La mano izquierda de Dios (15 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Henri el Impreciso juzgó preferible cambiar de tema.

—¿Qué creéis que nos harán?

IdrisPukke se encogió de hombros.

—Os llevarán a Menfis. Si Vipond vive, no os ocurrirá nada. —Sonrió—. Y siempre y cuando mantengáis vuestra versión de los hechos.

—¿Y si no vive? —preguntó Henri el Impreciso.

—Entonces depende. Podrían juzgaros o podrían echaros al olvido.

—¿Qué es eso?

—Un lugar en las mazmorras donde ya nadie se volverá a acordar de vosotros.

—No hemos hecho nada —repuso Cale.

—De eso estoy convencido. —Volvió a reírse—. Pero no se lo digáis a ellos.

—¿Quién pensáis que los mató?

IdrisPukke meditó un instante.

—Hay montones de vándalos en la periferia del Malpaís, pero no muchos se atreverían a enfrentarse con una embajada armada de los Materazzi.

—¿Los Materazzi?

—Dios mío, ¿es que no os enseñan nada en ese lugar?

Los tres se le quedaron mirando con expresión de frialdad.

—Bueno, los Materazzi gobiernan Menfis y toda la región comprendida desde el Malpaís a la Gran Ensenada... de la que ya veo que tampoco habéis oído hablar.

—¿Cómo es Menfis?

—Maravilloso. La más grande exposición de cualquier cosa que pueda verse en la tierra. No hay nada que no podáis encontrar en Menfis, nada que no se compre y se venda, ningún crimen que no se haya cometido, ningún manjar que no hayan probado, ninguna práctica... —dudó un instante—...que no haya sido puesta en práctica. Será un placer para vosotros, siempre y cuando no os maten ni os echen al olvido... Y, por supuesto, siempre que tengáis dinero.

—No tenemos —dijo Cale.

—Entonces tenéis que conseguirlo. En Menfis, si no tenéis dinero no sois nadie. Y si no sois nadie en Menfis, lo seréis debajo de Menfis.

—¿Qué queréis dec...?

—Basta de preguntas. Estoy cansado y me duele la garganta. Ya hablaremos mañana por la mañana. —Guiñó el ojo—. Si es que sigo aquí.

Y diciendo esto, IdrisPukke se dio la vuelta y cinco minutos después estaba roncando.

Dieron por hecho que bromeaba, dado que solía hacerlo de manera tan frecuente y desconcertante. Pero resultó que a la mañana siguiente, al despertar, IdrisPukke se había ido.

El capitán Bramley se puso furioso, y les lanzó a los tres muchachos una buena sarta de patadas que, aunque a ellos les hizo sentirse bastante peor, a él no le mejoró el estado de ánimo. Riba se acercó corriendo y le imploró que parara.

—¿Por qué iban a ayudarle a escapar a él, y quedarse ellos aquí? —razonó con desesperación—. ¡No es justo!

Los muchachos, siendo veteranos en eso de la injusticia, mantuvieron la boca estoicamente cerrada, tratando de resguardar sus partes más sensibles de la punta de la bota del capitán Bramley. Afortunadamente, el capitán era más propenso a armar revuelo que a portarse como los diestros sádicos a los que ellos estaban acostumbrados. Que el castigo debiera ser proporcionado a la falta era una noción tan extraña para ellos como un perro de cinco patas, o como la posibilidad de que aquella cita, tan a menudo repetida por los sacerdotes sobre la promesa del Ahorcado Redentor de que aquel que hiciera daño a un niño herviría en manteca por toda la eternidad, fuera a ser interpretada en su sentido literal, o de hecho fuera a ser interpretada en algún sentido. Al principio, cuando los muchachos acababan de llegar, se les contaban frecuentes historias y parábolas sobre la bondad del Santo Redentor y su especial consideración hacia los pequeños, cuyo cuidado y felicidad era algo que siempre encarecía ante aquellos que lo rodeaban. Al comienzo, el hecho de que los pegaran sin razón aparente antes de aquellas homilías de amor y bondad, y a menudo también después, provocaba resentimientos. Con el paso de los años, sin embargo, las contradicciones dejaban de existir y las palabras de consuelo y alegría entraban por un oído y salían por el otro: no eran más que palabras.

Tras descargar el inicial estallido de cólera en los muchachos, Bramley se volvió hacia su sargento y su cabo, que aguardaban su turno con paciencia.

—¡Vos! —le gritó al sargento—. ¡Gordo apestoso! ¡Y vos! —dijo mirando al cabo, que era un hombre mucho más pequeño—. ¡Esmirriado apestoso! Coged a los diez mejores hombres y encontrad a ese bastardo de IdrisPukke. Y si volvéis vivos sin él, será mejor que traigáis la cena los dos, porque cuando haya acabado con vosotros, vais a necesitarla.

Y diciendo esto, se fue hacia su tienda pisando fuerte.

—¡Seguid interrogando a los prisioneros! —les gritó sin darse la vuelta.

El sargento resopló con desdén e irritación:

—Ya habéis oído lo que ha dicho el hombre, cabo.

El cabo se acercó a los tres muchachos, que se habían apoyado contra la rueda del carromato, con las rodillas levantadas para protegerse.

—¿Sabéis algo sobre la fuga del prisionero?

—¡No! —gritó Kleist, furioso pero asustado.

—El prisionero dice que no —informó el cabo con tranquilidad.

—Preguntadle si está seguro, cabo.

—¿Estáis seguro?

—Sí, estoy seguro —dijo Kleist—. En nombre del cielo, ¿por qué nos iba a decir a nosotros a dónde se iba?

—El prisionero tiene razón, sargento.

—Sí —dijo el sargento—, sí que la tiene. —Hubo una pausa—. Haced montar a la sección séptima y despertad al explorador Calhoun. Nos pondremos en camino en diez minutos.

Con eso, los soldados se dispersaron y los muchachos y Riba se quedaron solos, como si nada hubiera ocurrido. Ella se arrodilló al lado de ellos y los miró con desgarrada compasión: una emoción, hay que decirlo, que ellos apenas apreciaron. Primero, porque estaban más preocupados de sus propios moratones y, segundo, porque no eran realmente capaces de comprender que ella pudiera sufrir de verdad por el dolor de ellos. Excepto tal vez Henri el Impreciso, que al quedarse una semana en el Malpaís con ella, un día se había desnudado de cintura para arriba para lavarse en uno de los pocos arroyos que habían encontrado en su camino. Entonces él la había descubierto mirando furtivamente su espalda, con las numerosas cicatrices, heridas y verdugones que la cubrían. Aunque nunca hubiera conocido lo que era la compasión femenina, fue consciente, aunque de un modo confuso, claro está, de su extraño poder.

Empezaron a levantar el campamento. A los prisioneros les acercaron unas gachas y se fueron. Antes de que se la llevaran, Riba les susurró con emoción que en dos días llegarían a Menfis. Los tres se sintieron incapaces de compartir su entusiasmo, dada la inseguridad de la bienvenida que les aguardaba.

—El viejo ese —le preguntó Kleist a Riba—, el que estábamos a punto de rescatar, ¿ha muerto?

—Me parece que no.

—Pues intenta hacer algo útil: averígualo —dijo Kleist.

Ante esta frase tan poco amable, Riba puso los ojos como platos, y después se le empañaron.

—No te metas con ella —le dijo Henri el Impreciso.

—¿Por qué? —preguntó Kleist—. Si ese tipo muere, nos colgarán. Así que no comprendo que pueda ir cabalgando a Menfis sobre su gordo culo y no pueda averiguar lo que necesitamos saber.

Al instante, la indignación reemplazó a las lágrimas que empañaban los ojos.

—¿Por qué sigues diciendo que estoy gorda? Se supone que es así como soy.

—Nada de discusiones —terció Cale, irritado—. Kleist, déjala en paz. Y tú, Riba, intenta averiguar cómo va el viejo.

Escandalizada y enfadada, Riba miró a Cale pero no dijo nada.

—¡Marchad o morir! ¡Marchad o morir! —gritaban los cabos, aunque la amenaza ya no significaba nada, porque se decía cada vez que levantaban el campamento y se ponían en marcha. El carromato al que iban atados se puso en marcha con una sacudida, y dejaron atrás a Riba, que los miraba furiosa. Sin embargo, ese mismo día, algo más tarde, todavía enfadada, se acercó a ellos, y les dijo, como si no tuviera ninguna importancia:

—Sigue vivo.

Llegaron de repente al final del Malpaís, en un centenar de metros. Salieron de la arena, la ceniza, las piedras y los destartalados montículos, y entraron en una llanura verde y fértil, salpicada de granjas, casas y cabañas de los braceros. La gente salía de detrás de los setos y carros amontonados para echarles un vistazo. La visión de los pertrechos y prisioneros que llevaban los soldados les despertaba la curiosidad pero no durante mucho rato. Tras quedarse veinte segundos con la boca abierta, todos menos los niños volvían a su actividad.

Durante el resto del día y todo el siguiente, el número de casas y personas fue en aumento. Primero aldeas, después pueblos, y luego los arrabales del propio Menfis. Pero pasaron otras dos horas antes de que pudieran ver la gran ciudad fortificada. Era enorme, inmensamente más grande que el miserable Santuario, por grande que fuera este. Desde lejos se podían ver dorados minaretes y catedrales y palacios que elevaban sus elegantes torres. En el Santuario todo era igual; en cambio aquello era de una variedad infinita, y más hermoso de lo que pudiera imaginarse.

Se detuvieron a causa de los embotellamientos, y uno de los cabos, viendo cómo contemplaban la ciudad asombrados, avanzó hacia ellos en su caballo.

—Esas murallas son las más grandes del mundo: tienen quince metros de ancho en su parte más estrecha, y un perímetro del doble de ocho kilómetros.

Los muchachos lo miraron.

—O sea, dieciséis kilómetros —observó Kleist.

El cabo puso cara larga y espoleó el caballo dejándolos atrás.

11

Los últimos tres kilómetros hasta las puertas de la muralla de Menfis consistían enteramente en mercados de diverso tipo. Los muchachos contemplaban todos aquellos ruidos, aromas y colores con los ojos como platos y casi abrumados. Para cualquier viajero aquello habría sido una experiencia inolvidable durante el resto de sus días, pero para tres chicos cuyo alimento básico era algo llamado pies de muertos, aderezado con alguna rata ocasional, aquello parecía el mismísimo cielo, pero un cielo más extraño y rico de lo que pudieran haber imaginado nunca. Cada vez que respiraban absorbían el aroma del comino y el romero, y junto con ello el sudor de un cabrero que vendía cabras, el aceite de mandarina con que se había rociado una mujer, el tufo de la orina y la fragancia de las rosas. Había gritos por todas partes, graznidos de loros que se disponían a cocinar, maullidos procedentes del favorito del gourmet: el gato estofado de Menfis, zureos de palomas destinadas al sacrificio, ladridos de perros criados en las colinas que rodeaban la ciudad para el asado de los días de fiesta; los cerdos gruñían, las vacas mugían. Un pescadero soltó un grito cuando el lucio que estaba a punto de limpiar se le escurrió de las manos y encontró el camino de la libertad por la boca de una cloaca. El pescadero gritaba lamentando su pérdida, y la multitud reía, burlona.

Siguieron camino: gritos incomprensibles de los vendedores: «¡Guidi guidi guiiiiiii!», pregonaba un hombre que parecía vender los sonrosados y brillantes rabos de vaca que tenía metidos en un cofre, pelados y del color del algodón de azúcar. «Echi guda munda», exclamaba otro, mostrando las verduras en la mano, que balanceaba de un lado para otro con toda la petulancia de un mago que acabara de hacerlas aparecer del aire: «¡Compraaaaaad mis verduraaaaas, eeeeeh! Tomaaaaates maduuuros, deliciooooosas piñas, miraaaaaad qué hieeeerbas de mi hermoooooooosa huerta!».

Algunos puestos ocupaban muchísimo sitio, en tanto que en un rincón, un viejo medio desnudo saltaba de un pie al otro sosteniendo en alto un andrajo que contenía dos huevos moteados que intentaba vender.

Con la boca abierta, Henri el Impreciso miró a la izquierda y vio una recua de niños de unos nueve años, atados por una cadena al cuello, que llevaban hacia una cancela vigilada por enormes hombres con chaqueta de cuero, que los hacían pasar con un gesto de la cabeza. Los niños no parecían preocupados, pero lo que realmente le alarmó a Henri el Impreciso era que tenían los labios pintados de rojo y los ojos espolvoreados con un delicado azul.

Henri el Impreciso llamó a uno de los soldados que estaban cerca. El les hizo un gesto a los chicos indicando el edificio que había tras la cancela, pintado de colores chillones y más abarrotado aún que el mercado.

—¿Qué pasa ahí?

El soldado miró a los muchachos, y su cara palideció del disgusto.

—Eso es Ciudad Kitty. No vayáis ahí nunca. —Se quedó callado, y miró con tristeza a Henri el Impreciso.— No vayáis nunca si podéis evitarlo.

—¿Por qué lo llaman Ciudad Kitty?

—Porque está dirigido por Kitty la Liebre. Y para que no hagáis más preguntas, os diré que ni es una mujer ni es una liebre. No os acerquéis.

Cuando entraron, dejando atrás a los guardias, en lo que era propiamente la ciudad de Menfis, el cambio fue instantáneo: de la aglomeración, ruido y olores del mercado a la fresca profundidad de un túnel. Tras los casi treinta metros de oscuridad bajo la muralla, emergieron de nuevo a la luz. Y allí, de nuevo, se trataba de un mundo diferente. Los edificios, algunos viejos, otros nuevos, daban a plazas con jardines y fuentes en el centro, donde la gente se sentaba a leer o formaba grupos para chismorrear, mientras los niños jugaban. Solo la presencia de los muchachos, sucios, exhaustos y ordinarios, empañaba el aspecto de una ciudad que resultaba por todas partes elegante y bella. Casi nadie los miraba, pero no parecía que los ignoraran, sino simplemente que no los veían. Salvo los niños pequeños, con el pelo dorado y rizado, que se los comían con los ojos desde detrás de delicadas verjas de hierro.

Entonces hubo un gran revuelo en una de las calles que había por encima de ellos, y veinte caballeros de librea roja y dorada entraron en la plaza escoltando un carruaje muy decorado. Se dirigieron a toda prisa hacia la caravana, al carromato cubierto en que yacía inconsciente el Señor Vipond. El carruaje abrió sus dos anchas puertas, y tres hombres de aspecto importante se apresuraron hacia él y se metieron dentro. Se quedaron cinco minutos en pie, aguardando en la fresca brisa, bajo las sombras de los árboles que cubrían la plaza.

Una niña pequeña, de unos cinco años, se dirigió sin que la viera su madre, que estaba chismorreando, hasta la barrera más próxima a los tres acólitos.

—¡Eh, tú, chico!

Cale la miró con toda la hostilidad que pudo. —¡Sí, tú!

—¿Qué...? —preguntó Cale.

—Tienes cara de cerdo.

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