La mano izquierda de Dios (37 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—No teníais por qué saber —dijo Vipond a los tres muchachos en su despacho al día siguiente— cómo funcionan las cosas entre los Materazzi, pero es hora de que empecéis a aprender. Los militares tienen una ley para sí mismos, sometida solo al Mariscal. Aunque yo le aconsejo en cuestiones de política, tengo mucha menos influencia en lo que se refiere a la guerra. Sin embargo, tengo que interesarme en la guerra en general y, en especial, en vuestro considerable talento para la violencia. Me avergüenza decir —prosiguió en un tono nada avergonzado— que de vez en cuando puedo tener necesidad de ese talento, y por eso hay ciertas cosas que quisiera que comprendierais. El capitán Albin es un excelente policía, pero no pertenece a los Materazzi y, al permitir que los generales presenciaran vuestra exhibición, demostró no haber captado algo que ahora por fin comprende y que vosotros haríais bien en comprender también. Los Materazzi sienten una profunda repugnancia ante la idea de matar sin riesgo. Lo contemplan como si estuviera muy por debajo de su dignidad, como un terreno solo apto para vulgares asesinos. La armadura Materazzi es la más fina del mundo, y ese es el motivo de que sea tan cara. Muchos Materazzi necesitan veinte años para pagar las deudas en las que incurren tan solo por comprarse una armadura. Consideran indigno de ellos luchar con aquellos que no tienen armadura ni han recibido instrucción. Pagan esas enormes sumas para luchar contra hombres de su mismo rango, a quienes pueden matar o de quienes pueden recibir la muerte sin perder su categoría social ni siquiera en la tumba. ¿Qué categoría proporciona matar a un porquero o un carnicero?

—O ser muerto por ellos —apuntó Cale.

—Exactamente —corroboró Vipond—. Hay que ver las cosas desde su punto de vista.

—Pero nosotros no somos porqueros ni carniceros, sino soldados entrenados —dijo Kleist.

—No quiero ofenderos, pero vosotros no tenéis ninguna relevancia social. Empleáis armas y métodos que desafían todo aquello en lo que ellos creen. Para ellos, sois una suerte de herejía. Sabéis lo que es la herejía, ¿no?

—¿Y qué importa eso? —preguntó Cale—. Una saeta o una flecha no saben ni les importa quién fue el abuelo materno de aquel en quien se clavan. Matar no es más que matar, igual que una rata con un diente de oro no es más que una rata.

—Vale —admitió Vipond—, pero no necesitáis estar de acuerdo con ellos para poder entender que ese ha sido el comportamiento de los Materazzi durante trescientos años, y que no van a cambiar de repente solo porque a vos os parezca que deberían hacerlo. —Miró a Kleist—. ¿Vuestras flechas pueden atravesar una armadura Materazzi?

Kleist se encogió de hombros.

—No lo sé. No he disparado nunca a un Materazzi vestido de gala. Pero tendría que ser muy buena para aguantar una flecha de ciento quince gramos a cien metros de distancia.

—Entonces veremos qué puedes hacer para comprobarlo. Ballestas como esa vuestra de acero, Henri, ¿tienen muchos los redentores?

—Solo oí hablar de ellas una vez, yo no las había visto nunca. Mi maestro solo había visto dos en toda su vida, así que no creo.

—Vi cuánto tiempo llevaba cargarlo. Los Materazzi tenían razón en descartarlo para el campo de batalla.

—Yo ya lo dije cuando hice la demostración —protestó Henri el Impreciso—. Una saeta de una de las otras ballestas puede atravesar una armadura, eso lo he visto. Lo he hecho.

—Pero ¿también puede atravesar una armadura Materazzi?

—Dejadme que lo averigüe.

—A su debido tiempo. Os enviaré mañana a uno de mis secretarios y a uno de mis consejeros militares. Quiero que pongáis en un papel todo lo que sabéis sobre la táctica militar de los redentores, ¿entendido?

Al oír esto, los tres recelaron, pero ninguno protestó.

—Excelente. Ahora marchaos.

28

En la historia de los duelos, lo normal es que haya motivos serios para que un hombre se enfrente con otro en una lucha a muerte. Cuáles son esos motivos, sin embargo, es algo que casi nunca se recuerda. Los motivos que conocemos consisten en insultos leves, reales o imaginados, diferencias de opinión sobre la belleza de los ojos de determinada mujer, comentarios no lo bastante elogiosos sobre la honradez con que otro reparte las cartas, y cosas así. El famoso duelo entre Solomon Solomon y Thomas Cale comenzó con la cuestión de la prioridad en la elección de piezas de carne.

Cale se había visto envuelto en este asunto porque el cocinero contratado para dar de comer a los treinta hombres necesarios para proteger día y noche a Arbell Cuello de Cisne se había lamentado de la espantosa calidad de la carne que le entregaban. Criados a base de pies de muertos, los tres muchachos no habían notado que la carne que comían no fuera muy buena, pero los soldados se habían quejado al cocinero, y el cocinero se quejaba a Cale.

Al día siguiente, Cale fue a ver al proveedor y, no teniendo nada mejor que hacer, lo acompañó Henri el Impreciso. Si no fuera porque estaba de guardia, también hubiera ido Kleist, pues el caso es que proteger a una mujer las veinticuatro horas del día, no importa lo bella que fuera, resultaba extremadamente aburrido, especialmente sabiendo que el peligro que la acechaba era casi enteramente inventado. Para Cale era diferente, porque él estaba enamorado, y se pasaba las horas con Arbell Cuello de Cisne, ya fuera mirándola o poniendo en marcha su plan para hacer que ella sintiera lo mismo por él.

Aquel plan seguía funcionando incluso mientras Cale y Henri el Impreciso entraban en el mercado para tratar con el proveedor de carne, pues en sus aposentos, Arbell Cuello de Cisne trataba de arrancarle al reacio Kleist historias sobre Cale. Si se mostraba tan reacio, era porque se daba cuenta de que ella se moría de ganas de oír anécdotas del pasado de Cale que lo mostraran a una luz generosa o misericordiosa, y él se moría a su vez de ganas de no darle a Cale esa satisfacción. Ella era, sin embargo, una inquisidora extremadamente hábil y persuasiva, y además ponía todo el empeño. Al cabo de unas semanas, le había arrancado a Kleist, y a Henri el Impreciso, que estaba mucho más dispuesto a cooperar, mucha información sobre Cale y su vida. De hecho, las reticencias de Kleist servían solo para convencerla más y más de lo terrible que era el pasado de aquel joven del que se iba enamorando. La tensión y renuencia con que confirmaba las historias de Henri el Impreciso conseguía hacerlas más convincentes.

—¿Es verdad lo de la brutalidad de ese tal Bosco? —Sí.

—¿Por qué eligió a Cale?

—Supongo que lo tenía enfilado.

—Por favor, decidme la verdad. ¿Por qué era tan cruel con él?

—Era un lunático, especialmente en lo que se refería a Cale. No quiero decir que fuera como vuestros lunáticos corrientes, de esos que gritan. En todos los años que pasé en el Santuario, no le oí levantar la voz ni una vez. Pero a pesar de eso está tan loco como un saco lleno de gatos.

—¿Es verdad que lo hizo luchar a muerte con cuatro hombres?

—Sí, pero si los venció fue solo porque gracias al agujero que tiene en la cabeza puede saber lo que va a hacer el otro.

—A vos Cale no os cae muy bien, ¿verdad?

—¿Tiene algo para caer bien?

—Riba me dijo que os salvó la vida.

—Teniendo en cuenta que también fue él quien la puso en peligro, creo que no le debo nada.

—¿En qué puedo serviros, joven? —preguntó el alegre carnicero, gritando por encima del barullo del mercado.

Cale gritó a su vez en el mismo tono de alegría:

—Podéis dejar de enviar carne de perros y gatos muertos al cuarto de guardia del Palacio Occidental.

El carnicero, ya mucho menos alegre, sacó de debajo del mostrador un garrote de aspecto terrible y se fue hacia Cale.

—¿Quién os habéis creído que sois para hablarme de esa manera, mierdecilla?

Se fue hacia Cale con rapidez sorprendente dado su tamaño, haciendo oscilar el garrote mientras se acercaba. Cale se agachó en el momento en que el garrote le pasó por encima de la cabeza, con lo que el carnicero perdió el equilibrio, lo que, junto con el hecho de que Cale le hiciera una zancadilla baja, ayudó a que cayera en el barro. Entonces puso un pie, descargando su peso sobre la muñeca del carnicero, y le arrancó el garrote de las manos.

—Ahora —dijo Cale, haciendo rebotar con suavidad el extremo del garrote en la parte de atrás de la cabeza de su atacante—, vos y yo vamos a entrar en donde quiera que guardéis la carne, y me vais a elegir la mejor, y cada semana me enviaréis carne igual de buena. ¿Nos empezamos a entender? —¡Sí!

—Bien. —Cale dejó de rebotar el garrote en la cabeza del carnicero, y le permitió ponerse en pie.

—Por aquí —dijo con la voz llena de odio contenido.

Los tres se dirigieron a una bodega que había detrás del puesto, llena de piernas y costados de buey, cerdo y cordero, además de un rincón dedicado a las pequeñas carcasas de gatos, perros y otras criaturas que Cale no reconoció.

—Elegid la mejor —dijo Henri el Impreciso.

El carnicero empezó a levantar de los ganchos las mejores piezas de cadera y cuarto trasero, cuando se alzó una voz familiar: —¡Alto!

Era Solomon Solomon con cuatro de sus soldados más experimentados. Si parece extraño que un hombre del rango de Solomon Solomon acudiera en persona a elegir la carne para sus hombres, hay que aclarar que los soldados están mucho más dispuestos a soportar las heridas, las privaciones, la enfermedad y la muerte que a soportar una mala comida. Solomon Solomon se tomaba muy en serio ofrecer a sus hombres la mejor pitanza siempre que era posible, y se aseguraba de que ellos se enteraran.

—¿Qué pensáis que estáis haciendo? —le preguntó al carnicero.

—Estoy apartando algunas piezas para la nueva guardia de Palacio —respondió, haciendo un gesto de la cabeza hacia Cale y Henri el Impreciso, a los que Solomon Solomon hizo como que no veía. Entró e inspeccionó con curiosidad los costados de carne, y después pasó la vista por toda la bodega.

—Quiero que lo llevéis todo esta tarde al cuartel Tolland, menos esa mierda del rincón. —Entonces bajó la vista hacia la carne que acababa de separar para Cale—: Eso también lo quiero.

—Estábamos primero —dijo Cale—. Esto ya está pedido. —Solomon Solomon levantó la vista hacia Cale y lo miró como si no lo hubiera visto nunca.

—Tengo prioridad en este asunto. ¿No me lo negaréis?

Aunque fuera hiciera calor, en la bodega hacía frío. Estaba excavada en la roca, y en los rincones se apilaban gruesos bloques de hielo. Pero la temperatura cayó aún más cuando Solomon Solomon hizo aquella pregunta. No había duda de que la respuesta de Cale conllevaba algo horrible. Al darse cuenta, Henri el Impreciso intentó ser razonable y amable con Solomon Solomon.

—Nosotros no necesitamos gran cosa, señor, es solo para treinta hombres.

Solomon Solomon no dirigió la vista hacia Henri, y de hecho parecía que ni siquiera le hubiera oído.

—Tengo prioridad en este asunto —le repitió a Cale—. ¿Me lo negáis?

—Lo niego, si es lo que andáis buscando... —respondió Cale.

Muy despacio, dejando que Cale viera exactamente lo que estaba haciendo, Solomon Solomon levantó la mano derecha en lo que era claramente un ritual, y con la palma abierta golpeó a Cale en la mejilla de manera casi acariciadora. Entonces bajó la mano y aguardó. Cale también levantó entonces la mano, igual de lentamente, y la acercó con mucho cuidado al rostro de Solomon Solomon, pero en el último instante sacudió la muñeca con toda su fuerza, de manera que el golpe retumbó en el intenso silencio como el libro sagrado cuando lo cerraban de golpe en la iglesia.

Los cuatro guardias, furiosos ante el golpe propinado por Cale, avanzaron hacia él.

—¡Alto! —exclamó Solomon Solomon—. El capitán Grey os visitará esta tarde.

—¿Ah, sí? —preguntó Cale—. ¿Para qué?

—Ya lo veréis.

Diciendo eso, se volvió y se fue.

—¿Y nuestra carne? —gritó Cale con jovialidad, cuando se fue. Miró al carnicero, que tenía los ojos como platos, anonadado y espantado como estaba ante la sangrienta escena que acababa de tener lugar en su bodega—. No estoy seguro de poder confiar en que nos sirváis lo que os pedimos.

—Me juego más que la vida, señor.

—Entonces será mejor que nos llevemos algo de esto con nosotros. —Se echó al hombro un enorme costado de buey, y salió.

29

Como un rayo que cae sobre un árbol en un bosque reseco, y después devora rápidamente a todos los demás, el alboroto que resultó del encuentro en la bodega del carnicero se extendió por Menfis de casa en casa. Al oír la noticia, el Mariscal Materazzi se puso a lanzar juramentos, hecho una furia. Vipond profirió una maldición. Tanto uno como otro, mandaron buscar a Cale y le pidieron que renunciara a la lucha.

—Pero me han dicho que si me niego a pelear, entonces cualquiera tendrá derecho a matarme en cuanto me vea, sin previo aviso.

Era difícil discutírselo, porque era cierto. Cale era en aquel asunto el lado inocente, y había que estar de acuerdo con él. Así que después el Mariscal y el Canciller lo intentaron con Solomon Solomon, pero, pese al torrente de improperios del primero y las patentes amenazas del segundo de mandarlo al Medio Oriente el resto de su vida a enterrar leprosos, Solomon Solomon no se apeó del burro. El Mariscal estaba furioso.

—Daréis marcha atrás a esto o seréis colgado —gritó el Mariscal.

—Ni daré marcha atrás, ni seré colgado —respondió también a gritos Solomon Solomon. Y tenía razón: ni siquiera el Mariscal podía evitar un duelo cuando ya se habían dado las bofetadas, y tampoco podía castigar a los participantes. Vipond intentó apelar al esnobismo de Solomon Solomon:

—¿Qué os puede traer, aparte de deshonra, matar a un muchacho de catorce años? ÉI no es nadie. Ni siquiera tiene padre ni madre, no digamos ya un apellido digno de un juicio por combate. ¿En qué demonios estáis pensando para rebajaros de ese modo?

Aquel era un argumento contundente, pero Solomon Solomon simplemente se negó a dar una respuesta.

Y así quedó la cosa. El Mariscal lo echó de allí a gritos y Solomon Solomon se fue con airada solemnidad.

El encuentro de Cale con Arbell Cuello de Cisne estuvo tan envuelto en angustia como pueda imaginarse. Ella le rogó que no luchara, pero como la alternativa era mucho peor, Arbell pronto lanzó una furiosa diatriba contra Solomon Solomon, y se fue corriendo a ver a su padre para pedirle que detuviera aquello. Durante el desgarrador encuentro con Arbell, Cale se había asegurado de llevar a Henri el Impreciso para que respaldara su versión de los acontecimientos. Cuando se marchó la consternada joven, Cale vio que Henri el Impreciso lo estaba mirando a él, y que era evidente que no pensaba nada bueno.

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