La mano izquierda de Dios (36 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Koolhaus miró a Henri el Impreciso.

—¿Qué es todo esto? No comprendo.

Henri el Impreciso levantó una botellita llena hasta tres cuartos, y leyó la etiqueta:

—Esto es «Óleo de santidad rezumado del ataúd de Santa Walburga».

Kleist estaba agotando su paciencia, y la pila de reliquias le traía malos recuerdos.

—Dime que no nos has traído hasta aquí solo para que veamos esto.

—No. —Caminó un poco más allá, hasta otra lona más pequeña, y esta vez la apartó de una sacudida, tal como había hecho el mago en el punto culminante del truco de magia que habían contemplado la semana anterior en el palacio.

Kleist se rio.

—Bueno, ahora servirás para algo.

En el suelo había un surtido de ballestas ligeras y pesadas. Henri el Impreciso cogió una de ellas, que tenía un sistema de cremallera y piñón.

—Mira: una arbalesta. Apuesto a que le podemos sacar partido. Y esta... —Cogió una ballesta pequeña que tenía una especie de caja en lo alto—. Pienso que es de repetición. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto una.

—Parece un juguete infantil.

—Lo veremos cuando pueda hacerles unas saetas. Ninguna de las ballestas tiene. Seguramente los Materazzi las abandonaron porque no sabían lo que eran.

Simón le hizo a Koolhaus unos signos con los dedos.

—Simón está preocupado por lo que le dijisteis a Henri.

Kleist puso cara de desconcierto:

—Yo no le he dicho nada.

—Por lo que le dijisteis antes de que no servía para nada. Quiere que os disculpéis, y dice que si no lo hacéis, sabréis lo que es sentir su bota en vuestro bullarengue.

Era normal que Simón no entendiera la manera en que los muchachos hablaban entre ellos. Antes de conocerlos, él estaba acostumbrado solamente a la adulación o al insulto rotundos. Kleist miró a Simón. Los dedos de Koolhaus se movían velozmente mientras él hablaba.

—Henri el Impreciso es lo que los Materazzi llaman... —se le olvidó la palabra y anduvo buscándola— un
cecchino
, un francotirador. La ballesta es lo que usa siempre.

Pasaron dos horas antes de que Cale apareciera en el cuarto de guardia, y la noticia de las ballestas le puso inmediatamente de mal humor.

—¿Les dijisteis a Simón y Koolhaus que cerraran la boca?

—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? —preguntó Kleist.

—Porque —respondió Cale, ya verdaderamente irritado— no veo ningún buen motivo para que nadie se entere de que Henri es un francotirador.

—¿Y algún motivo para que no lo hagan?

—Lo que los demás no sepan, no lo utilizarán contra nosotros. Así que cuanto menos sepan, mejor.

—Tiene gracia que eso lo diga alguien que hizo semejante demostración en el jardín de verano —comentó Kleist.

—Mira, Cale —dijo Henri—, yo no podría haber sacado las ballestas ni hecho nada con ellas sin que se enteraran. Necesito que me hagan saetas, y también practicar.

De todas formas, ya era demasiado tarde para lamentaciones. Dos días después, el capitán Albin pidió ver a los tres. Más que nada, daba la impresión de que la cosa le hacía gracia.

—Vos no tenéis pinta de asesino, Henri.

—No soy asesino, solo francotirador.

—Jonathan Koolhaus dijo que sois un
cecchino
.

—No deberíais hacerle caso.

—O sea que sois un francotirador que no mata gente. ¿Para qué servís, entonces?

Aunque ofendido, Henri el Impreciso se negó a morder el anzuelo, pero el resultado final fue que Albin pidió una demostración.

—He oído hablar de ese artefacto. Me gustaría verlo en funcionamiento.

—No es un artefacto: son seis.

—Muy bien, seis. ¿Valdrá el Campo de los Sueños?

—¿Cuánto tiene de largo?

—Casi trescientos metros.

—No.

—Entonces ¿cuánto necesitáis?

—Quinientos metros largos.

Albin se rio.

—¿Me estáis diciendo que podéis darle a algo a quinientos metros con esas cosas?

—No: solo con una de ellas.

Albin parecía dudar.

—Supongo que podremos cerrar el extremo occidental del Parque Real. ¿Os parece bien dentro de cinco días?

—Necesitaré ocho. He mandado hacer unas saetas, y todas las ballestas requieren cuerdas nuevas.

—Muy bien. —A continuación miró a Kleist—. Koolhaus me ha dicho que vos sois arquero.

—Ese Koolhaus tiene la boca muy grande.

—Aparte de eso, ¿es cierto?

—Soy el mejor arquero que hayáis visto nunca.

—Entonces vos también nos haréis una demostración. ¿Y qué me decís de vos, Cale? ¿Os quedan más ases en la manga?

Ocho días después, una pequeña reunión de generales Materazzi, el Mariscal, que se había invitado él mismo, y Vipond se encontraron tras unas grandes pantallas de lona utilizadas normalmente para canalizar a los ciervos dejándoles las cosas fáciles a las damas de la alta sociedad que querían cazar un poco. Albin, que era tan implacablemente cauto como Cale, había decidido que sería mejor no darle mucha publicidad a la demostración. No sabía por qué, pero los tres muchachos andaban siempre ocultando algo, y, por tanto eran impredecibles. Y había algo en el que se llamaba Cale que parecía atraer líos tremendos. Era mejor andarse con cuidado.

A los cinco minutos de comenzada la demostración, Albin comprendió que había cometido un error terrible. No es fácil de aceptar, en lo más profundo del alma, que por razón de nacimiento otra gente menos capaz, menos trabajadora, menos inteligente y menos deseosa de aprender, tenga que tener siempre la primera oportunidad de meter las narices en lo que el poeta Demidov llama «el gran abrevadero de la pocilga de la vida». Teniendo tanto que ver con Vipond (un hombre trabajador de inteligencia y extraordinaria capacidad), el infantil sentimiento de justicia que permanecía en la mente de Albin había de buen grado pasado por alto el hecho de que el aristocrático Vipond hubiera podido fácilmente convertirse en Canciller aunque hubiera sido un burro. Los generales que aguardaban el comienzo de la demostración no eran ni más ni menos capaces como generales que cualquier otro grupo seleccionado por virtud de sus parientes. Los panaderos, los cerveceros, los canteros de Menfis: todos observaban los derechos de nacimiento con la misma rigidez que una duquesa Materazzi.

«Eres imbécil —pensó Albin para sí—, y te mereces esta humillación». No era solo que aquellos tres fueran unos niños (aunque para lo que suelen ser los niños, estos resultaban un poco raros), sino que su categoría ni siquiera llegaba a la del pueblo llano. Era posible respetar a un cantero, a un armero; hasta la mayor parte de los Materazzi consideraban vulgar tratar con brusquedad a un criado. Pero esos chicos ni siquiera tenían identidad, no eran parte de nada, eran inmigrantes, y, lo peor de todo, uno de ellos había ido demasiado lejos. No es que los generales aprobaran el abuso por parte del Mond y de Solomon Solomon, que tenía fama entre todos de ser un bárbaro; sino que corregir tal cosa era competencia de los propios Materazzi. Cosas tales como la injusticia contra miembros de las clases inferiores debían enmendarse con discreción, y si no se enmendaban, pues no se enmendaban. No podía el ofendido en tales circunstancias tomarse la justicia por su mano, y menos de un modo tan efectivo y humillante. El hecho de que Cale hubiera solucionado por sí mismo los agravios sufridos representaba una dolorosa amenaza. Y tal vez tuvieran razón, pensó Albin.

El primero fue Kleist. A doscientos setenta metros de distancia, habían colocado doce soldados de madera, que normalmente se utilizaban para los entrenamientos de esgrima. Los Materazzi estaban familiarizados con los arcos, pero los usaban más que nada para cazar: los suyos eran arcos de varias piezas, bellos y elegantes, que importaban a gran precio. Por contra, el arco de Kleist era lo más cercano a un palo de escoba que hubieran visto nunca. Parecía imposible que un chisme tan feo se dejara curvar. Puso en el suelo el extremo inferior del arco y lo apuntaló con el pie izquierdo. Sujetando la cuerda justo por debajo del lazo, comenzó a tensar el arco. Más grueso que el dedo pulgar de un hombre gordo, el palo se fue curvando lentamente hasta llegar al límite, y después Kleist enlazó delicadamente la cuerda en la muesca. Intentó, por supuesto, mostrar el menor esfuerzo posible al tensar un arco ante el que se hubiera rendido cualquier hombre normal. Volviéndose hacia el semicírculo de flechas clavadas tras él en el suelo, tiró de una, la colocó en la cuerda, se la acercó a la mejilla, apuntó y disparó. Todo eso lo hizo en un solo movimiento fluido, soltando una flecha cada cinco segundos. Se oyeron once golpes idénticos al impactar las flechas. Otra flecha erró el blanco y no sonó. Uno de los hombres de Albin salió corriendo de detrás de una pared protectora de vigas de madera, y confirmó los aciertos agitando dos banderas: 11 de 12. El Mariscal aplaudió con entusiasmo. Los generales lo imitaron, pero sin ningún entusiasmo.

—¡Bien hecho! —exclamó el Dogo. Molesto por la falta de respuesta de los generales, Kleist dio las gracias con una inclinación de la cabeza, en un gesto lleno de resentimiento, y se retiró para que Henri el Impreciso hiciera su demostración.

—Hay tres tipos básicos de ballesta —empezó diciendo con alegría, convencido de que la audiencia compartiría su interés. Levantó la más ligera, dejando otras dos delante de él, en sus soportes—. Esta es la ballesta de un pie. Se llama así porque hay que poner un pie aquí. —Colocó el pie derecho en el estribo, en la parte superior del arco, enganchó la cuerda en una pinza sujeta al cinturón que llevaba puesto, y tiró hacia abajo con el pie al tiempo que tensaba la espalda, hasta que el mecanismo del gatillo capturó la cuerda y la colocó en su lugar—. Ahora —dijo Henri el Impreciso con algo menos de alegría, al ser consciente de las miradas de desaprobación de los generales—, coloco la saeta en su sitio, y entonces... —Se volvió, apuntó y disparó. Lanzó un gruñido de alivio al oír el impacto de la saeta en su blanco, que sonó potente incluso a casi trescientos metros de distancia.

—¡Buen disparo! —exclamó el Dogo.

Los generales miraron a Henri el Impreciso no solo nada impresionados, sino hoscos y desdeñosos. Como esperaba que la potencia y precisión del disparo impresionara a todos, perdió la confianza al instante y empezó a titubear. Se volvió hacia la siguiente ballesta, que era mucho más grande pero tenía más o menos el mismo diseño.

—Esta es la ballesta de dos pies, así llamada porque hay que poner, um..., los dos pies en el estribo... y... ah... no solo uno. Eso significa —añadió sin convicción— que tiene... aún más potencia. —Repitió los anteriores movimientos y disparó la saeta contra el segundo blanco, pero esta vez pegó con tal fuerza que le arrancó la cabeza al soldado de madera.

Se hizo un silencio cargado de reproche, tan frío como los hielos de la cima del gran glaciar de la Montaña Salada. Si hubiera sido más viejo o más versado en el arte de la presentación, Henri el Impreciso se habría callado y cortado por lo sano. Pero como no era ni una cosa ni la otra, incurrió de lleno en su tercer gran error. A un lado, Henri tenía un gran objeto que había envuelto con una de las lonas de la bodega del palacio. Esta vez no la levantó con ímpetus de mago, sino que con la ayuda de Cale corrió la lona hacia un lado para mostrar una ballesta de acero que era el doble de grande que la anterior y estaba fija a un grueso poste firmemente clavado en el suelo. En el extremo trasero de la ballesta había un armatoste de bobinado. Henri el Impreciso empezó a darle a la manivela del armatoste, gritando por encima del hombro:

—Esto es demasiado lento para el campo de batalla, por supuesto, pero utilizando un cabrestante y acero para el arco, se puede alcanzar un blanco a más de quinientos metros.

Al menos esa afirmación produjo una reacción diferente al frío rechazo. Se oyeron rotundos gruñidos de incredulidad. Como él no había compartido las posibilidades de su nuevo descubrimiento ni con Cale ni con Kleist, ellos albergaban las mismas dudas, aunque se las guardaron para sí. Aquel escepticismo le levantó el ánimo a Henri el Impreciso. Todavía era lo bastante joven, lo bastante inocente, lo bastante tonto, para no saber que cuando uno le demuestra a los demás que están equivocados, los demás lo odian a uno por ello. Le hizo seña a uno de los hombres de Albin para que levantara una bandera. Hubo una breve pausa, y después levantaron otra bandera en el extremo del parque y retiraron una lona de una diana pintada de color blanco, de un metro aproximadamente de diámetro. Henri apoyó el hombro al final de la cureña, hizo una pausa para crear expectación, y disparó. Se oyó un tremendo «¡tuang!» al liberarse aquella fuerza equivalente a media tonelada contenida por el acero. La saeta pintada de rojo salió disparada, como lanzada por el demonio, y se perdió de vista en dirección al blanco. Henri había tenido el ingenio suficiente para recubrir la saeta con polvos rojos, y cuando dio en el blanco, el polvo rojo se extendió de manera espectacular sobre la blanca superficie. Hubo gritos ahogados y más bufidos, sobre todo de Kleist y Cale. Ciertamente, era una sorprendente muestra de buena puntería, aunque no tan extraordinaria como podía parecer. Le había llevado a Henri el Impreciso muchas horas fijar con precisión y seguridad el cabrestante en su sitio, y poner a punto el arco para disparar a la distancia exacta.

Se produjo un largo silencio, que el Mariscal intentó disimular dirigiéndose a Henri el Impreciso y haciéndole muchas preguntas. «¿De verdad?». «¡Santo Dios!». «¡Extraordinario!». Llamó a sus generales, que procedieron a examinar el arco con el entusiasmo de una duquesa a la que se le pidiera examinar un perro muerto.

—Bien —dijo al fin uno de ellos—, si alguna vez necesitamos asesinar a alguien desde una distancia segura, sabremos adónde acudir.

—No seáis así, Hastings —le reprendió el Mariscal, como haría un bondadoso tío que hace un reproche sin perder la jovialidad. Se volvió a Henri—: Y vos, joven, no le hagáis caso, yo pienso que es fascinante. Bien hecho.

—Tienes suerte —le dijo Cale a Henri— de que no te haya acariciado la barbilla y dado un caramelo.

—Esa ballesta —dijo Kleist, señalando con la cabeza el gigante de acero fijado al poste—. ¿Cuántas horas te ha llevado prepararla?

—No muchas —mintió Henri. Hubo un breve silencio.

—El otro día aprendí una palabra nueva en el mercado de Menfis: «¡Joder!».

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