizante, un mago que sostenía una caja ante los labios del capitán. La captura de un alma. Ahora cobraba más sentido lo que había dicho el kenkari. O tal vez era el hecho de que el dolor de cabeza empezaba a remitir.

—Ahí es donde vosotros, los elfos, guardáis las almas de vuestros muertos —continuó—. Tenéis la creencia de que este lugar fortalece vuestra magia.

—Sí, así lo creemos.

Después de pasar por las partes inferiores de la catedral, habían llegado a las paredes de cristal que daban al patio bañado por el sol. Todo estaba tranquilo, sereno y silencioso. Otros kenkari deambulaban por el recinto con calzado silencioso y realizaron elegantes reverencias a los tres Guardianes al pasar cerca de ellos.

—Hablando de almas, ¿dónde está la tuya? —inquirió el Guardián de las Almas.

—¿Dónde está mi qué? —Haplo no dio crédito a lo que acababa de escuchar.

—Tu alma. Sabemos que tienes una —añadió el kenkari, tomando por indignación lo que era incredulidad.

—¿Ah, sí? ¡Pues sabéis más que yo! —murmuró Haplo, al tiempo que se frotaba la cabeza dolorida. Nada de aquello tenía sentido. El extraño mensch (y aquéllos eran, sin la menor duda, los más extraños de todos los mensch que había conocido) tenía razón. Definitivamente, iba a tener que dedicar algún tiempo a curarse por completo.

Después, encontraría el modo de robar una nave y...

—Ya estamos. Podéis descansar aquí.

El kenkari los condujo a una sala silenciosa que parecía una pequeña capilla. Una ventana ofrecía la vista de un invernadero bello y exuberante. Haplo lo contempló sin interés, impaciente por completar la curación y marcharse.

El kenkari señaló unos asientos con un gesto cortés y elegante.

—¿Podemos traeros algo? ¿Comida? ¿Bebida?

—Sí —dijo Haplo—. Una nave dragón.

Iridal se dejó caer en el asiento, cerró los ojos y dijo que no con la cabeza.

—Ahora tenemos que irnos. Nos quedan muchos preparativos por hacer —explicó el Guardián de las Almas—. Volveremos. Si necesitáis algo, llamad con esa campanilla sin badajo.

El patryn se preguntó cómo podría ponerse en contacto con Jarre. Tenía que haber un modo. Robar una nave llevaría demasiado tiempo: cuando llegara hasta ella, la enana ya estaría muerta. Haplo empezó a deambular de un extremo a otro de la pequeña sala. Absorto en sus pensamientos, se olvidó de la presencia de Iridal y se sobresaltó cuando la oyó hablar. Más sorprendido aún se quedó al darse cuenta de que ella estaba respondiendo a sus pensamientos.

—Según recuerdo, tienes unos poderes mágicos considerables —la oyó decir—. Arrebataste a mi hijo del castillo en ruinas mediante la magia. Lo mismo podrías hacer aquí, supongo. ¿Por qué no te limitas a largarte y dejas que tu magia te conduzca a donde quieras?

—Podría hacerlo —replicó Haplo, volviéndose a mirarla—. Si tuviera un lugar concreto en mi mente, un lugar en el que hubiera estado, que conociera previamente... Resulta difícil de explicar, pero entonces podría invocar la posibilidad de estar allí, y no aquí. Puedo viajar a Drevlin porque he estado allí. Podría llevarte conmigo al Imperanon, otra vez. Pero no puedo proyectarme a una nave dragón desconocida que vuela por algún lugar entre aquí y el Reino Inferior. Y no puedo llevarte hasta tu hijo, si era eso lo que esperabas.

Iridal lo contempló fríamente.

—Entonces, parece que tendremos que fiarnos de esos elfos. Se te ha vuelto a abrir la herida de la cabeza y está sangrando otra vez. Si es verdad que puedes curarte a ti mismo, patryn, creo que sería conveniente que lo hicieras.

Haplo tuvo que darle la razón. Se estaba agotando sin conseguir nada. Dejándose caer en una silla, se llevó la mano a la parte lesionada de su cráneo, estableció el círculo de su ser y dejó que el calor de su magia cerrara la fractura del hueso y borrara el recuerdo de las zarpas desgarradoras, de los picos feroces...

Ya se había sumergido en un sueño reparador cuando lo despertó una voz sobresaltada.

Iridal se había puesto en pie y lo miraba con asombro y temor. Haplo, perplejo, no tenía idea de qué había podido hacer para alterarla de aquel modo. Entonces se miró la piel y vio que el resplandor azulado de sus tatuajes apenas empezaba a difuminarse. Había olvidado que los mensch de aquel mundo no estaban acostumbrados a ver tales cosas.

—¡Eres un dios! —susurró Iridal, con voz respetuosa.

—Así me consideraba, en efecto —replicó Haplo con sequedad mientras se frotaba el cráneo con cuidado. Lo notó entero e intacto bajo las yemas de los dedos—. Pero ya no. En este universo existen fuerzas más poderosas que las mías y de mi pueblo.

—No comprendo... —murmuró Iridal.

—De eso se trata.

Ella lo miró, pensativa.

—Eres diferente de cuando te conocí. Antes tenías confianza, dominio de la situación.

—Creía tenerlo. Desde entonces he descubierto muchas cosas.

—Ahora eres más como nosotros, los...
mensch
. Creo que fue éste el término que, según Alfred, utilizáis para referiros a nosotros. Pareces... —Iridal titubeó.

—¿Asustado? —apuntó Haplo con aire sombrío.

—Sí, asustado.

Se abrió una pequeña puerta. Uno de los kenkari entró e inclinó la cabeza.

—Todo está dispuesto. Podéis entrar en el Aviario.

Su mano señaló el invernadero. Haplo, irritado, se disponía a protestar alegando que no era momento para paseos entre las plantas cuando se fijó por un instante en Iridal. La mujer estaba contemplando la frondosa vegetación con una mueca de horror, apartándose de ella y encogiéndose.

—¿Tenemos que entrar ahí? —susurró Iridal.

—No sucederá nada malo —la tranquilizó el kenkari—. Ellas entienden. Y quieren colaborar. Sois bien recibidos.

—¿Quién? —preguntó Haplo al kenkari—. ¿Quién entiende? ¿Quién quiere colaborar?

—Los muertos —respondió el Guardián.

Haplo recordó Pryan, el segundo mundo que había visitado. Aquellas junglas exuberantes de la cúpula de cristal podrían haber sido desarraigadas de él y trasplantadas aquí. Después, observó que el follaje estaba colocado para que produjera la impresión de crecer salvaje. En realidad, estaba atendido con esmero y alimentado amorosamente.

Quedó asombrado ante la inmensidad de la cúpula. A través de la ventana de la capilla, el Aviario no había parecido tener aquellas dimensiones. En su parte más ancha habrían podido flotar, amura contra amura, dos de las naves dragón más grandes. Pero lo que más lo asombró, lo que lo hizo detenerse a pensar en ello, fue la vegetación: aquellos árboles, helechos y plantas no crecían en el árido Reino Medio.

—¡Vaya! —exclamó Iridal, mirando a su alrededor—, estos árboles son como los del Reino Superior. —Al decir esto, alargó la mano para tocar un gran helecho, suave y plumoso—. Pero ya no crece allí nada parecido. Todo murió hace mucho.

—Todo, no. Estos de aquí proceden del Reino Superior —explicó el Guardián de las Almas—. Nuestro pueblo los trajo a este reino cuando abandonaron aquél, hace mucho tiempo. Algunos de estos árboles son muy viejos, tanto que yo me siento joven entre ellos. Y los helechos...

—¡Deja en paz los malditos helechos! Sigamos con lo nuestro, sea lo que sea —intervino Haplo, impaciente. Empezaba a sentirse incómodo. Al entrar, el Aviario le había parecido un refugio de paz y tranquilidad. Ahora, en cambio, percibía cólera, agitación y miedo. Ráfagas de aire cálido le acariciaban el rostro y le agitaban la ropa. Notó un escalofrío y un escozor en la piel, como si lo estuvieran rozando unas suaves alas.

Las almas de los muertos, guardadas allí como pájaros enjaulados.

En fin, había visto cosas más extrañas, se recordó Haplo. Había visto
andar
a los muertos. Daría una oportunidad a aquellos mensch para que demostraran su utilidad; después, se ocuparía de las cosas personalmente.

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