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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (66 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—¡Enfréntate a mí, Sang-Drax! —exclamó Haplo con rabia, cerrando los puños—. ¡Lucha conmigo, maldito seas!

No eres distinto de esos mensch, ¿verdad, patryn? Y yo me cebo con tu miedo. Nos encontraremos, te lo aseguro, pero cuando yo decida.

La voz calló.

Sang-Drax se había marchado. Haplo notó que el hormigueo de las runas de su piel empezaba a remitir. Y no podía hacer nada. Como había dicho la serpiente elfo, estaba impotente.

La puerta cedió y se abrió de pronto. Los elfos entraron a la carga. Los humanos, olvidándose de Haplo, saltaron a su encuentro. El hombre que retenía al mago de a bordo empezó a hundir la daga en la garganta del joven elfo.

—¡Os he mentido! —exclamó Haplo, agarrando al primer mensch que se puso al alcance de su mano—. ¡No soy un misteriarca!

De los signos mágicos azules y rojos del brazo del patryn surgió una llamarada que envolvió el cuerpo del mensch, un humano, con unas runas oscilantes. Los signos mágicos empezaron a girar en torno al aterrorizado humano como un remolino y, con la velocidad del rayo, saltaron en un arco desde él hasta el elfo con el que había trabado combate. La centella saltó con un chisporroteo del elfo a un humano que luchaba detrás de él. Antes de que ninguno de ellos pudiera expulsar el aliento de sus pulmones, las runas alcanzaron a todos los elfos y humanos presentes en la bodega y se dispersaron con la misma rapidez por el resto de la nave.

Se produjo un brusco silencio, helado.

—Soy un dios —anunció con aire lúgubre.

El hechizo dejó a los mensch inmovilizados, con los músculos en tensión, paralizados en pleno movimiento, frenados en sus estocadas mortales y en sus golpes decisivos. La daga derramó sangre de un corte superficial en el cuello del mago, pero la mano que la empuñaba no pudo penetrar más hondo. Sólo los ojos de cada uno de los mensch continuaron moviéndose libremente.

Al escuchar el anuncio de Haplo, los ojos de los mensch se volvieron hacia él en sus cabezas inmóviles, y lo contemplaron con un terror mudo e impotente.

—No vayáis a ninguna parte hasta que vuelva —les dijo, y se abrió paso entre los mensch, que despedían un leve resplandor azul.

Con cautela, se aventuró a través de la puerta hecha astillas. Mientras recorría la nave, allá donde fuera, lo siguieron los ojos llenos de temor reverencial de los mensch hechizados.

¿Un dios? Y bien, ¿por qué no? Limbeck lo había tomado por tal, en su primer encuentro.

«El dios que no lo era», lo había llamado el enano. Muy adecuado...

Haplo recorrió la embarcación, que, sumida en un silencio fantasmagórico, cabeceaba y se mecía y vibraba como si expresara su terror a las nubes negras que giraban amenazadoras allí abajo. Abrió puertas, derribó a patadas las que se resistían e inspeccionó las dependencias hasta encontrar lo que andaba buscando. En un camarote, tendida en el suelo empapado de sangre como un guiñapo apaleado y ensangrentado, estaba Jarre.

—Jarre, Jarre —musitó Haplo, llegando hasta el cuello de la enana—. No me hagas esto...

Suavemente, con cuidado, le dio la vuelta hasta ponerla boca arriba. El rostro estaba magullado, amoratado, con los ojos cerrados de puro hinchados, pero, cuando el patryn la examinó, advirtió un leve movimiento en sus párpados. Y la enana tenía la piel caliente.

No le encontró el pulso pero, cuando acercó el oído al pecho de Jarre, captó el leve latir de su corazón. Sang-Drax había mentido: Jarre no estaba muerta.

—Buena chica —le dijo en un susurro, tomándola en brazos—. Resiste un poco más.

Haplo no podía ayudarla en aquel instante. No podía dedicarle las energías necesarias para curarla y, al mismo tiempo, mantener el control sobre los mensch de la nave. Tendría que trasladarla a un lugar tranquilo, a un lugar seguro.

El patryn salió del camarote portando en brazos el cuerpo de la enana, inconsciente y torturado. Se abrió paso lentamente Por la nave. Los ojos que lo seguían dirigieron su interés a la penosa visión de la atormentada enana.

—¿No escuchasteis sus gritos? —preguntó Haplo a los Mensch—. ¿Y qué hacíais, reíros? ¿Los oís todavía? Bien. Espero que sigáis escuchándolos mucho tiempo. Aunque no tenéis tanto. Vuestra nave está cayendo en el Torbellino.

»¿Qué piensas hacer al respecto, capitán? —preguntó al elfo, Paralizado a medio paso mientras abandonaba el puente a toda prisa—. ¿Matar a los humanos, que son los únicos capaces de gobernar las alas? Sí, me parece una idea muy razonable.

»¿Y vosotros, estúpidos? —se dirigió a los humanos inmóviles en la sala del cable del ancla—. Adelante, matad al hechicero, cuya magia es lo único que os mantiene a flote todavía.

Sosteniendo a Jarre en sus brazos, el patryn empezó a entornar las runas. El hechizo quedó levantado y el resplandor azul que envolvía a los mensch se escurrió de ellos como si fuera agua. Fluyendo a través de la nave, la magia empezó a concentrarse en torno a Haplo. Las runas encendidas formaron un círculo de llamas que envolvió al patryn y a la enana agonizante. Las llamas resultaban cegadoras y obligaron a los mensch más próximos a retirarse rápidamente, entrecerrando los ojos para protegerse de la luz brillantísima.

—Me marcho —les dijo—. Por mí, podéis seguir donde lo dejasteis.

CAPÍTULO 40

SIETE CAMPOS, ULYNDIA

REINO MEDIO

Los Señores de la Noche extendieron sus capas, y el resplandor del Firmamento menguó hasta desaparecer. El leve fulgor mortecino de la coralita se perdió ante la luz más potente de los cientos de hogueras de los campamentos. El humo llenaba el aire de una neblina que transportaba el aroma de los asados y los guisos, el sonido de las risas y de los gritos y fragmentos de canciones. Era una ocasión histórica, una noche de celebración.

Aquel mismo día, el príncipe Reesh'ahn y el rey Stephen habían anunciado su acuerdo en los términos de la alianza. Cada parte había expresado su más profunda satisfacción por haber forjado un vínculo entre dos razas que, durante siglos, no habían hecho sino lanzarse la una al cuello de la otra a la menor ocasión.

Para que todo fuera legal y oficial, sólo quedaba cubrir las formalidades: la redacción de los documentos (los escribientes estaban trabajando febrilmente a la luz de los quinqués) y la firma. La ceremonia de esta última tendría lugar en el plazo de dos ciclos, una vez que las partes hubieran tenido tiempo de leer los documentos y el rey Stephen y la reina Ana los hubieran presentado a la consideración de los barones.

Sus Majestades no dudaban que los barones votarían a favor de la firma, aunque algunos descontentos accederían a regañadientes, de mala gana y con torvas miradas de desconfianza hacia el campamento elfo. Pero cada barón sentía sobre su garganta la mano de hierro del rey Stephen o de la reina Ana, y sólo tenían que asomarse al exterior de sus respectivas tiendas y echar un vistazo a la guardia real —fuerte y poderosa y de una lealtad inquebrantable— para imaginar aquel ejército sobrevolando su señorío.

Los barones no expresaron en voz alta sus protestas pero aquella noche, mientras la mayoría de los reunidos celebraba la alianza, un puñado de aquellos nobles permaneció en sus tiendas respectivas, dándole vueltas en la cabeza a la idea de qué sucedería si aquella mano de hierro aflojaba algún día su presión.

Stephen y Ana conocían los nombres de los disidentes, a quienes habían hecho acudir allí adrede. La real pareja se proponía obligar a los barones recalcitrantes a exponer sus quejas en público, a plena vista de la guardia personal de los monarcas y del resto de la nobleza. Sus Majestades estaban al corriente —o pronto lo estarían— de los comentarios que corrían por el campamento aquella noche, pues el mago Triano no se hallaba presente entre quienes celebraban el acontecimiento en la tienda regia. De haber escrutado detenidamente las sombras de sus propias tiendas, los barones reticentes se habrían llevado una desagradable sorpresa.

La guardia real tampoco relajaba su vigilancia, aunque Stephen y Ana habían invitado a sus soldados a beber a su salud y los habían surtido de vino para la celebración. Los que estaban de servicio —sobre todo, los que montaban guardia en torno a la tienda real— sólo podían esperar con impaciencia su momento de incorporarse a la fiesta.

Pero quienes se encontraban fuera de servicio obedecieron complacidos la orden de sus monarcas. Así pues, en el campamento reinaba la alegría y una gozosa confusión. Los soldados se reunían en torno a los fuegos, vanagloriándose de grandes hazañas e intercambiando relatos de supremo heroísmo, mientras los vendedores atendían activamente a sus negocios.

—¡Joyas! Joyas elfas traídas del propio Aristagón! —anunció Hugh
la Mano
, yendo de fogata en fogata.

—¡Ehy, tú! ¡Ven aquí! —gritó una voz estentórea.

Hugh obedeció, sumiso, y penetró en el círculo iluminado por las llamas. Los soldados, con las copas de vino en las manos, abandonaron sus bravatas y se congregaron en torno al buhonero.

—Veamos qué traes ahí.

—Desde luego, honorables caballeros —asintió Hugh con una reverencia—. Enséñales, muchacho.

El hijo del vendedor ambulante se adelantó y exhibió una gran bandeja que sostenía en ambas manos. El chiquillo tenía la cara sucia de rango y semioculta bajo una amplia capucha que lo cubría hasta la frente. Los soldados no dedicaron la menor atención al muchacho; ¿qué interés podía tener nadie en el hijo de un buhonero? Las miradas de los hombres estaban concentradas en las brillantes baratijas de la bandeja.

El perro se echó, se rascó, bostezó y miró con ojos hambrientos una tira de salchichas puesta a asar sobre una fogata.

Hugh interpretó su papel a la perfección; ya lo había hecho en otras ocasiones y se volcó en el regateo con un ardor y una habilidad que le hubieran reportado una fortuna, de haber sido un verdadero vendedor ambulante. Mientras discutía sobre precios, su mirada recorrió el campamento y midió la distancia que lo separaba de la tienda real, calculando dónde hacer el siguiente alto.

Cerró el trato, entregó las joyas, guardó los barls en la bolsa y, a grandes voces, se lamentó de haber salido perdiendo en el trato.

—Vamos, hijo —murmuró por último, malhumorado, al tiempo que posaba una mano en el hombro de Bane.

El chiquillo cerró la caja de la mercancía y lo siguió, obediente. El perro, después de echar una última mirada melancólica a las salchichas, fue tras ellos.

La tienda de los monarcas se alzaba en el centro del campamento, en mitad de una amplia zona despejada. Un extenso campo de coralita la separaba de las tiendas de su guardia personal. La carpa real era amplia, cuadrada y con un dosel ante la entrada. En torno a la tienda, en cada esquina, había apostado un centinela. Otros dos, bajo el mando de un sargento, vigilaban el acceso al interior. Y, por un golpe de suerte, también se hallaba presente el capitán de la guardia, quien comentaba en voz baja con el sargento los acontecimientos de la jornada.

—Ven aquí, muchacho. Déjame ver qué nos queda —dijo Hugh con voz áspera, por si alguien lo estaba escuchando. Había escogido para detenerse un rincón en sombras, apartado de la luz directa de los fuegos del campamento y justo enfrente de la entrada a la tienda real.

Bane abrió la caja. Hugh se inclinó sobre ella murmurando para sus adentros y dirigió una penetrante mirada a Bane, cuyo rostro era una máscara blanquecina bajo la luz lejana de las fogatas. Hugh buscó en sus facciones algún signo de debilidad, de miedo, de nerviosismo.

Con un brusco sobresalto, el asesino se dio cuenta de que era como si estuviera mirándose en un espejo.

Los azules ojos del muchacho tenían una mirada fría, dura, radiante de determinación y vacía de cualquier expresión o sentimiento, a pesar de que se disponía a presenciar el brutal asesinato de quienes habían sido sus padres durante diez años. Y, mientras aquellos ojos sostenían la mirada escrutadora de Hugh, los dulces labios del chiquillo se curvaron en una sonrisa.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró con nerviosa impaciencia.

Hugh tardó unos momentos en encontrar palabras con que responder. El amuleto de la pluma que colgaba del cuello del muchacho era lo único que refrenaba al asesino de cumplir el contrato que había cerrado hacía tanto tiempo. Por el bien de Iridal, su hijo viviría.

—¿Está el rey en la tienda?

—Están los dos, Stephen y Ana. Seguro. Si la pareja no estuviera, la guardia real no tendría esos centinelas apostados en torno a ella. La guardia personal acompaña siempre al rey, dondequiera que vaya.

—Observa a los centinelas de la entrada —dijo Hugh, en el mismo tono áspero de antes—. ¿Conoces a alguno de ellos?

Bane dirigió la vista hacia la tienda y entrecerró los ojos.

—Sí —dijo al cabo de un momento—. Recuerdo a ese capitán. Y al sargento, también, creo.

—¿Te reconocería alguno de ellos?

—Seguro que sí. Los dos entraban y salían a menudo de palacio. Una vez, el capitán me hizo una espada de juguete.

Hugh percibió la exactitud con que se desarrollaban las cosas y experimentó la vivificante calidez y la extraña calma que lo embargaba en ocasiones cuando tenía la absoluta certeza de que el destino estaba actuando en su favor y de que nada podía salir mal.

Nada.

—Bien —dijo—. Perfecto. Quédate quieto.

Tomando la cabeza del chiquillo entre las manos, Hugh volvió el rostro de Bane hacia la luz y procedió a restregar el fango y la suciedad con que se había enmascarado para pasar inadvertido. Hugh no se anduvo con miramientos; no había tiempo para ello. Bane puso una mueca de dolor pero no dijo nada.

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