La mano izquierda de Dios (49 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Cubridme lo mejor que podáis, pero no tardéis demasiado en escapar.

—No pensaba hacerlo —comentó Kleist.

Cale se rio.

—Recuerda que si uno de vosotros me alcanza con una flecha, sabré quién ha sido.

—No, si soy yo no lo sabrás.

—Dirigíos a Menfis con los guardias de ella. Yo os seguiré en cuanto pueda.

Corrieron a la tienda en busca de sus cosas. Cale se llevó a un lado a IdrisPukke:

—Si las cosas van mal, acudid al Soto.

—No deberíais ir —dijo IdrisPukke.

—Lo sé.

Kleist y Henri el Impreciso se dieron la vuelta con decisión y empezaron a organizar la defensa. IdrisPukke pidió a uno de los secretarios de Arbell que se quitara su vestidura oficial, una camisa cubierta de dragones de color azul y oro en la que iba bordado el lema familiar de los Materazzi: «Antes Muerte que Mudanza», y le entregó la camisa a Cale:

—Bajad tal como vais, y todo el mundo se lanzará contra vos. Al menos con esto no os atacarán los Materazzi.

—Y si os capturan —dijo Arbell—, se darán cuenta de que pueden pedir un buen rescate por vos.

Al oír esto, Kleist empezó a reírse de modo socarrón, como si fuera el mejor chiste que había oído en su vida.

—No te rías de ella —dijo Cale.

—Más vale que te preocupes por ti mismo, compañero. A ella no le pasará nada, te lo aseguro.

Y entonces Cale se dirigió hacia el borde de la cima de la colina y desapareció por él, deslizándose por la pendiente casi a la velocidad de un corredor. Treinta segundos después, llegaba al campo de batalla. Delante de él, el segundo cuerpo del ejército se internaba ya en el caos brutal del primer ataque: otros ocho mil hombres apretujados en un espacio demasiado pequeño para la mitad de ese número. Ya los redentores se desparramaban por los bordes, cercando a los recién llegados: aquellos refuerzos les proporcionaban simplemente más soldados inmóviles de los que les daba tiempo a matar.

Las atestadas filas de soldados se habían partido aquí y allá por efecto de los empujones, y enormes montones de cuerpos, algunos de hasta tres metros de altura, hacían que la avalancha fluyera a su alrededor, como el mar alrededor de los arrecifes. Cale avanzó con un trote rápido, y al cabo de dos minutos se estaba desplazando por la retaguardia de los Materazzi. En contraste con la vista que se tenía desde la colina, desde allí no se obtenía ninguna impresión de lo que estaba ocurriendo. Algunos de los soldados de la retaguardia se quedaban atrás, inseguros; otros empujaban hacia delante. Solo porque lo había visto desde lo alto de la colina, sabía que en el frente y hacia los lados estaba teniendo lugar una masacre. Allí no había mucho ruido, solo grupos de soldados que avanzaban, cambiando de dirección cada vez que descubrían un hueco o que, después de otro derrumbe en el frente, avanzaban de repente, pensando que habían abierto otra brecha en las filas de los redentores. Y de ese modo se encaminaban hacia su espantosa muerte miles de hombres impacientes que no querían perderse la batalla.

Cale corrió por la retaguardia buscando a Simón, una misión tan imposible como había pronosticado Kleist. Pero si se había estado engañando a sí mismo al empezar a descender monte Silbury, ahora solo le quedaba la desesperanza. Nunca podría encontrar a Simón, suponiendo que estuviera vivo. Las únicas posibilidades eran encontrar la muerte también él o regresar ante Arbell con su fracaso. Aun cuando ella aceptara que no había nada que él pudiera hacer, él no quería que ella tuviera que aceptar tal hecho. No quería perder su adoración.

Entonces tuvo otras cosas de las que preocuparse. Alrededor de una fila de Materazzi que empujaban hacia delante, aparecieron dos docenas de redentores. En grupos de tres, iban atacando a cualquier soldado que estuviera buscando un hueco para acercarse al frente. Uno de ellos le metía la zancadilla con ayuda de una podadera, un segundo le golpeaba con una de las pesadas mazas que habían empleado para clavar las estacas, y un tercero introducía un cuchillo por debajo del brazo o por las rendijas de los ojos del yelmo. Una vez derribados los rezagados, usaban la podadera para tirarles de la pierna a los que empujaban. En medio de aquella aglomeración y de aquel barrizal, y no esperándose un ataque de aquel tipo, soldados que habrían sido casi invulnerables en cualquier otro lugar resbalaban, caían y eran despachados en el lodo, entre mucho movimiento de brazos y piernas, tan indefensos como recién nacidos.

Entonces, vio a Cale un grupo de redentores, y se fueron hacia él para atraparlo por tres lados. Una flecha le dio al de la izquierda en el ojo, y una saeta al de la derecha. El primero cayó en silencio, el segundo lo hizo gritando y arañándose el pecho. El tercero tenía todavía una mirada de sorpresa en el rostro cuando Cale le lanzó un golpe al cuello y le cortó la garganta hasta la médula espinal. Cayó revolviéndose en el barro, al lado del Señor de los Seis Condados al que había matado tan solo unos segundos antes. Entonces Cale se vio envuelto en una segunda lucha: apartó a un lado el brazo de su atacante, pegó con la frente en la cara del redentor y le atravesó el corazón hábilmente. Uno que llevaba podadera cayó con la boca abierta bajo el impacto de una de las saetas de Henri, pero la flecha de Kleist solo le dio al macero en el brazo. Su suerte duró dos segundos, pues Cale, resbalando en el barro, falló el golpe mortal y le dio en la barriga. Este cayó gritando y quedó tendido en el suelo, donde tardaría horas en morir. Entonces, otra oleada de infantería empujó hacia atrás a los redentores que quedaban, y Cale permaneció de pie, cubierto de sangre e impotente, sin saber si ir hacia un lado o hacia el otro. Toda su habilidad se quedaba en nada en medio de tanta confusión. Era tan solo un muchacho en medio de una multitud de moribundos.

Y entonces, justo cuando estaba a punto de volverse, hubo otro derrumbe, el mayor hasta el momento. Cayeron hombres en una longitud de sesenta, unos tras otros, y de ese modo se abrió una brecha que llegaba hasta el frente. Durante un segundo, aterrorizado, pensó si aquella brecha era la boca de la mismísima muerte, que se abría para engullirlo. Pero el temor al fracaso ante los ojos de su amada le impulsó a meterse por aquel hueco abierto un instante y, capaz de correr mucho más rápido que los hombres vestidos de armadura que lo rodeaban, llegó hasta una distancia de tres metros del frente. Pero todo lo que encontró fue un impenetrable muro de Materazzi muertos o moribundos. Delante de él nadie tenía una herida, sencillamente se habían caído unos sobre otros. Estaban aplastados por el peso de los de arriba y empujados por detrás. Por unos instantes, no vio nada más que montones de muertos ni oyó otra cosa que un gemido bajo y extraño. Los yelmos de algunos se habían caído. Otros, atrapados pero con una mano libre, se lo habían quitado en un desesperado intento de respirar. Los rostros estaban amoratados, algunos casi negros. Algunos gemían en un esfuerzo horriblemente sibilante de llenar los pulmones, pero nada podía entrar en su pecho, espantosamente aplastado. En el breve espacio de tiempo que pasó mirando, vio respiraciones que se detenían y bocas que se abrían como la de un pez recién pescado. Algunos le hablaban, susurrando: «¡Socorro, socorro!». Intentó liberar a un par, tirando de ellos, pero era como si los hubieran emparedado en el hormigón con harina de arroz de los muros del Santuario. Se apartó un poco para examinar los montones de muertos y moribundos que lo rodeaban gimiendo.

—¡Socorro! —chirrió una voz. Bajó la mirada hacia un joven que tenía el rostro de un horrible color morado—. ¡ Socorro! —Cale apartó la vista—, ¡Socorro, Cale!

Sorprendido, Cale volvió a mirar. Y entonces lo reconoció, incluso con aquel rostro hinchado y amoratado, casi negro: era Conn Materazzi. Una flecha le pasó rozando la oreja derecha y sonó al golpear una de las armaduras de los muertos. Se agachó ante él.

—Puedo acabar con vos rápidamente. ¿Queréis o no?

Pero Conn no parecía oírle.

—¡Socorro, socorro! —dijo con un sonido horriblemente flojo y áspero.

Una vez más, más intensamente ahora por la atroz visión de alguien a quien conocía, Cale sintió el espanto de hallarse allí y la inutilidad de su presencia. Mirando nervioso por encima del hombro, pudo ver que el hueco que le había permitido acercarse tanto al frente empezaba a cerrarse, mientras los redentores obligaban a los Materazzi de los bordes a meterse en el medio. Se levantó para escapar.

—¡Socorro!

Los ojos de Conn Materazzi le erizaron los pelos de la nuca: estaba presente en ellos todo el espanto del horror y la desesperación. Cale llegó hasta el montón de cadáveres y empujó con toda su fuerza, una fuerza multiplicada por la rabia y el terror. Pero Conn estaba atrapado entre uno que tenía debajo y tres que tenía encima, por quinientos kilos de peso muerto y planchas de acero. Volvió a tirar. Nada.

—Lo siento, amigo —le dijo a Conn—. Os ha llegado la hora.

Entonces lo derribó al suelo un fuerte golpe que recibió en la espalda. Asustado y sorprendido, se deslizó en el barro mientras intentaba sacar la espada para liberarse de su atacante.

Se trataba de un caballo que lo miraba resoplando, expectante. Cale también miró al animal: su jinete estaba muerto, y parecía buscar a alguien que lo sacara de la batalla. De inmediato, Cale agarró la cuerda atada a la silla, la anudó al fuerte borrén y se apresuró a atarla alrededor del pecho de Conn, por debajo de la axila. Ahora tenía el rostro y los ojos ciegos. Afortunadamente, la cuerda, más ceremonial que práctica, era fina pero muy resistente, y pasó fácilmente por debajo de un brazo y después del otro. Lo ató más rápido que ninguna cosa que hubiera hecho en su vida, y cayó en el barro al intentar saltar a la silla. Más desesperado que antes, agarró el borrén y, viendo cerrarse el hueco, gritó al oído del caballo. Asustado, el caballo echó a correr, resbalando y sacudiéndose en el barro, a punto de caer pero logrando afirmarse finalmente al tirar con la fuerza de un caballo acostumbrado a llevar sobre el lomo ciento cincuenta kilos de peso. Al principio no se movió, pero después, con mucho ajetreo y el chasquido de la pierna derecha de Conn, su cuerpo salió liberado del montón de cadáveres que lo aprisionaban. Con aquel trasiego, el caballo estuvo de nuevo a punto de caer, y Cale de perder su agarre a la silla, pero entonces salieron los tres por el hueco, a una velocidad no mayor de seis u ocho kilómetros por hora. El caballo era fuerte y estaba bien entrenado, y se movía, contento de tener, pese a todo el desastre que lo rodeaba, un jinete sobre el lomo. El instinto que había mantenido al caballo a salvo en sus paseos por el campo de batalla, durante más de quince minutos en medio de la masacre, seguía protegiéndolo. Cale no levantaba la cabeza y pegaba cuanto podía su cuerpo al del animal. Estaba dispuesto a sacar el cuchillo y desprender a Conn si amenazaba con dejarlos atascados. Pero el barro, que había causado la muerte de tantos Materazzi e iba a matar a muchos más, estaba siendo la salvación de Conn. Inconsciente, su cuerpo se deslizaba con facilidad en cualquier dirección en que se lo empujara, casi como un trineo por la nieve. Cale seguía con la cabeza agachada y apremiaba al caballo con los pies, sin ver a los dos redentores que se aproximaban al encuentro del lento animal. Cale ni siquiera los vio caer, gritando de horror y angustia como un solo hombre, muertos por la letal vigilancia de Kleist y Henri el Impreciso. En menos de tres minutos, el caballo se había abierto camino a través de la masa de hombres que eran empujados al centro del campo y, sin ningún alboroto, dejó el campo de batalla, transportando a Cale y arrastrando al inconsciente Conn hasta un estrecho camino entre el monte Silbury y los impracticables bosques que constreñían la batalla. Una vez fuera de la vista, Cale detuvo el caballo y se bajó para examinar a Conn. Parecía muerto, pero respiraba. Rápidamente, Cale le despojó de la armadura y, con gran dificultad, lo subió a pulso y lo colocó bocabajo sobre la silla. Inconsciente, Conn no dejaba de gruñir y gritar a causa del dolor de sus costillas y de la pierna derecha, que estaban rotas. Cale guio al caballo, y cinco minutos después el ruido de la batalla se apagaba y era reemplazado por el piar de los mirlos y el susurro del viento que pasaba por entre las hojas de los árboles.

Una hora después, Cale fue vencido por un repentino agotamiento. Buscó un camino en el bosque y, al no lograr hallar un paso por la masa de brezos y espinos que había entre los árboles, se abrió camino con la espada, aunque al hacerlo se llenaba de cortes en la cara y los brazos. Una vez pasado el borde, sin embargo, los matorrales cedieron el sitio a un mantillo de hojas secas. Ató el caballo y, con cuidado, posó a Conn en el suelo. Lo observó durante un par de minutos, como incapaz de comprender qué era lo que les había llevado a los dos hasta el lugar en que se encontraban. Le colocó la pierna con todo el cuidado de que era capaz y la sujetó con dos ramas que cortó de un fresno. Entonces se tendió en el suelo y se quedó dormido de inmediato, en un sueño profundo y terrible.

Despertó dos horas después, cuando las pesadillas se hicieron insoportables. Conn Materazzi seguía inconsciente, pero ahora estaba blanco como la muerte. Cale comprendía que al menos tenía que encontrar agua, pero seguía agotado, y durante diez minutos permaneció simplemente sentado, como si sufriera un trance espantoso. Pronto Conn empezó a gemir y a moverse nerviosamente; despertó para encontrarse a Cale, que lo observaba. Gritó, horrorizado y confundido.

—Calmaos. Estáis bien. —Aterrorizado, con ojos como platos, Conn intentó alejarse de Cale. Gritó de dolor—. Yo que vos no intentaría moverme —explicó Cale—: Tenéis roto el fémur.

Durante un par de minutos, Conn no dijo nada, pues el terrible dolor de la pierna se calmaba de manera muy lenta.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al fin.

Cale se lo explicó. Cuando acabó, Conn se quedó callado durante algún tiempo.

—El caso es que no llegué a ver ninguno —explicó cuando por fin se decidió a hablar—. A ningún redentor, quiero decir. Ni uno. ¿Hay agua?

La profunda desesperanza y sufrimiento de Conn, así como el terrible estado en que se encontraba, empezaban a provocar en Cale tanto piedad como irritación.

—Vi algo de humo justo antes de que entráramos aquí —dijo Cale—. Ayer me pareció oír algo sobre una aldea cerca de la colina.

Regresaré en cuanto pueda. —Le quitó la armadura al caballo, y desprendió todo lo que pudo de la cota de malla de su lomo y flancos antes de sacarlo al camino. Montó y le acarició la parte de arriba de la cabeza.

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