La mano izquierda de Dios (19 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Sí, señor.

Tras eso, Solomon Solomon se dio la vuelta y regresó a su podio. Cale se levantó lentamente, con la cabeza aturdida. Los demás pajes miraban al frente, aterrorizados, salvo Kleist y Henri el Impreciso, que solo miraban al frente porque sabían que eso era lo que se les pedía. Una persona, sin embargo, lo miraba a él: el más alto y grácil de los Materazzi, aquel cuyo escudo guardaba Cale. Los que lo rodeaban se reían, pero el rubio Materazzi no lo hacía: estaba rojo de ira.

Ni siquiera la paliza que le había propinado a Cale mejoró el humor de Solomon Solomon; la pérdida de tanto dinero había sido un duro golpe para su corazón.

—A vuestros pajes: espada corta.

Los del Mond avanzaron hacia la fila de los pajes y se quedaron en pie frente a ellos. El alto Materazzi miró a Cale y le habló en voz baja:

—Haced otro ridículo como ese y lamentaréis haber nacido, ¿me habéis oído?

—Sí —respondió Cale.

—Me llamo Conn Materazzi. Me llamaréis señor desde ahora.

—Sí, señor, lo he entendido.

—Dadme la espada corta.

Cale se dio la vuelta. Había tres espadas que colgaban de una barra de madera, con la hoja de igual longitud pero forma diferente, que iba de recta a curva. Para Cale, una espada era una espada. Cogió una al azar.

—Esa no —dijo, y le dio una patada en el culo—. La otra.

Cale cogió la que tenía más cerca, y recibió otra patada. Eso fue recibido con muchas risas por parte de sus compañeros y de algunos pajes.

—La otra —explicó Conn Materazzi. Cale la cogió y se la entregó al sonriente joven—. Bueno, ahora dadme las gracias por esa patada tan instructiva.

Entonces se hizo el silencio: un silencio expectante, ante la posibilidad de que el paje fuera lo bastante idiota como para protestar o, aún mejor, para contraatacar.

—Dadme las gracias —repitió Conn.

—Gracias, señor —dijo Cale en tono casi agradable, para alivio de Kleist y de Henri el Impreciso.

—Excelente —dijo Conn mirando a sus compañeros—. Falta de entereza: me encanta esa cualidad en un sirviente.

Las risas halagadoras fueron interrumpidas en seco por otra orden bramada por Solomon Solomon. Durante las siguientes dos horas, Cale vigiló, con la cabeza dolorida, mientras el Mond hacía sus ejercicios de entrenamiento. Cuando acabaron, dejaron el patio entre risas, para bañarse y comer. Entonces llegaron varios hombres mayores, los exploradores, para instruir a los pajes en el uso y cuidado de las armas que estaban apiladas tras ellos.

Después, los tres se sentaron a conversar y, sorprendentemente, Kleist y Henri el Impreciso parecían más abatidos que Cale.

—Dios —dijo Kleist—, creí que por fin habíamos tenido un poco de suerte al venir aquí. —Miró a Cale con amargura—. Tienes un gran talento, Cale, para crisparle los nervios a la gente. Esto parecía jauja, y en tan solo veinte minutos has conseguido pelearte con los dos tipos con los que menos hubieras debido hacerlo.

Cale pensó en ello, pero no dijo nada.

—¿Quieres que nos vayamos esta noche? —preguntó Henri el Impreciso.

—No —respondió Cale, aún pensativo—. Tengo que robar todo lo que pueda.

—No es prudente esperar. Piensa lo que podría ocurrir.

—No pasará nada. Además, vosotros dos no necesitáis iros. Kleist tiene razón: habéis tenido suerte viniendo aquí.

—¡Ja! —repuso Henri—. En cuanto tú te vayas, se meterán con nosotros.

—Puede que sí, puede que no. Tal vez tenga razón Kleist: hay algo en mí que irrita a la gente.

—Yo me iré contigo —dijo Henri el Impreciso.

—No.

—He dicho que iré.

Hubo un prolongado silencio, roto finalmente por Kleist.

—Bueno, no me pienso quedar aquí con vosotros —declaró enfurruñado, y se fue.

—Tal vez —propuso Cale— podríamos irnos antes de que vuelva.

—Lo más sensato es que permanezcamos juntos los tres.

—Supongo que sí, pero ¿por qué tiene que quejarse tanto?

—Se queja, simplemente, porque es así. Pero es buen tipo.

—¿De verdad? —preguntó Cale como si solo sintiera una ligera curiosidad.

—¿Cuándo quieres que nos vayamos?

—Dentro de una semana. Aquí hay mucho que birlar, y tenemos que aprovisionarnos.

—Es demasiado peligroso.

—No pasará nada.

—Yo no estoy tan seguro.

—Bueno, soy yo el que pone la cabeza y el culo, así que soy yo el que decide.

Henri el Impreciso se encogió de hombros.

—Supongo que tienes razón. —A continuación cambió de tema—: ¿Qué te parece el Mond? Se lo tienen muy creído, ¿no te parece?

—Pero son bastante buenos.

—Digamos que son bastantes en general —dijo Henri el Impreciso, sonriendo.

—¿Creéis que Riba estará bien?

—¿Por qué no iba a estar bien? —Era evidente que Henri el Impreciso estaba sinceramente preocupado—. Pero el caso es que ella no es como nosotros. No podría soportar una paliza ni nada así. No fue criada para eso.

—Estará bien. Vipond nos ha tratado bien a nosotros, ¿no?

—Kleist tiene razón en lo que ha dicho: si no fuera por mí, os daríais aquí la gran vida. —Ni siquiera sabía lo que significaba eso de «darse la gran vida», pero había oído la expresión un par de veces, y le gustaba cómo sonaba—. Riba sabe cómo tratar a la gente. No tendrá problemas.

—¿Y por qué no puedes aprender tú a tratar a la gente?

—No lo sé.

—Pues intenta quitarte de en medio y, si no puedes, deja de mirar a todo el mundo como si fueras a rebanarle la garganta y echar el cadáver a los perros.

Pero, al día siguiente, las esperanzas que tenía Henri el Impreciso de que mejoraran las cosas con Solomon Solomon y Conn Materazzi se vieron defraudadas. Solomon Solomon encontró otra excusa para proseguir con los golpes del día anterior, pero esta vez en medio del campo, para que todo el mundo pudiera verlo perfectamente y le entraran ganas de encontrar a su vez alguna excusa para hacer otro tanto. Sin embargo, Conn Materazzi, siendo más sutil que su maestro de lucha, y no deseando que pensaran que simplemente lo imitaba, siguió dándole patadas a Cale al menor pretexto, pero sin fuerza. El joven tenía maña para la humillación, y trataba a Cale como si fuera una carga que se había encontrado en la vida, pero que al mismo tiempo le divertía, y a la cual tenía el deber de tratar con toda la bondad posible. Con sus piernas largas y ágiles, y tras una vida de entrenamientos, le pegaba a Cale en los gemelos, en el trasero o incluso en las orejas, como si usar las manos en alguien como Cale fuera dedicarle una consideración excesiva. Tras cuatro días transcurridos de aquella manera, a Henri el Impreciso le preocupaba más el efecto que aquel trato pudiera producir en Cale que las palizas propinadas por Solomon Solomon. Cale estaba acostumbrado a una brutalidad mayor que la que Solomon Solomon era capaz de ofrecer. Pero la burla, pensada para dejar a alguien en ridículo, no formaba parte de sus experiencias. A Henri le preocupaba que Cale terminara respondiendo a las provocaciones.

—Yo lo veo más tranquilo que nunca —le respondió Kleist a Henri el Impreciso, que se había sentado a su lado para transmitirle sus inquietudes.

—Sí, «tan tranquilo como una casa encantada justo antes de que se despierten los demonios». —Ambos se rieron con aquella frase que los redentores repetían tan a menudo—. Solo dos días más.

—Mañana nos iremos. Le convenceremos.

—De acuerdo.

Cada vez con peor intención, Conn Materazzi siguió representando el papel del tolerante amo de un idiota ridículo, y al hacerlo recibía la admiración de sus amigos. Entre una y otra de las palizas que le propinaba Solomon Solomon a Cale, Conn le alborotaba el pelo por cualquier cosa que pretendidamente hubiera hecho mal, como si se tratara de una vieja mascota incontinente a la que por compasión no se le llega a pegar. De manera incesante, le lanzaba unos sopapos suaves y provocadores a la parte de atrás de la cabeza, o bien le daba golpecitos en las nalgas con la hoja de la espada puesta de plano. Y Cale cada vez se mostraba más tranquilo. Conn se daba cuenta de que las palizas no le hacían aparentemente ningún efecto, pero comprendía que, sin embargo, y pese al esmerado disimulo, sus burlas tenían que estar penetrando en aquella alma endurecida. Conn Materazzi podía ser un monstruo, pero no un idiota.

Los Materazzi tenían fama por dos cosas: la primera, por su suprema destreza en las artes marciales, que iba acompañada de un valor realmente temerario; la segunda, por la extraordinaria belleza de las mujeres Materazzi, combinada con una frialdad igualmente extraordinaria. Se decía, de hecho, que era imposible comprender la disposición que mostraban los Materazzi a morir en la batalla hasta que se conocía a sus esposas. Tanto solo como en grupo, un Materazzi era una aterradora máquina de guerra. Pero cuando uno conocía a su esposa, se topaba con una altivez, orgullo y desdén que no había visto nunca. Sin embargo, uno también se quedaba atónito por su sorprendente belleza y, como les pasaba a los Materazzi, pasaba a estar dispuesto a soportarlo todo a cambio de una sonrisa o un beso. Aunque los Materazzi dominaban casi un tercio del mundo conocido bajo el yugo de su poder militar, económico y político, los sometidos siempre podían consolarse pensando que, no importaba lo grande que fuera su influencia, los Materazzi eran esclavos de sus mujeres.

Mientras continuaba el acoso y vapuleo de Cale, los tres antiguos acólitos pasaban robando todo el tiempo posible, cosa que no resultaba especialmente difícil ni peligrosa, pues los Materazzi tenían lo que a los muchachos les parecía una extraña actitud ante sus pertenencias, y es que parecían dispuestos a desprenderse de cualquier cosa casi en cuanto acababan de adquirirla. Como los acólitos tenían prohibido poseer nada, aquella actitud los desconcertaba. Al principio robaban cosas que pensaban que podían serles de utilidad: una navaja, un afilador, dinero que sus señores se dejaban en el dormitorio, a menudo en cantidad pasmosa. Después, se dieron cuenta de que les resultaba más fácil preguntar a los señores si deseaban que recogieran alguna cosa determinada, o que la pusieran en otro sitio, porque a menudo la respuesta era que la tiraran. Al cabo de cuatro días habían robado, y habían recibido, más cosas de las que podían utilizar, e incluso de las que sabían cómo utilizar: cuchillos, espadas, un arco ligero de caza con una hendidura fácilmente reparada por Kleist, una pequeña tetera de campaña, cuencos, cucharas, cuerda, cordel, comida en conserva de las cocinas y una gran cantidad de dinero, del que obtendrían más cuando limpiaran las habitaciones de sus señores justo antes de partir. Lo tenían todo cuidadosamente escondido en una serie de huecos y rincones, y había pocas posibilidades de que descubrieran nada de todo ello, porque no echaban nada en falta. Al comprender que uno podía darse allí la vida padre solo con las cosas que los otros no querían, a Kleist y Henri el Impreciso les daba pena tener que partir. Pero a Henri no le daba buena espina ver que Cale se tranquilizaba más a cada burla de Conn Materazzi y con cada golpe o pinchazo que recibía para humillarlo. Le daba en las orejas o le tiraba de la nariz como si fuera un niño malo.

La tarde del quinto día, Cale estaba buscando algo útil que robar en una parte del castillo en la que, como paje, tenía prohibida la entrada. En Menfis, la palabra «prohibido» significaba algo muy diferente a lo que significaba en el Santuario: allí una infracción podía suponer, digamos, cuarenta golpes infligidos con un cinturón de cuero con tachuelas de metal, que podían hacerle a uno sangrar fácilmente hasta morir; en tanto que en Menfis significaba que eso no se debía hacer, bajo pena de un castigo levemente desagradable del que uno podía zafarse simplemente con excusas. En aquel caso, por ejemplo, si pillaban a Cale, podría disculparse diciendo que se había perdido.

Se desplazaba en aquel momento por la parte más vieja del castillo, que de hecho era lo más viejo que había en Menfis. Una gran parte de la muralla, con sus estancias interiores usadas ahora de almacén, había sido demolida y reemplazada por elegantes casas con aquellas enormes ventanas que eran tan del gusto de los Materazzi. Pero aquella parte vieja de Menfis era oscura, y la única luz que tenía llegaba de los pasadizos que atravesaban la muralla, que a menudo tenían una separación de casi veinte metros. Estaban diseñados para ayudar a resistir un asedio, y no como paso cotidiano. Mientras Cale subía con cuidado un tramo de escalera de piedra negra, que no tenía barandilla ni resguardo alguno que le impidiera caer de más de doce metros de altura contra las losas de abajo, oyó que alguien bajaba a toda carrera la escalera, en dirección a él. No podía verlo a causa de un recodo de la escalera, pero fuera quien fuera llevaba un farol. Retrocedió hasta un hueco de la escalera, con la esperanza de que no lo viera el que bajaba. Los apresurados pasos y la tenue luz siguieron bajando hasta que pudo ver a la persona que bajaba. Cale se apretó contra el muro, de forma que la muchacha no lo vio al pasar. Pero en aquel gran espacio oscuro la luz era pobre y las piedras irregulares. Ella había doblado el recodo demasiado rápido y, algo desequilibrada ya, pisó una losa torcida. Por un momento, se debatió intentando no caer contra las duras losas del suelo por la pendiente de unos quince metros de altura. La muchacha lanzó un grito al tiempo que dejaba caer el farol por el borde, y estaba a punto de caer tras él cuando Cale la agarró por el brazo y tiró de ella.

La muchacha volvió a gritar, aterrorizada esta vez por aquella sorprendente aparición.

—¡Dios mío!

—No os asustéis —dijo Cale—. Habéis estado a punto de caer.

—¡Ah! —exclamó ella mirando el farol, que se había roto pero seguía ardiendo con el aceite derramado—. ¡Ah! —repitió—. Me habéis asustado.

Cale se rio.

—Tenéis suerte de poder asustaros todavía.

—No me hubiera pasado nada.

—Sí que os hubiera pasado.

Ella bajó la mirada para observar la caída en vertical, y después observó a Cale en la penumbra. No se parecía a ningún muchacho u hombre que hubiera visto nunca, con altura solo mediana, y su cabello negro, aunque fue la expresión de los ojos, ojos viejos y oscuros, y algo más que no podía identificar, lo que hizo que, de repente, sintiera miedo.

—Tengo que irme —dijo—. Gracias.

Y empezó a correr escalera abajo.

—Con cuidado —dijo Cale en voz tan baja que seguramente ella no le oyó.

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