La mano izquierda de Dios (17 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
4.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Siempre he creído en el principio —dijo Vipond, después de caminar con él en silencio durante un minuto más o menos— de que uno no debe decirle a su mejor amigo nada que no pueda decirle a su peor enemigo. Pero esta es una de esas ocasiones, por lo que a vos concierne, en que la sinceridad es con mucho la mejor estrategia. Así que no quiero oír tonterías sobre gitanos ni de ningún otro tipo. Quiero saber la verdad sobre quiénes sois y qué es lo que hacíais en el Malpaís.

—Queréis la verdad tal como se la diría a mi mejor amigo.

—Tal vez no sea vuestro mejor amigo, jovencito, pero soy vuestra mejor esperanza. Decidme la verdad y tal vez esté dispuesto a tomarme con generosidad el hecho de que, mientras la chica y el abobado querían socorrerme, vos y el granuja ese erais partidarios de dejarme allí.

Cale lo miró.

—Ya que vamos a decir la verdad, Señor, ¿no creéis que de hallaros en nuestra piel, también vos lo habríais pensado dos veces antes de hablar, por miedo a las consecuencias?

—Naturalmente. Y ahora vamos a ello. Y sabed que si pienso que me mentís, os entregaré a Bramley en menos que canta un gallo, y sin hacer preguntas.

Cale se quedó unos segundos en silencio, y después lanzó un suspiro, como si acabara de tomar una decisión.

—Los tres somos acólitos de los redentores, del Gran Santuario de Shotover.

—¡Ah, la verdad...! —dijo Vipond, sonriendo—. Tiene un halo a su alrededor que hace que se la reconozca, ¿no os parece? ¿Y la muchacha?

—Estábamos buscando comida por túneles clausurados por los redentores. Nos la encontramos en un lugar del que no habíamos oído hablar. Había otras como ella.

—¿Mujeres en el Santuario? ¡Qué extraño! O tal vez no...

—Nos descubrieron con la chica, y no tuvimos otra escapatoria. Tuvimos que darnos a la fuga.

—Un gran riesgo, me parece.

—No hubiéramos tenido ninguna posibilidad si nos quedábamos.

—Supongo. —Pensó durante un minuto más o menos en lo que acababa de escuchar, mientras los dos caminaban lentamente, uno al lado del otro, por el patio—. ¿Y el Malpaís?

—Era el mejor lugar para ocultarse. No se puede ver a mucha distancia, a causa de los montículos y las crestas del terreno.

—Los redentores rastrean con perros. He visto uno de ellos: son feos como demonios, pero muy buenos rastreadores.

—Yo había averiguado cómo neutralizarlos —explicó Cale, omitiendo el detalle de la doble fuga. Porque aquella huida, tal como había ocurrido, podía ser verdad, pero, dijera lo que dijera Vipond, a veces la verdad no suena a verdad. Y, además, tras el intento no muy logrado de Kleist de fingir que eran gitanos, habían acordado contar la historia real, pero sin entrar en detalles. Estaba claro que lo que les habían dicho los redentores sobre los gitanos era mentira: lo que había ocurrido hacía sesenta años no había sido un ataque traicionero al Santuario seguido por una comedida expedición de castigo para enseñar a los gitanos a comportarse en lo sucesivo. Debían de haberlos matado a todos, hasta el último niño.

—¿Nos entregaréis a la partida de rastreo de los redentores?

—No.

—¿Por qué no?

Vipond se rio.

—Buena pregunta. La verdad es que no tenemos razón para hacerlo. No tenemos relaciones diplomáticas. Solo tratamos con ellos a través de la Dueña.

—¿Qué es la Dueña?

—¿Sabéis lo que es un mercenario?

—Sí: alguien que mata por un salario.

—Pues la Dueña son mercenarios a los que se les paga para que negocien en vez de matar. Tenemos tan pocos tratos con los redentores que nos sale más barato pagar a alguien para que negocie en nuestro nombre. Ha llegado la hora de cambiar eso, me parece. Creo que hemos hecho mal en no enterarnos de nada todo este tiempo. Vosotros podríais sernos muy útiles. Su guerra en el frente oriental los ha tenido ocupados durante cien años. Tal vez planean algo aquí, o en otra parte. Es hora de averiguarlo. —Sonrió al muchacho—. Así que quizá podéis confiar en mí, porque me podéis ser de utilidad.

—Sí —dijo Cale, pensativo—. Quizá.

En ese momento volvían a hallarse ante la puerta que daba a las celdas. Vipond la golpeó con el puño, y la puerta se abrió inmediatamente. Se volvió hacia Cale.

—Dentro de unos días os llevarán a otro lugar más cómodo. Hasta entonces, intentaremos que recibáis mejor trato: comida decente y ejercicio.

Cale asintió y atravesó la puerta, que se cerró rápidamente tras él.

Vipond se volvió cuando Albin se le acercó por detrás.

—Qué curioso, amigo Albin. No se parece a ningún muchacho que haya visto nunca. Si aparecen redentores preguntando por ellos, no hay que decirles nada. Y que se queden a las puertas de la ciudad. Los chicos tendrán condiciones de arresto domiciliario.

Y, diciendo eso, Vipond se alejó, gritando sin volverse:

—¡Que me traigan a la chica mañana a las once!

12

—Entonces, Riba —dijo Vipond, afable como un maestro bondadoso—› hasta que esos tres jóvenes frustraron el intento de un redentor de asaltarte y lo dejaron inconsciente de un golpe, ¿fuisteis totalmente ignorante de la presencia de hombres en el Santuario?

—Sí, Señor.

—Y, sin embargo, habíais vivido allí desde los siete años y habíais sido tratada, por lo que decís, como una princesita. Eso es muy extraño, ¿no os parece?

—Es a lo que estaba acostumbrada, Señor. Nos daban casi todo lo que queríamos y la única regla estricta, por la que nos habrían castigado terriblemente en caso de incumplirla, consistía en no abandonar nuestros terrenos. Pero eran muy grandes, y los muros imposibles de trepar. Y éramos felices.

—¿Os explicaron las mujeres que os cuidaban por qué os trataban con tanta amabilidad y generosidad?

Riba lanzó un suspiro por el fin de un prolongado sueño.

—Dijeron que cuando cumpliéramos los catorce años nos llevarían a un lugar aún más maravilloso que el Santuario para convertirnos en novias, y que seríamos felices para siempre. Pero eso solo ocurriría si nos volvíamos lo más perfectas posible.

—¿Perfectas? ¿En qué sentido? —preguntó Vipond, ligeramente asustado.

—Nuestra piel no debía tener defectos, nuestro pelo tenía que estar brillante y dócil, debíamos tener grandes ojos luminosos, las mejillas sonrosadas, los pechos grandes y redondos, las nalgas grandes y tersas, y no podíamos permitir que nos creciera ni un pelo entre las piernas, ni debajo de los brazos, ni en ningún otro sitio. Teníamos que mostrar siempre interés, ser encantadoras y oler a flores. Nunca podíamos enfadarnos ni discutir ni criticar a otras personas, sino ser siempre bondadosas, afectuosas, estar siempre dispuestas a repartir besos y ternura...

Tanto Albin como Vipond eran hombres de considerable experiencia, y habían visto y oído muchas cosas extrañas, pero cuando Riba terminó, ninguno de los dos sabía qué decir. Fue Albin el que habló finalmente.

—Volviendo al redentor que os asaltó, ¿no lo habíais visto nunca?

—No, ni a ningún otro hombre.

—¿Cómo —preguntó Vipond— practicabais vuestra... ternura? Si no había hombres...

—Unas con otras, Señor. —Esto desconcertó aún más a los dos caballeros—. Por turnos, fingíamos estar cansadas y malhumoradas y gritábamos mucho y dábamos portazos, y la otra nos calmaba y era bondadosa hasta que se nos pasaba el enfado. —Los miró, y comprendió que su respuesta se quedaba corta en algún modo—. Y luego teníamos los muñecos.

—¿Muñecos?

—Sí, muñecos masculinos. Los vestíamos y les dábamos masajes, y los tratábamos como a reyes.

—Ya veo —dijo Vipond.

—Lena y yo... —se detuvo un momento—. Lena era la muchacha que mató el redentor... Nos dijeron que nos habían elegido para casarnos y vivir felices para siempre. Después nuestras tías nos llevaron a la estancia de ese hombre... llamábamos tías a aquellas mujeres que nos educaban y nos decían que nos íbamos a casar. Pero entonces ese hombre mató a Lena.

—¿Vuestras tías sabían lo que iba a sucederos?

—¿Cómo lo iban a saber, con lo bondadosas que eran? Seguro que las engañaron igual que a nosotras.

—¿No es una coincidencia extraña —preguntó Albin, que no estaba ahora seguro de que les contara la verdad, aunque le parecía que si estaba mintiendo, se trataba de una mentirosa brillante— que os encontrarais a este redentor y a Cale en veinticuatro horas, y que Cale llegara justo a punto para salvaros?

—Sí. Ya lo pensé, incluso en el momento. Qué extraño encontrarse a cuatro hombres al mismo tiempo, después de todos esos años sin ver ninguno... y que uno fuera tan cruel, y que los otros arriesgaran la vida por mí, por alguien a quien no conocían. ¿ Son frecuentes esas cosas?

—No —respondió Vipond—. No son frecuentes. Gracias, Riba. Esto es todo por el momento.

Hizo sonar la campana que tenía delante. Se abrió la puerta y entró una joven. Tenía el aire de sereno orgullo que tienen tantas aristócratas de dieciséis años, ese aire de haberlo visto todo y no sentir interés por nada. Pero se le salieron los ojos de las órbitas cuando vio a Riba, con su pelo dorado y sus enormes curvas. Allí, una junto a la otra, parecían criaturas de distinta especie.

—Riba, esta es Mademoiselle Jane Weld, mi sobrina. Cuidará de vos los próximos días. —Mademoiselle Jane, aún atónita, asintió tímidamente. Riba sonrió nerviosa—. Albin, ¿os importaría esperar fuera con Riba, mientras hablo con Mademoiselle Jane?

Albin salió con Riba y cerró la puerta tras ellos. Vipond observó a su atónita sobrina.

—Cerrad la boca, Jane, u os tragaréis una mosca.

La boca de Mademoiselle Jane se cerró de un golpe tan brusco que resultó casi audible, pero volvió a abrirla casi de inmediato.

—¿Quién demonios era esa criatura?

—¡Sentaos y escuchad, e intentad hacer lo que os mandan, por una vez! —A regañadientes, Mademoiselle Jane obedeció—. Os haréis amiga de Riba, y conseguiréis que os cuente todo lo que ya me ha contado a mí, y más. Anotadlo todo y enviádmelo, sin omitir ningún detalle, no importa lo trivial o extraño que sea... —Miró a la joven—. Y os aseguro que os contará cosas extrañas... Cuando hayáis oído su historia, veréis si puede conseguirse que se la calle y finja que viene de las Islas del Sur o algo parecido. Tiene sus propias maneras, pero vos le enseñaréis las nuestras. Tal vez, si lo hace bien, pueda llegar a ser doncella personal, o incluso dama de compañía.

—¿Esperáis que prepare a una doncella? —preguntó Mademoiselle Jane, indignada.

—Espero que hagáis lo que os mande. Y ahora marchaos.

13

Tras dejar a sus cien hombres y sus perros en un pueblo, cincuenta kilómetros atrás, el redentor Roy Stape, explorador de la partida de rastreo del sur, fue cabalgando hasta Menfis en un estado de inquietud como no había experimentado en toda su vida. Aquella incomodidad no era ninguna tontería, dado que Stape había vivido muchas experiencias infernales, y provocado otras tantas. Pero en aquel momento, cuando se acercaba a Ciudad Kitty, sentía que se internaba en el lugar más semejante al verdadero infierno que pudiera encontrarse en la tierra. Al acercarse a la entrada iluminada con colores chillones de aquel arrabal de pesadilla, se detuvo, se bajó del caballo, y lo llevó de la brida los últimos metros. Incluso a aquellas horas tardías, seguía habiendo visitantes y vecinos que pasaban sin parar ante los guardias. Los guardias ignoraban a la mayoría, pero registraban a algunos.

—No podéis meter eso aquí —dijo uno de los guardias señalando al caballo—. ¿Vais armado?

«Hasta los dientes», pensó Stape, pero explicó:

—No deseo entrar. Traigo una carta para Kitty la Liebre.

—Nunca he oído hablar de él. Ahora, ¡marchaos al infierno!

Lentamente, observado con atención por los guardias, Stape metió la mano en las alforjas del caballo y sacó dos bolsas, una mucho más grande que la otra. Cogió la más pequeña.

—Esto es para que lo compartáis. La otra es para Kitty la Liebre.

—Entregádmelas. Me encargaré de hacerlas llegar a su destino. —Los guardias, cinco en total, que eran enormes y habían sido cuidadosamente elegidos por su falta de simpatía, empezaron a rodear a Stape—. Volved mañana o, mejor aún, pasado mañana.

—Guardaré el dinero hasta entonces.

—No, no es eso lo mejor —dijo el guardia—. Nosotros lo cuidaremos bien.

Se movió hacia Stape tan rápido como pudiera hacerlo un hombre de más de cien kilos de peso, y le cogió el dinero. Parecía que Stape transigía. Dejó caer los hombros, como derrotado. Entonces, cuando el guardia le dio un empujón en el pecho, él sencillamente cruzó sus manos por encima de las del guardia y lo empujó hacia el suelo. Se oyó un chasquido no especialmente fuerte y un grito de agonía, mientras el guardia caía de rodillas. Los otros, sorprendidos por aquel movimiento repentino, se abalanzaron sobre él. Pero apenas habían empezado a hacerlo cuando vieron la punta de la espada corta que Stape acababa de ponerle al guardia en el cuello. No resultó necesario el grito del guardia, pidiéndoles que permanecieran donde estaban.

—Ahora traedme a alguien con autoridad, y aprisa. No tengo intención de quedarme en esta cloaca más tiempo del necesario.

Veinte minutos después, Stape se sentaba en una antesala. Seguía inquieto, pese al hecho de que se trataba de una de las estancias más agradables que hubiera visto en su vida: recubierta con maderas de cedro y sándalo, era una muestra de suntuosa sencillez, y olía de manera tan sutil y grata a los sentidos que estuvo tentado de cortar un trozo y llevárselo con él. Y esa inquietud no se debía a la lucha que había tenido lugar en las puertas de Ciudad Kitty, sino a lo que había visto después de que le permitieran la entrada. El hombre que había supervisado las matanzas de Odessa y el bosque Polaco, famoso incluso en la lista de atrocidades que caracterizaban las guerras del frente oriental, estaba turbado por las cosas que había visto en los últimos cinco minutos. Al final de la antesala se abrió una puerta, y un anciano avanzó hacia él y le dijo cortésmente:

—Kitty la Liebre os atenderá ahora.

Cuando la puerta se abrió, un curioso olor llegó hasta él. Era un olor solo levemente desagradable y un poco dulce, aunque de un dulzor que a Stape Roy le erizaba los pelos de la nuca. Estaba seguro de que nunca lo había olido, y, aun así, algo había en él que parecía una advertencia, algo que, pese a su coraje feroz, le hacía sentirse incómodo. Ya profundamente alterado por las escenas contempladas en Ciudad Kitty, caminó hacia la puerta, y cuando la hubo atravesado, el viejo, quedándose en la antesala, cerró la puerta tras él.

BOOK: La mano izquierda de Dios
4.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Spring 2007 by Subterranean Press
Fire and Sword by Scarrow, Simon
Death's Sweet Song by Clifton Adams
Harvest of Fury by Jeanne Williams
Heaven to Betsy (Emily #1) by Pamela Fagan Hutchins
Memories Of You by Bobbie Cole
Wild Craving by Marisa Chenery