La mano izquierda de Dios (14 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Parecía como si hubiera visto muchas cosas raras en su vida, y aun así se quedara desconcertado ante la presencia de alguien tan joven y seguro de sí mismo en medio del Malpaís.

—Os habéis alejado mucho de casa, ¿no os parece, niño?

—No os preocupéis por mí, abuelito, más bien deberíais preocuparos por no tener dónde comprar un bastón para salir de aquí.

El hombre se rio.

—Sois un acólito de los redentores, ¿verdad?

—¿Qué os importa?

—Nada, realmente. Pero me sorprende, porque en las pocas ocasiones en que me he encontrado acólitos, iban en fila de doscientos y tenían a su alrededor dos docenas de redentores que los vigilaban armados con látigos. Es la primera vez que veo uno solo.

—Bueno —repuso Cale—, para todo hay una primera vez.

El hombre sonrió.

—Sí, supongo que así es. —Levantó la mano—. IdrisPukke, actualmente al servicio de Gauleiter Hynkel.

Cale no aceptó la mano que le tendía. IdrisPukke se encogió de hombros y volvió a bajarla.

—Tal vez no seáis tan joven como parecéis. Es buena cosa andarse con cuidado por aquí.

—Gracias por el consejo.

IdrisPukke volvió a reírse.

—Sois poco transigente, ¿eh, niño?

—No —respondió Cale de plano—. Y no me llaméis niño.

—Como gustéis. ¿Cómo puedo llamaros?

—No necesitáis llamarme de ninguna manera. —Cale indicó el este con un movimiento de la cabeza—. Estabais yendo hacia allá. Intentad seguirme, IdrisPukke, y os daréis cuenta de lo intransigente que puedo ser. —Le hizo un gesto para que se levantara. IdrisPukke hizo lo que le mandaba. Observó a Cale unos instantes, como si estuviera considerando qué hacer. Entonces lanzó un suspiro, se dio la vuelta y siguió en la dirección que le había indicado Cale.

Durante las doce horas siguientes, Cale siguió recelando profundamente del encuentro con IdrisPukke. ¿Sería un redentor disfrazado, tal vez? No era probable: demasiado animado para ser uno de ellos. ¿Un cazador de recompensas? Tampoco parecía probable, pues los redentores lavaban en casa la ropa sucia. Por otro lado, él había matado al Padre Disciplinario, y un pecado tan horrendo podría empujarles a intentar cualquier cosa para capturarlo. Así que en eso pensaba mientras seguía al Señor de los Redentores y esperaba que cambiaran de dirección. Lo hicieron un día después, tomando rumbo al oeste. Normalmente, los rastreadores seguían la misma dirección al menos durante veinticuatro horas. Era el momento de regresar con los demás. Si es que podía encontrarlos.

Doce horas después, Cale llegaba a la línea que habían planeado como trayecto para Henri y la chica, solo que quince kilómetros por delante de lo previsto, por si acaso. Entonces comenzó a retroceder por la trayectoria para asegurarse de que no dejaba de verlos, manteniéndose todo el tiempo lo más oculto posible para que los redentores que suponía Kleist debía estar oteando no se toparan con él, ni él con ellos. Solo pasaron unas horas antes de que encontrara a los tres en pie en medio de un gran hoyo, rodeados por unos veinte cuerpos mutilados, algunos de ellos cortados en trozos pequeños. Ellos lo vieron desde una distancia de cien metros, y esperaron, sin moverse, mientras él caminaba por entre los restos esparcidos de los cadáveres. Les hizo a los tres un gesto con la cabeza.

—Los redentores han ido hacia el oeste —dijo.

—Los míos doblaban hacia el este cuando los dejé.

Entonces se quedaron en silencio.

—¿Tenéis alguna idea de quiénes pueden ser? —preguntó Cale, indicando los cadáveres.

—No —respondió Henri el Impreciso.

—Yo diría que llevan muertos un día más o menos —dijo Kleist.

Riba tenía la mirada casi tan aturdida como cuando Cale la había rescatado de Picarbo, una mirada como de pensar: «Esto no puede estar ocurriendo realmente».

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —preguntó Cale, en voz baja.

—Unos veinte minutos. Encontramos a Kleist viniendo hacia aquí, hace un par de horas.

Cale hizo un gesto de la cabeza para señalar los cadáveres.

—Será mejor que los registremos. Los que hicieran esto no dejarían gran cosa, pero algo puede quedar.

Los tres muchachos empezaron a rebuscar entre los restos, encontrando alguna moneda ocasional, un cinturón, un sayo roto... Entonces Henri el Impreciso vio algo que brillaba en la arena, junto a una cabeza cortada, y retiró rápidamente la arena solo para descubrir que se trataba de unas nudilleras de bronce. Quedó decepcionado, pero tal vez pudiera ser útil.

—Socorro... —gimió la cabeza cortada.

Lanzando un grito, Henri se echó hacia atrás.

—¡Me ha hablado, me ha hablado!

—¿Quién? —preguntó Kleist, algo irritado.

—¡ La cabeza! ¡ Habla!

—Socorro... —volvió a gemir la cabeza.

—¿Lo veis? —dijo Henri el Impreciso.

Con cuidado, Cale se acercó con el cuchillo a la cabeza y la tocó en la sien. La cabeza gimió, pero no abrió los ojos.

—Lo han enterrado hasta el cuello —dijo después de pensar un momento. Los tres muchachos, acostumbrados a la atrocidad humana, comprendieron entonces que no había allí nada de sobrenatural. Bajaron todos la mirada hacia el hombre enterrado, dudando qué hacer.

—Deberíamos sacarlo —opinó Henri el Impreciso.

—No —repuso Kleist—. Quienquiera que lo hiciera, se tomó muchas molestias. No creo que les haga gracia que estropeemos su trabajo. Yo creo que debemos dejarlo ahí.

—Socorro... —volvió a susurrar el hombre.

Henri el Impreciso miró a Cale.

—¿Qué opinas? —preguntó.

Cale no dijo nada. Seguía pensando.

—No tenemos todo el día, Cale —observó Kleist. Pero en ese momento Cale miraba a la distancia.

—No, no lo tenemos —corroboró Cale en un tono extraño, de alarma.

Los otros dos levantaron la vista, siguiendo la dirección de sus ojos pasmados. Desde lo alto del montículo más cercano, a unos trescientos metros de distancia, los observaba una fila de redentores. Entonces la fila empezó a moverse.

Pálidos, los tres muchachos se quedaron en el sitio. No había a dónde huir. Riba se adelantó corriendo para poder ver mejor la fila de hombres que avanzaba hacia ellos.

—No, no, no... —repetía ella una y otra vez.

Blanco como la leche, Henri el Impreciso miró a Cale.

—Tú sacaste la piedra pequeña —le recordó.

Cale dirigió a su amigo una mirada sin expresión. Hubo una pausa, y entonces Cale sacó el cuchillo y se acercó rápidamente a Riba, que seguía contemplando la fila de hombres que avanzaba hacia ellos. Cale ya la había agarrado del pelo y le había levantado el cuello, cuando Kleist le gritó:

—¡Espera!

Entonces ella se volvió. Cale había bajado el cuchillo, pero incluso aterrorizada como se hallaba, Riba pudo comprender que sucedía algo raro.

—No son redentores —dijo Kleist—. Aunque no sé lo que son. Vamos a esperar a ver qué sucede.

Mientras observaban, aparecieron más hombres sobre lo alto del montículo, pero iban a caballo y precedían a otros treinta. Al alcanzar a los hombres que iban a pie, estos también montaron, y en menos de un minuto, rodearon a los cuatro muchachos unos cincuenta soldados de caballería muy malhumorados. La mitad de ellos descabalgaron y empezaron a examinar los restos de los cuerpos. Los otros, con la espada desenvainada, simplemente observaban a los cuatro muchachos. Uno de los soldados que miraba los cuerpos gritó:

—Capitán, es la Embajada de Arnhemland. Este es el hijo del Señor Pardee.

El capitán, un hombre grande montado en un caballo enorme que tendría unos diez palmos de altura, avanzó y desmontó. Se acercó a Cale y, sin pensarlo, le propinó un golpe tan fuerte en el rostro que el muchacho cayó con todo su cuerpo a tierra.

—Antes de ejecutaros, quiero saber quién ordenó esto.

Aturdido y dolorido, Cale no respondió. El capitán estaba a punto de añadir una estimulante patada cuando habló Henri el Impreciso:

—No hemos tenido nada que ver con ello, Señor. Acabamos de encontrárnoslos ahora mismo. ¿Tenemos pinta de haberlo hecho nosotros? —Henri pensaba que lo mejor sería decir la verdad—. Entre los cuatro solo tenemos un cuchillo. ¿Cómo íbamos a hacer algo así?

El capitán miró a Henri y de nuevo a Cale. Entonces le lanzó una fuerte patada al estómago.

—Está bien. No os cortaremos el cuello por asesinos: lo haremos por saqueadores.

Estaba observando el pequeño montón que habían juntado de cosas que habían pasado por alto los asesinos: una bolsa, un plato, algunos cuchillos de cocina, y frutos secos además de las nudilleras de bronce. Henri se dio cuenta de que la cosa no tenía muy buena pinta.

—Uno de ellos está todavía vivo. Estábamos a punto de sacarlo. —Henri señaló al hombre ahora inconsciente que, aún más que antes, parecía una cabeza cortada sobre la arena. Rápidamente, los soldados lo rodearon y empezaron a excavar en el suelo de arena y grava.

—¡Es el Canciller Vipond! —dijo uno de ellos.

El capitán les hizo seña de parar y se arrodilló, sacando un frasco de agua. Con delicadeza, vertió una poca en la boca del hombre inconsciente, que tosió y la escupió toda. Para entonces uno de los soldados se acercaba con un par de palas, y en cinco minutos habían extraído al hombre de la arena y lo habían tendido en el suelo. Después armaron un gran revuelo escuchándole el corazón y buscándole las heridas.

—íbamos a sacarlo —dijo Henri, mientras Cale miraba al capitán desde el suelo.

—Eso es lo que vos decís. Pero todo lo que yo sé de seguro es que sois un puñado de ladrones. No veo motivo para no vender a la chica y mataros a vosotros tres.

—Bramley, cielo, no seáis irrazonable —dijo una voz de hombre desde detrás del caballo de un soldado. Estaba claro que no era uno de ellos porque no llevaba uniforme, y tenía ambas manos atadas a una cuerda que iba anudada a la silla del caballo que tenía delante.

—Callaos la boca, IdrisPukke —ordenó el capitán.

Pero estaba claro que IdrisPukke no era hombre obediente:

—Sed inteligente por una vez, mi guapo capitán. Sabéis que el Canciller Vipond y yo nos conocemos desde tiempo inmemorial. El no se tomaría a bien, os aseguro, que matarais a tres hombres que intentaban salvarlo, ¿no os parece? —Por primera vez el capitán pareció dudar. IdrisPukke olvidó su tono de sorna—: Le gustaría tener la oportunidad de decidir por sí mismo. De eso estoy seguro.

El capitán bajó la mirada hacia el hombre inconsciente, al que colocaban ahora sobre unas angarillas, con una manta enrollada bajo la cabeza. Se volvió de nuevo hacia IdrisPukke.

—Una palabra más, y juro por Dios que os sacaré las entrañas en el acto. ¿Me habéis comprendido?

IdrisPukke se encogió de hombros, pero, muy prudentemente, según le pareció a Henri, se calló la boca.

—¡Grady! ¡Fog! —llamó el capitán a dos soldados—. No perdáis de vista a este imbécil. Y si os da la impresión de que se le pasa por la cabeza la idea de escapar, voladle la cabeza.

10

El capitán Bramley se limitó a atarles las manos a los tres muchachos, y los dejó que caminaran y ocasionalmente corrieran tras los caballos. Sin embargo, como castigo para IdrisPukke, lo dejó atado a la silla de un caballo, y por las molestias que daba con sus jocosas peticiones de que le dejaran ir como a la chica, en brazos de un jinete, se le administraron numerosas patadas.

Acamparon una media hora antes de oscurecer. A Riba la dejaron libre con los caballeros, que habían recibido una severa advertencia por parte de Bramley de no tocarla. Eran hombres duros que habían visto y hecho muchas cosas, muchas de las cuales eran demasiado desagradables para ser contadas, pero para la mayoría de ellos la advertencia resultaba innecesaria. Aunque algunos habrían hecho travesuras con la hermosa jovencita, la mayoría parecían embelesados cuando ella charlaba o bromeaba con ellos, flirteando de manera inocente y abriendo los ojos sorprendida ante el repertorio interminable de historias que algún soldado se mostraba encantado de contar. Pese al número de miradas compasivas que dirigía a los muchachos, le habían mandado evitarlos, y le habían advertido de que cualquier intento de hablar con ellos significaría que la atarían también a ella.

Así que en vez de a ella tenían como compañero a IdrisPukke, y los cuatro iban encadenados al eje del carromato que se había unido a la caballería poco después de su captura. A los muchachos les habían dado de comer, pero no así a IdrisPukke, que en lugar del pan de soda y la vaca en conserva había recibido una patada. Estaban que se morían de hambre, y lo engulleron todo tan aprisa como perros.

—¿Y si compartiéramos algo de eso? —les preguntó IdrisPukke.

—¿Por qué íbamos a hacerlo? —preguntó Kleist con la boca llena.

—Porque yo intercedí por vosotros cuando ese bastardo de Bramley quería sacaros las tripas para dárselas de comer a las hambrientas arenas del Malpaís.

Kleist se terminó el último bocado a toda prisa.

—Lo siento... Pero gracias por lo de esta tarde.

Los otros dos fueron más generosos, aun cuando Cale solo estuviera dispuesto a ofrecerle a IdrisPukke su pan de soda porque quería hacerle algunas preguntas.

A diferencia de los muchachos, IdrisPukke se tomó su tiempo con el pan y la pequeña porción de vaca en conserva que le había dado Henri el Impreciso.

—¿Sabéis algo sobre los asesinatos? —preguntó Cale.

—¿Yo? —dijo IdrisPukke—. Iba a haceros la misma pregunta. —Tomó otro trozo de pan de soda—. ¿De verdad ibais a ayudar a Vipond?

Hubo otra pausa mientras Henri el Impreciso y Cale se miraban.

—Estábamos pensando si hacerlo —respondió Cale.

—Muy inteligente. Siempre hay que pensarlo muy bien antes de hacerle un favor a alguien. Es un buen consejo. En el caso de vuestro amigo —añadió, señalando a Kleist—, quisiera haberlo seguido.

—Si lo hubierais hecho, os habríais quedado sin cenar.

IdrisPukke se rio discretamente.

—No es que haya obtenido gran cosa a cambio: dos trocitos de pan a cambio de tres vidas. Yo diría que seguís en deuda conmigo.

—No podemos hacer nada por vos —repuso Henri el Impreciso.

—Tal vez no. Pero en el futuro puede que tenga que cobrarme esa deuda. Espero que seáis personas respetables.

Cale se rio.

—¿Sois vos un hombre respetable?

—No os estaríais riendo si no lo fuera.

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