La mano izquierda de Dios (16 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Vete.

—¿De dónde vienes?

Volvió a mirarla.

—Del infierno, y he venido para llevarte de noche y comerte.

Ella medito en ello un instante.

—Pues a mí me pareces un chico como los demás. Un chico sucio y normal.

—Las apariencias engañan —dijo Cale.

Entonces Kleist cobró interés.

—Tú verás —le dijo a la pequeña—. Dentro de tres noches entraremos en tu habitación, pero con mucho sigilo para que tu madre no nos oiga. Y entonces te pondremos una mordaza en la boca y seguramente te comeremos allí mismo. Y solo dejaremos los huesos.

La seguridad que tenía en que eran chicos normales y corrientes mermó un poco. Pero no era una niña que se asustara con facilidad.

—Mi papá te cogerá y te matará.

—No, tu papá no me cogerá porque también nos lo comeremos a él. Seguramente nos lo comeremos primero, para que sepas lo que te espera.

Cale se rio al oír esto, y negó con la cabeza ante el placer que manifestaba Kleist en la conversación.

—Deja de animarla —dijo sonriendo—. Tiene pinta de chivata.

—¡No soy chivata! —dijo la niña, indignada.

—Tú ni siquiera sabes lo que es eso —dijo Kleist.

—Sí que lo sé.

—¡Cállate! —susurró Cale.

La madre de la niña por fin la echaba en falta, y corría hacia ella.

—Ven aquí, Jemima.

—Estaba hablando con los niños sucios.

—¡Cállate, atrevida! No debes hablar así de esos desgraciados. Lo siento —les dijo a los chicos—. Discúlpate, Jemima.

—No.

Comenzó a arrastrarla.

—¡Entonces no habrá postre para ti!

—¿Y para nosotros? —preguntó Kleist—. ¿No nos podríamos comer su parte?

En aquel instante hubo movimiento delante de ellos, y seis soldados de la casa levantaron para después bajar el cuerpo del Canciller Vipond ante la mirada de preocupación de los tres hombres. I.O llevaron al carruaje y con mucho cuidado lo metieron dentro. Un minuto después, el carruaje había abandonado la plaza, y la caravana lo seguía lentamente.

Tres horas después, habían entrado en la última torre, los habían llevado a las mazmorras, los habían desnudado, registrado, y les habían echado tres cubos de agua helada que olían a desagradables productos químicos que no les recordaban a nada. Después les habían devuelto la ropa, rociada con unos polvos blancos que picaban, y los habían encerrado en una celda. Permanecieron sentados en silencio durante unos treinta minutos hasta que Kleist lanzó un suspiro, diciendo.

—¿De quién fue la idea? ¡Ah, sí! De Cale. No me acordaba.

—La diferencia entre esto y el Santuario —repuso Cale, no muy interesado en responder—, es que aquí no sabemos lo que va a pasar. Si nos hubieran llevado allí, sí que lo sabríamos, e iría acompañado de muchos gritos.

Era difícil discutir aquello, y al cabo de unos minutos se quedaron dormidos.

Durante tres días, el Señor Vipond se fue deslizando hacia la muerte, cada vez más cerca de ella. Muchos fueron los bálsamos y las medicinas que le dieron, las hierbas aromáticas que quemaban día y noche, las tinturas de todo tipo con que le untaban las heridas. Todos estos tratamientos resultaban, o bien inútiles, o bien claramente perjudiciales, y solo el vigor natural y la buena salud de Vipond lo hacían resistir, pese a todos los esfuerzos de los mejores físicos de Menfis. Justo cuando les habían dicho a sus herederos que debían prepararse para lo peor (o, desde su punto de vista, para lo mejor), Vipond despertó y, con voz ronca, pidió que abrieran las ventanas, que se llevaran aquellas perniciosas hierbas, y que lo lavaran con agua hervida.

En cuestión de unos días, contando ya con el aire fresco y con sus defensas naturales capaces de hacer su trabajo, se incorporó en la cama y ofreció un relato de los acontecimientos que le llevaron a quedar enterrado hasta el cuello en la arena del Malpaís.

—Estábamos a cuatro días de Menfis cuando nos encontramos una tormenta de arena, que casi más parecía de piedras que de arena. Eso fue lo que dispersó a la comitiva, y antes de que pudiéramos reagruparnos, nos atacaron los gurrieros. Mataron a todos antes de que reaccionaran, pero por algún motivo decidieron dejarme a mí como me encontrasteis.

El hombre hablaba con el capitán Albin, jefe del servicio secreto de los Materazzi, un hombre alto que tenía ojos azules como una bella muchacha. Aquel rasgo sorprendente estaba en claro contraste con el resto de su apariencia, impasible e intachable (de hecho, parecía que acabaran de plancharle toda la ropa).

—¿Estáis seguro —preguntó Albin— de que no eran más que los gurrieros?

—No soy experto en bandidos, capitán, pero eso es lo que me dijo Pardee antes de morir. ¿Tenéis vos algún motivo para pensar que no fuera así?

—Algunas cosas que no encajan.

—¿Como por ejemplo?

—La manera en que las columnas fueron atacadas parecía muy organizada, y demasiado hábil para tratarse de los gurrieros. Los gurrieros son oportunistas y sanguinarios, y raramente actúan en número suficiente para vencer a soldados como los que llevabais vos, aunque hubieran quedado dispersados por la tormenta.

—Comprendo —dijo Vipond.

—Y además está el hecho de que os dejaran con vida. ¿Por qué lo hicieron?

—Con poca vida.

—Sí, es cierto. Pero ¿por qué se arriesgaron? ¿Por qué correr ese riesgo inútil? —Albin se dirigió hacia la ventana y observó por ella el patio que había abajo—. Os encontraron con un papel plegado metido en la boca.

Vipond lo miró, y revivió la desagradable sensación de que le separaban las mandíbulas, y de los esfuerzos que hacía para respirar antes de desmayarse.

—Lo siento, Señor Vipond, supongo que debe de resultaros terrible. ¿Preferís que vuelva mañana?

—No, no, no pasa nada. ¿Qué ponía en el papel?

—Era el mensaje que llevabais de Gauleiter Hynkel al Mariscal Materazzi prometiendo que llegaríamos a ver la paz.

—¿Dónde está?

—Lo tiene el conde Materazzi.

—No vale de nada.

—¡Ah! —dijo Albin, pensativo—. ¿Eso pensáis? Es interesante.

—¿Por...?

—Dejaros vivo con un mensaje de importancia metido en la boca, parece como si quisieran decir algo...

—¿Como qué?

—El sentido resulta oscuro. Tal vez a propósito. Desde luego, no es el estilo de los gurrieros. Los gurrieros están interesados en el robo y el pillaje, no en mensajes políticos, sean claros o no.

—Pero si se trata de decir algo, ¿no deberían haberlo hecho de manera clara?

—No necesariamente. Hynkel se ve a sí mismo como un tipo gracioso. Sin duda le divertiría simular el ataque a un ministro de los Materazzi, mientras nos desconcierta haciéndonos pensar que hay algo más. —Albin sonrió, desaprobándose a sí mismo—. Pero vos le habéis visto más recientemente. Tal vez no estéis de acuerdo conmigo.

—En absoluto. Fue un anfitrión alegre y no paraba de hacer bromas. Como muchos hombres inteligentes, cree que los demás son idiotas.

—Ciertamente, eso es lo que piensa de nuestro embajador.

Hubo una ligera pausa, y Albin se preguntó si habría sido demasiado indiscreto. Vipond lo observó detenidamente.

—Parece que sabéis muchas cosas —comentó Vipond, invitándolo a seguir.

—¿Muchas cosas? Me gustaría que así fuera. Pero algo sí que sé. Dentro de unos días puede que tenga noticias que aclararán esto en un sentido u otro.

—Os estaré sumamente agradecido si me mantenéis informado. Tengo recursos que os podrían ser de utilidad.

—Naturalmente, Señor.

Albin se sintió muy satisfecho con aquella especie de acuerdo. No se trataba de si podía confiar en Vipond, porque sabía que no podía. La corte de Menfis era un nido de víboras, y nadie que no tuviera dientes afilados y cargados de veneno podría haber llegado a un lugar tan importante como el que ostentaba Vipond. Era irrazonable esperar otra cosa. Sin embargo, tenía la impresión de que avanzaba hacia un entendimiento, y que podía contar con que Vipond no lo traicionaría si no tenía serios intereses en hacerlo.

—Hay un par de asuntos que me gustaría discutir con vos, Señor. Pero, claro está, si os encontráis fatigado puedo volver mañana.

—En absoluto. Por favor...

—Está el extraño hecho de que había cuatro jóvenes con vos cuando Bramley os encontró ente... —Se quedó callado.

—¿Enterrado hasta el cuello?

—Eso es.

—Creía que lo había soñado —comentó el Canciller Vipond—. ¿Tres chicos y una chica?

—En efecto.

—¿ Qué hacían?

—¡Ah, creíamos que vos podríais contestar a eso! Bramley quiere ejecutar a los chicos y vender a la muchacha.

—¿Por qué demonios?

—Piensa que son parte de la banda de gurrieros que os atacó.

—Ellos nos atacaron al menos veinticuatro horas antes de que me encontraran. ¿Qué iban a hacer allí si tuvieran algo que ver con los gurrieros?

—Aun así, Bramley quiere ejecutarlos. Dice que deberíamos dejar claro que cualquiera que ataque a un ministro de los Materazzi debe saber lo que le espera.

—Ese Bramley vuestro es un hijo de perra sediento de sangre.

—No es nada mío, gracias a Dios.

—¿Y qué dicen esos niños?

—Que acababan de llegar y estaban a punto de sacaros de allí.

—¿Y vos no les creéis?

—No había señal alguna de que hubieran empezado a excavar —dijo Albin, e hizo una pausa—. Y yo no diría que son niños exactamente. Los chicos tienen trece o catorce años cada uno, aunque parecen muy endurecidos. La muchacha, por el contrario, parece criada entre algodones. Y ¿qué hacían en medio del Malpaís?

—¿Qué dicen ellos?

—Dicen que son gitanos.

Vipond lanzó una carcajada.

—No ha habido gitanos en esta parte del mundo desde que los exterminaron los redentores hace sesenta años. —Se quedó un momento pensativo—. Hablaré yo mismo con ellos dentro de unos días, cuando me encuentre mejor. Pasadme esa copa de agua, si sois tan amable.

Albin alargó la mano hacia la mesita y le entregó la copa a Vipond. En aquel momento parecía muy pálido.

—Os dejo, Canciller.

—¿No dijisteis que había un par de asuntos?

Albin se detuvo.

—Sí. Antes de que os encontrara Bramley, pilló a IdrisPukke merodeando a unos seis o siete kilómetros de distancia.

—Excelente —dijo Vipond, con los ojos iluminados por el interés—. Hablaré mañana con él.

—Por desgracia, escapó.

Vipond ahogó un gruñido de irritación. Tardó casi un minuto en volver a hablar.

—Quiero a IdrisPukke. Si alguna vez cae en vuestras manos, traedlo a mi presencia y no se lo digáis a nadie.

Albin asintió.

—Naturalmente. —Y abandonó satisfecho la estancia de Vipond.

Era el sexto día de su cautiverio en las mazmorras subterráneas de Menfis, pero, pese a la incertidumbre, los tres muchachos tenían la moral alta. Tomaban tres buenas comidas al día, que cualquier persona normal hubiera considerado vomitivas; podían dormir cuanto quisieran, y lo hacían nada menos que dieciocho horas, como si buscaran desquitarse de las privaciones de sueño de toda una vida. Hacia las cuatro de la tarde, el carcelero abrió la puerta de su mazmorra para dejar pasar a Albin, que ya los había interrogado en una ocasión, junto con otro hombre que debía de andar por sus cincuenta y muchos años y que era obviamente persona de importancia.

—Buenas tardes —saludó el Señor Vipond.

Henri el Impreciso y Kleist lo miraron detenidamente desde sus respectivos lechos. Cale estaba sentado con las rodillas levantadas y la capucha caída sobre el rostro.

—Poneos de pie cuando el Señor Vipond entre en la celda —dijo Albin sin levantar la voz. Henri el Impreciso y Kleist se levantaron lentamente, pero Cale no se movió.

—Vos, levantaos y retiraos la capucha. O mandaré a los guardias que lo hagan por vos. —La voz de Albin seguía siendo calmada, tranquila, nada amenazadora.

Hubo una pausa, y entonces Cale se levantó, como despertando de un sueño reparador, y se quitó la capucha. Se quedó mirando al suelo como si encontrara en él algo sumamente interesante.

—Veamos —dijo Vipond—. ¿Me reconocéis?

—Sí —respondió Kleist—. Vos sois el hombre al que intentamos rescatar en el Malpaís.

—Efectivamente —respondió Vipond—. ¿Qué hacíais allí?

—Somos gitanos —dijo Kleist—. Nos habíamos perdido.

—¿Gitanos de qué tipo?

—Eh... del tipo normal —respondió Kleist, sonriendo.

—El capitán Bramley piensa que intentabais robarme.

Kleist lanzó un suspiro.

—Es un hombre malo, ese capitán Bramley, un hombre muy malo. Lo único que hacíamos era salvar a una persona importante como vos, y va y nos encadena como si fuéramos delincuentes y nos encierra aquí. Vaya agradecimiento.

Había una sorprendente y alarmante alegría en la manera en que Kleist contestaba al hombre que tenía delante, como si no solo no esperara que le creyera, sino que le diera igual. Hasta entonces, Vipond solo había visto aquel tipo de insolencia en hombres a los que había llevado a la horca, y que sabían que no tenían nada que ganar ni que perder.

—Íbamos a socorreros —aseguró Henri el Impreciso, y realmente decía la verdad, por lo que se refería a él.

Vipond miró a Cale.

—¿Cómo os llamáis?

Cale no respondió.

—Venid conmigo.

Se dirigió hacia la puerta. El carcelero se apresuró a abrirla. Vipond se volvió a Cale.

—Vamos, muchacho, ¿es que sois sordo además de insolente?

Cale miró a Henri el Impreciso, que asintió, como apremiándolo a obedecer. Cale no se movió por un instante, pero después avanzó lentamente hacia la puerta de la mazmorra.

—Venid con nosotros si sois tan amable, capitán Albin.

Vipond salió, seguido por Cale, y con Albin detrás, que soltó el dedo de la espada que llevaba enfundada en la vaina. Kleist se acercó a las barras cuando se cerró la puerta de la mazmorra.

—¿Y yo? A mí también me apetece un paseo.

Entonces los dos muchachos oyeron que abrían la puerta exterior. Cale salió.

—¿Estás seguro —preguntó Henri el Impreciso— de que estás bien de la cabeza?

Cale se encontró en un agradable patio, con una hermosa explanada de hierba en el centro. Comenzaron a caminar por el sendero que seguía los muros. Cale iba al paso del Canciller Vipond.

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