La mano izquierda de Dios (40 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
4.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Está vivo!

Podéis imaginar la escena que tuvo lugar aquella noche, cuando los dos amantes se quedaron solos: los mil besos de satisfacción ofrecidos como una lluvia al exhausto muchacho, las caricias, el torrente de declaraciones de amor y adoración. Si aquella tarde él había atravesado el Valle de las Sombras de la Muerte, aquella noche era premiado con una visión del cielo. Aunque el infierno seguía también con él, y el dolor de su dedo perdido era intenso, mucho peor que el ocasionado por otras heridas más serias que había sufrido. Solo pudo concentrarse en la delirante recepción que le ofrecían cuando Henri el Impreciso consiguió encontrar, aunque muy cara, una pequeña cantidad de opio que rápidamente redujo el dolor a su mínima expresión. Más tarde, aquella noche, cuando Arbell dio por concluida su intensa adoración de cada centímetro de su cuerpo, intentó explicarle lo que le había sucedido antes de la lucha con el difunto Solomon Solomon. Tal vez fuera el opio, o tal vez la tensión y horror vividos aquel día, la cercanía a la muerte, el caso es que se esforzó por encontrar el sentido de lo ocurrido. Quería explicarse ante ella, pero al mismo tiempo temía hacerlo. Al final, ella le hizo callar, apiadada de su confusión y horror. Y tal vez también por ella misma: no quería volver a acordarse del extraño pacto que su amante había establecido con el asesinato.

—Cuantas menos palabras, más rápida será la cura.

Tras muchos más besos y votos de amor, Cale salió de sus aposentos antes de que llegara la guardia del alba. Encontró a Henri el Impreciso vigilando, solo.

—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó Henri.

—No lo sé. Raro.

—¿Quieres una taza de té? —Cale asintió con la cabeza—. Ve a tomarla: el agua está hirviendo. Yo iré en cuanto me releve la nueva guardia.

Diez minutos después, Henri el Impreciso se encontraba con Cale en el cuarto de guardia, justo cuando ya estaba preparado el té. Se quedaron sentados en silencio, bebiendo y fumando, placer este último que Cale había hecho conocer tanto a Henri el Impreciso como a Kleist, al que ahora casi siempre se veía con un cigarrillo en los labios.

—¿Qué es lo que iba mal? —preguntó Henri el Impreciso al cabo de cinco minutos.

—Me entró canguelo. Mala cosa.

—Pensé que iba a matarte.

—Lo hubiera hecho si no hubiera sido tan cauteloso. Creyó que la razón de que yo no me moviera era una especie de truco.

Volvieron a quedarse en silencio.

—¿Y qué cambió?

—No lo sé. Me recobré en unos segundos. Fue como si alguien me echara agua helada.

—Pues tuviste suerte. —Sí.

—¿Y ahora?

—Realmente no he pensado en ello.

—Pues harías bien en pensar.

—¿Por...?

—Aquí hemos acabado.

—¿Por qué? —preguntó Cale, cambiando de postura y haciendo como que se concentraba en liar otro cigarrillo.

—Has matado a Solomon Solomon, y después les presentaste a los Materazzi su cadáver y los desafiaste.

—¿Los desafié?

—A hacerte todo el daño que pudieran, ¿no fue así? —Cale no respondió—. Me imagino que eso puede ser bastante daño. Y la próxima vez no será cara a cara. Alguien dejará caer un ladrillo sobre tu cabeza.

—De acuerdo, lo he pillado.

Pero Henri el Impreciso no había terminado.

—¿Y qué pasará cuando se enteren de lo que hay entre tú y Arbell Materazzi? Las únicas defensas que tienes son Vipond y su padre. Y ¿qué crees que hará él cuando se entere? ¿Preparar la boda? Arbell Materazzi, ¿deseas, con toda tu pompa y circunstancia, a este porquero y gamberro, Thomas Cale, como legítimo esposo?

Cale se levantó con cansancio.

—Necesito dormir. No puedo pensar en eso ahora.

32

Con el sonido de las sombrías palabras de Henri el Impreciso en los oídos, Cale cayó en un sueño triste y profundo al tiempo en que salía el sol. Cuando despertó, quince horas ~después, el tañido de las campanas de la iglesia sustituía a las palabras de Henri. Pero aquel tañido no era el melodioso aviso que invitaba en las fiestas de guardar a los fieles de Menfis, en general poco entusiastas, sino un repiqueteo estridente y enfurecido. Cale salió de la cama, cruzó la puerta descalzo y se lanzó por los corredores hacia los apartamentos de Arbell. Fuera había ya diez guardias Materazzi, y otros llegaban por el corredor en la dirección opuesta.

—¿Quién es?

—Cale. Abre.

La puerta se abrió y apareció Riba, aterrorizada. Desde detrás, con delicadeza, Arbell la hizo a un lado.

—¿Qué sucede?

—No lo sé. —Cale dirigió un gesto a los guardias Materazzi, y la hizo volver al interior de la estancia.

—Cinco de vosotros, aquí dentro. Mantened las cortinas cerradas y no os dejéis ver. Que ellas permanezcan en ese rincón de la estancia, lejos de las ventanas.

Arbell volvió a salir al corredor.

—Quiero saber qué sucede. ¿Y si es mi padre?

—Volved dentro —gritó Cale ante aquel temor completamente razonable—. Y haced lo que se os dice de una maldita vez. ¡Cerrad la puerta!

Riba agarró con suavidad el brazo de la consternada aristócrata y la hizo retroceder, seguida por los cinco guardias, que se extrañaban y asustaban de ver que se dirigían en aquel tono a Arbell Cuello de Cisne. Cale hizo un gesto de cabeza dirigido al comandante de la guardia, al tiempo que sonaba tras él el cerrojo de la puerta.

—Enviaré noticias en cuanto las tenga. Que alguien me dé una espada.

El comandante de la guardia hizo seña a uno de sus hombres para que le entregara un arma.

—¿Qué os parecerían también unos pantalones? —añadió, para regocijo de los demás soldados.

—Cuando vuelva —dijo Cale—, no os reiréis tanto.

Y con esta amarga respuesta, se marchó corriendo. Cogió la ropa de su cuarto, y en menos de treinta segundos bajó dos tramos de escalera y salió al patio del palacio. Henri el Impreciso y Kleist habían ya dispuesto guardias en torno a las murallas y, armados de arco y ballesta de un pie, se disponían a unirse a ellos.

—¿Qué se sabe? —preguntó Kleist.

—No gran cosa —respondió Henri—. Un ataque en algún punto más allá de la quinta muralla. Hombres que parece que llevan hábitos. Aunque tal vez sea una falsa impresión.

—¡En nombre del cielo!, ¿cómo pueden haber llegado tan cerca los redentores?

La explicación era sencilla: Menfis era una ciudad comercial que llevaba décadas sin sufrir un ataque, y que tampoco parecía sufrir amenazas. La gran cantidad de mercancías que se compraban y vendían cada día en la ciudad necesitaba pasar con libertad a través de seis murallas interiores diseñadas para impedir ese paso durante un sitio, la última de las cuales había sido erigida hacía cincuenta años. Las murallas interiores se habían convertido en tiempo de paz en una considerable molestia, y por eso las habían atravesado gradualmente con numerosas entradas y salidas, además de túneles para la salida de desperdicios, aguas y excrementos, de tal manera que su función defensiva estaba muy debilitada. Kitty la Liebre había chantajeado a un superintendente del alcantarillado (los pecados de las ciudades de la llanura eran castigados por los Materazzi casi tan severamente como por los redentores) y era él quien había introducido a unos cincuenta redentores hasta la quinta muralla. Sin embargo, no se iba a permitir que nadie pudiera establecer ninguna conexión entre el ataque y Kitty la Liebre: en el momento en que se lanzaba el ataque contra el palacio, el superintendente del alcantarillado yacía boca abajo metido en un cubo de basura y con la garganta cortada. De este modo, el intento de Bosco de provocar un ataque de los Materazzi a costa de unos pocos indeseables y pervertidos conducía a una lucha desesperada en el vigilado corazón de Menfis. El ataque tras la quinta muralla había sido un amago obra de unos diez redentores, pero los otros cuarenta se habían abierto camino por debajo del palacio y habían salido al patio por una tapa de alcantarilla. Al tiempo que salían con sus negros hábitos, como un enjambre de cucarachas, Cale envió a Kleist y Henri el Impreciso, armados de arco y ballesta, a lo alto de la muralla, mientras se preguntaba qué hacer con los doce Materazzi que estaban a su lado. Entonces observaron boquiabiertos a los cuarenta redentores que se extendían como una mancha que avanzaba hacia ellos.

—¡Formad una fila! ¡Una fila! —gritó Cale a sus hombres, y entonces atacaron los redentores. Cale le lanzó un grito a Kleist, pero era demasiado arriesgado lanzar flechas en una lucha cuerpo a cuerpo. Entonces un grupo de redentores intentó traspasar por sus bordes la fila de Materazzi y llegar a la puerta del palacio. Se oyeron los silbidos de flechas y saetas cuando los redentores dejaron las filas, pues entonces Henri y Kleist podían disparar de manera más segura. El grito de uno de ellos, que se agarró el pecho como si se le hubiera metido una avispa tigre en la camisa, llamó la atención de Cale, que retrocedió de la fila y corrió hacia la puerta del palacio, golpeando a un redentor en el tendón del talón, y lo mismo a un segundo, pero el tercero de los que tenía delante recibió una flecha en la parte superior del muslo. El hombre se tambaleó hacia atrás, mientras una estocada de Cale, mal calculada, le daba en la boca, seccionándole la mandíbula inferior y la columna vertebral. Entonces Cale atravesó la multitud hasta alcanzar la fachada del palacio, y se volvió para encarar a los atacantes. El ataque había quedado contenido, pues los atacantes, asustados por las flechas y saetas, se habían puesto a cubierto tras una pared que llegaba a la altura de la cintura de una persona, y que llevaba hacia el palacio formando una V. Cale se plantó delante de ella, esperando a que acudieran a él los redentores. Ahora los redentores podían agacharse para protegerse de aquella espantosa lluvia que caía de la muralla, y de ese modo se iban acercando lentamente a Cale. Este se metió en una maceta de casi dos metros de altura, que contenía un viejo olivo que decoraba la entrada, cogió las piedras del tamaño de un puño que estaban primorosamente colocadas dentro y empezó a tirárselas. No se trataba de un ataque infantil: aquellas piedras les pegaban en los dientes y las manos, y forzaban a los redentores a levantarse y exponerse así a las flechas y saetas que llegaban de arriba. Desesperados, los cinco redentores que quedaban ilesos se lanzaron contra Cale. Él les pegaba con el codo, les lanzaba patadas, los mordía, y ellos caían, pero incluso en medio de la lucha mortal, una parte de él estaba pensando que allí había gato encerrado. Aquella sensación fue creciendo mientras él resistía como el héroe de un libro de cuentos, mandando a sus contrincantes a la muerte como si no fueran otra cosa que hierbajos muy crecidos: puñetazo, bloqueo, cuchillada, golpe mortal y asunto concluido. Los guardias Materazzi, reducidos a solo tres, habían hecho retroceder a sus oponentes, y entonces los sacerdotes, desanimados, trataron de echar a correr, pero morían bajo la espada de los Materazzi, que los perseguían, o de Kleist y Henri, cuando se alejaban de Cale, que guardaba la puerta, y eliminaban a cualquier redentor que diera la impresión de querer llegar hasta la alcantarilla y escapar.

Entonces llegó para Cale el fin de la batalla, con sus palpitaciones y sus torrentes de sangre. Ante él, el patio parecía moverse, tan pronto acercándose como alejándose: la mirada de horror y agonía en el rostro de un redentor, un guardia Materazzi que se sujetaba las tripas para evitar que cayeran al suelo, el «¡sí, sí!» casi susurrado de otro que celebraba la vida, la victoria, la hazaña de haber sobrevivido de manera no vergonzosa, y el joven rostro de un redentor que, con la piel pálida como cera santa, veía acercarse a un Materazzi dispuesto a matarlo. Y la sensación de que había allí algo completamente erróneo. Intentó gritar al guardia Materazzi para que no asestara al redentor el golpe de gracia, pero lo único que le salió fue un chillido exhausto que no pudo evitar el horrendo grito ni el pie que quedaba temblando en la tierra.

—¿Estáis bien, hijo? —preguntó un guardia. Cale ahogó un grito y tomó aire.

—Decidles que se detengan. —Señaló a los Materazzi que se desplazaban entre los heridos, rematándolos—. Quiero hablar con ellos. ¡Ahora!

El guardia les gritó y se fue para obedecer su orden. Cale se quedó sentado en el bajo muro, observando una polilla que se posaba en el borde de un negro charco de sangre, lo probaba con precaución y, encontrándolo satisfactorio, empezaba a beber.

—¿Qué te pasa? —preguntó Kleist caminando hacia Cale—. Al fin y al cabo estás vivo, ¿no?

—Algo no encaja.

—No te has acordado de dar las gracias.

Cale se le quedó mirando:

—Ve a ver si hay supervivientes.

Kleist estuvo tentado de preguntarle de qué había muerto su último esclavo, pero en Cale había algo más raro de lo habitual, y se lo pensó mejor.

Henri el Impreciso ya había empezado a comprobar los cuerpos, contando las saetas e implorando que sus víctimas estuvieran muertas. Vio que Kleist hacía lo mismo. Sin embargo, los Materazzi se daban prisa en rematar a cualquiera que siguiera moviéndose.

—¡Cale! Ven a ver esto —gritó Kleist al darle la vuelta a un cuerpo que tenía una de sus flechas clavadas en la espalda. Henri el Impreciso observó mientras Cale se acercaba, aunque, incómodo, solo lo hizo hasta cierta distancia—. Mira: es Westaby. —Cale observó el rostro muerto de un muchacho de dieciocho años que, hasta donde le alcanzaba la memoria, había visto todos los días en el Santuario.

—Aquí está uno de los gemelos Gaddis —dijo Henri el Impreciso. Hubo un breve silencio mientras él tiraba de un cuerpo que había junto a él y le daba la vuelta—. Y aquí está su hermano.

Del final del patio, cerca de la tapa de la alcantarilla, llegaron algunos gritos, mientras cuatro Materazzi comenzaban a dar patadas y puñetazos a un redentor que había estado tendido. Los tres muchachos se acercaron corriendo y trataron de apartarlos, pero los Materazzi los empujaron a ellos a su vez, hasta que Cale sacó la espada y los amenazó con descuartizarlos si no retrocedían. Kleist y Henri el Impreciso retiraron al redentor ante el enojo de los Materazzi.

Ese enojo acabó cuando otro guardia Materazzi se acercó hasta los cuatro blandiendo una espada curvada en forma de L:

—¿Queréis ver esto? —insistía—. ¿Queréis ver esto?

Lentamente, Cale lo evitó y se acercó a Kleist y Henri, que seguían sin perder de vista a los cuatro Materazzi.

BOOK: La mano izquierda de Dios
4.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

2 A Reason for Murder by Morgana Best
Her Accidental Husband by Mallory, Ashlee
Bittner, Rosanne by Texas Embrace
Wicked Knight by Tierney O'Malley
The Guardian by Elizabeth Lane
Star Trek: The Original Series - 082 - Federation by Judith Reeves-Stevens, Garfield Reeves-Stevens
A Heart for the Taking by Shirlee Busbee
Bliss by Hilary Fields
Where I Want to Be by Adele Griffin