La mano izquierda de Dios (45 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Allí juegan montones de hombres mayores, pero también niños, niños mucho más jóvenes que yo. Uno de esos niños gana siempre. Ni siquiera el anciano rabita, con sus tirabuzones y su barba y el curioso sombrero y todo eso, es capaz de vencerlo. Así que el rabita dice...

—Rabino, supongo que queréis decir.

—Ah, no sabía muy bien. En fin, que el rabino dice que el ajedrez es un don de Dios para ayudarnos a ver su plan divino, y ese niño que apenas sabe leer es una señal suya para que creamos en el orden que yace bajo todas las cosas. En cuanto a mí, he recibido dos dones: puedo matar gente con la facilidad con que vos rompéis un plato; y también puedo mirar un mapa o situarme en un lugar y comprender cuál es la mejor manera de atacarlo o defenderlo. Esa comprensión simplemente acude a mí, igual que la estrategia acude al niño del Gueto. Aunque no creo que se trate de un don de Dios. Pero si no me creéis, allá vos.

—¿Y cómo los detendríais? —Se calló un instante—. Si tuvierais que hacerlo...

—Para empezar, no hay que dejarles alcanzar el estrecho de Baring, porque entonces escaparán. Pero necesito un mapa más detallado desde aquí hasta aquí —dijo indicando un trozo de unos cincuenta kilómetros cuadrados—, y dos o tres horas para pensar.

¿Debía dar crédito a aquel extraño chico que tenía delante u olvidarse de todo? Al padre de Vipond le encantaba cierto comentario que aseguraba que cuando se está en dificultades, la mitad de las veces es mejor esperar. «No hagáis nada —decía—. Quedaos ahí».

—Aguardad en la puerta de la estancia contigua, y yo mismo os llevaré los mapas. No os acerquéis a las ventanas.

Cale se levantó y se dirigió al despacho privado, pero, cuando estaba a punto de cerrar la puerta tras él, Vipond lo detuvo para preguntarle:

—La masacre, ¿también formaba parte de vuestro plan?

Cale lo miró con expresión extraña, pero en absoluto ofendida.

—¿Qué pensáis vos? —preguntó con tranquilidad y cerró la puerta.

Vipond miró a su hermanastro.

—Habéis estado muy callado.

IdrisPukke se encogió de hombros.

—¿Es que había algo que decir? O se le cree o no se le cree.

—¿Y vos le creéis?

—Yo creo en él.

—¿Y qué diferencia hay?

—Cale siempre me está mintiendo porque no puede evitar el impulso de correr más riesgos de los necesarios. Ser demasiado creativo es un error a veces, y es un error en el que sigue incurriendo.

—Yo no estoy seguro de que sea un defecto —observó Vipond.

—Pero, como Cale, vos también sois una persona reservada.

—¿Y ahora, qué opináis?

—Opino que ahora dice la verdad —comentó IdrisPukke.

—Estoy de acuerdo.

En cuanto tomó la decisión de intervenir, Vipond empezó a ponerse cada vez más tenso e impaciente por conocer el plan de Cale, que requirió no tres horas, sino más de tres días para estar a punto. «¿Queréis el plan perfecto, o lo queréis enseguida?», le preguntaba Cale en respuesta a su insistente ruego de que le mostrara al menos algo de sus ideas. Si Vipond se mostraba extrañamente impaciente para una mente tan fría como la suya, era porque lo había alterado profundamente la muerte de los aldeanos, y lo que esas muertes confirmaban con respecto a los extraños informes de los refugiados antagonistas que salían del norte. Había algo en el guante de Brzica que le ponía los nervios de punta, como si toda la maldad y el odio del mundo se hubieran materializado en el cuidado con que lo habían diseñado, con que habían bordado su nombre y en la perfección con que habían encajado en el cuero la hoja del cuchillo. Se sentía aún más incómodo porque se consideraba un hombre de mundo, casi cínico y, sin lugar a dudas, un pesimista. Se había acostumbrado a esperar poco de la gente, y raramente sus expectativas se veían defraudadas. Que hubiera asesinatos y crueldades en el mundo no era nada nuevo para él, pero aquel guante era testigo de algo tan terrible que ni siquiera podía concebirse, como si aquel infierno que había descartado hacía tiempo como un engaño para aterrorizar a los niños hubiera enviado un mensajero que no tenía cuernos ni pezuñas, sino la forma de un guante de cuero primorosamente elaborado.

No era tarea fácil para Vipond influir en las tácticas de los Materazzi, que estaban orgullosos, hasta el punto de la histeria, de su preeminencia en tales cosas. Vipond no era soldado sino político, y tanto una cosa como la otra despertaba sospechas contra él.

Además, estaba el problema de que el Mariscal Materazzi se encontraba cada vez peor, pues su irritación de garganta se había convertido en una debilitadora infección de pecho, y cada vez se sentía menos capaz de comparecer en las innumerables reuniones convocadas para debatir sobre las campañas. Vipond debía tratar con una realidad nueva, si bien temporal. Sin embargo, lo logró con su habitual destreza. Cuando los exploradores Materazzi perdieron el rastro del ejército de los redentores en el bosque de Hessel, no hubo gran alarma, dado que esperaban que salieran por el único camino por el que podían dirigirse hacia el Malpaís. Fue entonces cuando Vipond tuvo un encuentro secreto con el número dos del Mariscal, el Mariscal de Campo Amos Narcisse, y le informó de que su red de informadores tenía noticias sobre las auténticas intenciones de los redentores, pero que por razones muy complicadas no deseaba que lo vieran meter las narices en aquellos asuntos. Si Narcisse presentaba aquella información en el consejo de los Materazzi como propia, entonces eso le acarrearía considerable gloria, como lo haría el plan de batalla que también le ofrecería para su consideración, si lo deseaba. Vipond comprendía la preocupación en que se hallaba Narcisse. No era ningún idiota, pero tampoco pasaba de medianamente competente, y se sentía asustado al ver que por causa de la mala salud del Mariscal él quedaba de hecho al cargo de toda la campaña. No lo hubiera admitido ante nadie, pero en el fondo pensaba que él no era el hombre adecuado. Vipond alentó su completa colaboración con veladas pero claras promesas de cambios en la ley de recaudación que beneficiarían enormemente a Narcisse, y del final de un largo pleito concerniente a una gran herencia, pleito en el que Narcisse se había visto envuelto durante veinte años y que parecía a punto de perder.

El Mariscal de Campo no era una persona completamente venal, sin embargo, y no se avendría a una estrategia que pusiera en peligro al imperio. Pasó varias horas estudiando minuciosamente el plan de Vipond, que equivale a decir el plan de Cale, antes de comprobar que sus intereses financieros y su conciencia militar coincidían. Quienquiera que hubiera urdido aquel plan, le dijo a Vipond, sabía lo que se traía entre manos. Dijo algunas cosas no enteramente convincentes sobre no querer llevarse el crédito de otro, pero Vipond le aseguró que se trataba del trabajo de un grupo, y que el verdadero mérito consistía en tener la capacidad de liderazgo del hombre que pone el plan en ejecución. En efecto, a fin de cuentas el plan era de Narcisse. Para cuando lo presentó y defendió ante el consejo, eso no era ya sino la pura verdad, y el factor decisivo para convencer al consejo era que el ejército de los redentores que había desaparecido resultó hallarse justamente donde había predicho Narcisse.

Es un dicho famoso que por suerte las guerras son una ruina, porque si no lo fueran nunca dejaríamos de luchar. A menudo olvidamos que, si bien puede haber guerras justas e injustas, nunca hay guerras baratas. El problema para los Materazzi era que los más expertos financieros del imperio eran los judíos del Gueto. Los judíos, por otro lado, tenían mucha cautela ante las guerras de otros, pues a menudo les acarreaban a ellos el desastre, fuera cual fuese el resultado. Si prestaban dinero al bando perdedor, no había nadie para devolvérselo; y si financiaban al bando vencedor, a menudo se decidía que los judíos habían sido de algún modo responsables de la guerra y que debían ser expulsados. En consecuencia, ya no hacía falta pagarles. De manera poco sincera, los Materazzi aseguraron a los judíos que las deudas de guerra serían satisfechas, mientras que los financieros del Gueto clamaban, de manera igualmente insincera, que no podían conseguir crédito en cantidades tan grandes, aparte de que los intereses serían prohibitivos. Fue durante estas negociaciones cuando Kitty la Liebre vio la oportunidad, y resolvió el problema ofreciendo a los Materazzi la financiación de todas las deudas de la guerra. Esto fue un alivio inmenso para los judíos, que miraban a Kitty la Liebre como una abominación ante el Señor. Era bien sabido que no hacían negocios con él bajo ninguna circunstancia, ni siquiera bajo amenaza de expulsión.

Kitty estaba más preocupado por los Materazzi. Pese a todos sus sobornos, chantajes y corrupción política, él sabía que la opinión pública en Menfis se estaba levantando contra las desagradables prácticas que tenían lugar en Ciudad Kitty, y que iba a ser más o menos inevitable una acción contra él. Calculaba que una guerra, especialmente una guerra en la que estaban tan encendidos los sentimientos de la población, sería como tener en las cartas un triunfo con el que matar cualquier tipo de censura moral contra su negocio. Al financiar lo que pensaba que sería una campaña corta, Kitty la Liebre confiaba razonablemente en que costear la totalidad de la empresa aseguraría su posición en Menfis durante mucho tiempo.

Ahora por fin estaban preparados los Materazzi para ir contra los redentores, y, con el gran plan de Narcisse como guía, cuarenta mil hombres con su armadura completa dejaron la ciudad, despedidos por los vítores de enormes multitudes. Corría la idea de que el Mariscal Materazzi estaba ultimando su estrategia bélica y se uniría más tarde a sus tropas. Esto no era cierto: lo cierto era que el Mariscal se sentía muy mal a causa de la infección de pecho, y era improbable que pudiera tomar parte en la campaña.

Sin embargo, los redentores se encontraban bastante peor a causa de un brote de disentería que había matado a muy pocos, pero debilitado a muchos. Además, el plan para engañar a los Materazzi, haciéndolos esperar ante el Malpaís mientras ellos se encaminaban en la dirección opuesta, había fracasado de manera evidente. Casi en cuanto salieron del bosque de Hessel, una avanzadilla de Materazzi, integrada por dos mil hombres, los siguió por el otro lado del río Oxus. A partir de ese momento, cada movimiento que hacía el ejército de los redentores era observado, y los detalles transmitidos al Mariscal de Campo Narcisse.

Para sorpresa de Princeps, los Materazzi no hicieron ningún intento de retrasar a su ejército y, en menos de tres días, avanzaron unos cien kilómetros. Para entonces los efectos de la disentería habían debilitado considerablemente a más de la mitad de sus hombres, y Princeps decidió descansar durante medio día en Molinos Quemados. Envió una delegación a los defensores de la ciudad, amenazando con masacrar a sus habitantes como había hecho en Monte Nugent, pero diciendo que no les pasaría nada si se rendían de inmediato y proporcionaban comida a sus soldados. Hicieron lo que se les decía. A la mañana siguiente, los redentores prosiguieron su marcha hacia el estrecho de Baring. Ahora Princeps, comprobando el terror que había producido la masacre en la población local, envió una avanzadilla de doscientos hombres, utilizando la misma táctica para proveer a sus aún debilitados soldados con una copiosa cantidad de víveres, la mayor parte de los cuales eran mejores que aquellos a los que estaban acostumbrados, algo que produjo el efecto de elevar los ánimos.

El plan de campaña diseñado por Cale para un ataque exploratorio contra el imperio Materazzi había resultado efectivo hasta el momento, pero el territorio en el que entraban entonces solo estaba cartografiado muy someramente en los documentos conservados en la biblioteca del Santuario. Uno de los objetivos más importantes del plan consistía en llevar a veinte cartógrafos y mandarlos en diez grupos separados para cartografiar con todo el detalle posible el terreno que pensaban atacar al año siguiente. Los tres grupos que cartografiaban el camino que tenían por delante no habían regresado, y Princeps se desplazaba por parajes sobre los cuales solo tenía una idea muy general. Al día siguiente, Princeps intentó atravesar el Oxus con su ejército por Recodo Blanco, pero el ejército que les seguía por el otro lado del río había crecido hasta llegar a los cinco mil hombres. Se vio obligado a desistir del intento, y entrar en una región en la que el camino resultaba duro y donde los pocos pueblos que podrían haber utilizado para aprovisionarse habían sido evacuados por los Materazzi, que no habían dejado nada útil ni de valor en ellos.

Durante los dos días siguientes, los redentores siguieron avanzando, buscando con desesperación creciente un lugar por el que atravesar el río, algo que los Materazzi, desde la otra orilla, estaban decididos a impedir. A cada hora que pasaba los redentores estaban más débiles y fatigados debido a la carencia de víveres y a los efectos de la disentería, y no podían recorrer más que quince kilómetros al día. Pero entonces cambió su suerte. Los exploradores de los redentores habían capturado a un vaquero de la vecindad y a su familia. Queriendo proteger a los suyos a toda costa, el vaquero les habló de un viejo paso, ya en desuso, por donde pensaba que podía cruzar incluso un ejército del tamaño de aquel. Los exploradores regresaron con la noticia de que el paso necesitaba reparaciones y que cruzarlo sería difícil pero posible. Además, estaba completamente desprotegido. Su suerte mejoró más aún: al otro lado del río, unas grandes marismas habían obligado a la guardia Materazzi a separarse del curso del río y alejarse de la vista. Los redentores sintieron entonces revivir sus casi muertas esperanzas. Al cabo de dos horas, habían levantado al otro lado del Oxus una cabecera de puente, y el resto de los redentores reparaban el paso con piedras que cogían de las casas de las inmediaciones. Al mediodía el trabajo estaba concluido, y el ejército empezó a cruzar el Oxus. Al ponerse el sol, el último de los redentores había cruzado ya y se hallaba a salvo en la orilla opuesta. Aunque a una distancia segura aparecieron algunos Materazzi para observar el final del paso del ejército, se limitaban a seguir enviando correos a Narcisse.

Al día siguiente, habiendo avanzado otros cinco kilómetros, los redentores se encontraron ante sí algo que hizo a Princeps comprender que su ejército estaba acabado: los embarrados caminos estaban batidos como campos mal arados, y a diez metros a cada lado las matas estaban aplastadas: antes que ellos habían pasado por allí decenas de miles de Materazzi. Comprendiendo que un ejército varias veces del tamaño del suyo debía de estar esperándolos en algún punto de allí al estrecho de Baring, Princeps hizo cuanto pudo para asegurarse de que no se perdía la información cartográfica que había sido en todo momento el propósito central del plan de Cale. Los cartógrafos supervivientes hicieron todas las copias que pudieron de los mapas que habían trazado, y después Princeps los despachó en una docena de direcciones diferentes, disfrazados, con la esperanza de que al menos uno de ellos consiguiera llegar al Santuario. Escuchó una misa breve, y a continuación reemprendieron la marcha. Durante dos días no percibieron otro atisbo de los soldados enemigos que el río de barro que habían dejado tras ellos. Entonces comenzó a caer un agua fría y torrencial. Bajo la lluvia y el viento, el ejército ascendió por una pendiente pronunciada, en formación, pero, al llegar a la cresta de la cima y observar el terreno llano que se extendía ante ellos, vieron el enorme número de soldados del ejército Materazzi, alineados y aguardando por ellos. Por cada flanco, rebosando de los valles adyacentes, seguían agregándose más hombres. Cesó la lluvia y salió el sol, y los Materazzi desplegaron sus banderines y pendones, que ondearon alegremente al viento sus oros, sus rojos, sus azules. El sol brillaba en la plata de las armaduras.

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