La mano izquierda de Dios (34 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—¡Mierda! —exclamó Cale—. ¡Mierda, mierda, mierda! —El muchacho llevaba nudilleras de hierro, y era como si le hubieran pegado de refilón con un martillo—. Pero ¿qué te pasa, maldito loco? —le gritó al muchacho, que miraba con ojos enfurecidos—. Estaba intentando ayudarte y casi me dejas sin cabeza.

El muchacho siguió mirándolo, pero al final habló. Solo que no eran palabras, sino series de gruñidos.

No estando acostumbrado a ningún tipo de minusválido (no vivían mucho tiempo en el Santuario), le costó mucho tiempo a Cale comprender que el muchacho era mudo. Le tendió la mano. Lentamente, el muchacho la tomó, y Cale le ayudó a levantarse.

—Ven conmigo —le dijo. El muchacho se le quedó mirando. Era sordo además de mudo. Cale le hizo un gesto para que lo siguiera, y lentamente, llorando por el dolor y la humillación, lo hizo.

Diez minutos después, Cale limpiaba al muchacho en las habitaciones acondicionadas provisionalmente entre los aposentos de Arbell Cuello de Cisne, cuando ella entró apresuradamente, acompañada de Riba. Ahogó un grito al ver al muchacho que sangraba, sentado enfrente de Cale, y gritó:

—¿Qué le habéis hecho?

—¿De qué me habláis, loca? —respondió él—. Le estaba dando una paliza una panda de vuestros caballeretes, y yo los espanté.

Ella lo miró con remordimiento, arrepentida de haber estropeado la labor de los últimos días.

—Lo siento, lo siento —dijo tan lamentable y claramente afligida que Cale sintió un intenso placer. Por una vez, se sentía con cierta ventaja en su presencia. Sin embargo, ahogó una exclamación de rechazo—. Lo siento mucho —repitió ella, y se acercó al muchacho, llena de preocupación y nerviosismo, para darle un beso. Cale no la había visto nunca mostrar hacia nadie aquel tipo de preocupación, y se quedó pensando en ello, sorprendido. Casi al instante, el muchacho empezó a tranquilizarse. Mientras acariciaba el pelo del muchacho, Arbell Cuello de Cisne miró a Cale.

—Es mi hermano, Simón —dijo ella—. La mayoría lo llama Simón el Idiota, aunque no delante de mí. Es sordomudo. ¿Qué ocurrió?

—Estaba en el campo de entrenamiento, y un grupo de niños le tiraba piedras.

—¡Monstruos! —dijo ella, volviéndose hacia su hermano—. Piensan que pueden hacerle lo que quieran porque él no les puede delatar.

—¿No tiene un tutor?

—Sí, pero le gusta estar solo, y siempre anda escapándose al campo de entrenamiento porque quiere ser como los demás. Pero los demás lo odian y lo temen porque no es inteligente. Dicen que está poseído por un demonio.

Ya más contento, Simón empezó a señalar a Cale y gruñir, explicando con gestos el lanzamiento de piedras y su rescate.

—Os está dando las gracias.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Cale sin rodeos.

—Bueno... No lo sé, pero él tiene buen corazón, aunque no sea inteligente.

Le cogió la mano a Simón y se la abrió para tendérsela a Cale. Una vez que comprendió de qué se trataba, Simón se la estrechó con tanto ímpetu que a Cale le costó cierto tiempo detener aquel enérgico movimiento. Durante todo el tiempo la sangre empapaba la venda provisional que Cale le había puesto en la herida. Mediante gestos le pidió que se sentara y, observado atentamente por la angustiada Arbell, desprendió la venda. Era un corte profundo y feo, de casi cinco centímetros de largo.

—Esos pequeños bastardos podrían haberle sacado un ojo. Habrá que coserlo.

Arbell Cuello de Cisne lo miró desconcertada.

—¿Qué queréis decir?

—Habrá que coserlo, igual que se cose una camisa o un calcetín roto. —Cale se rio por lo que acababa de decir—. Bueno, no exactamente igual.

—Haré venir a uno de nuestros doctores.

Cale resopló en señal de desprecio.

—El último doctor Materazzi que me ha tratado me habría matado si no fuera porque no le dejé. No es solo que tenga una enorme cicatriz... una herida tan fea como esta no sanará. Tiene diez posibilidades contra una de que se le infecte, y entonces, sabe Dios... Con tres o cuatro puntos la cerraremos, y después apenas se notará.

Arbell lo miraba sin saber qué decir.

—Dejadme que primero traiga a un doctor que lo vea. Por favor, intentad comprender.

Cale se encogió de hombros.

—Haced como queráis.

Una hora después, habían llegado dos médicos, y tras discutir uno con el otro a voz en grito, no habían conseguido detener la hemorragia y, si habían hecho algo, había sido empeorarla con sus apretones y manoseos. Para entonces Simón se hallaba tan confundido y sufría tales dolores que se había hartado, y no dejaba que los médicos se le acercaran. Mientras tanto, la herida de la cabeza seguía sangrándole profusamente.

Cale se había marchado al cabo de unos minutos, y no volvió hasta media hora después, para encontrar a Simón que, de pie en un rincón, se negaba a permitir que lo tocara nadie, ni siquiera su hermana.

Cale apartó a un lado a la consternada Arbell.

—Mirad —dijo—. He comprado en el mercado un poco de milenrama para detener la hemorragia. —Con un gesto de la cabeza, señaló la tragedia que tenía lugar en el rincón—. Esto no le está haciendo ningún bien. ¿Por qué no recabáis la opinión de vuestro padre?

Arbell Cuello de Cisne lanzó un suspiro.

—Mi padre se niega a tener nada que ver con él. Tenéis que comprenderlo: es una terrible vergüenza tener un hijo así. Yo puedo tomar la decisión.

—Entonces, tomadla.

En unos instantes, los doctores fueron despachados y la estancia quedó vacía, salvo por Cale y Arbell. Simón había dejado de gritar, pero desde su rincón los miraba a los dos con desconfianza.

Cale se aseguró de que Simón podía verle abriendo el papel retorcido que envolvía la milenrama en polvo, y cómo vertía un poco en la palma de la mano. Cale señaló con el dedo los polvos, y después la herida de Simón, y luego su propia frente. Se detuvo durante un segundo y después se acercó cautelosamente a Simón y se puso de rodillas, mostrándole la mano abierta con la milenrama en polvo. Simón lo miró, y la desconfianza se fue transformando en simple cautela. Cale cogió un pellizco de la milenrama y lo acercó lentamente a la cabeza de Simón. Entonces echó para atrás la cabeza, para que Simón entendiera que debía hacer lo mismo.

Con toda la cautela del mundo, el muchacho lo hizo y Cale roció con los polvos la herida aún sangrante. Repitió la operación seis veces. Entonces volvió a levantarse, y esperó que Simón se tranquilizara.

Al cabo de diez minutos la hemorragia había cesado. Ya más tranquilo, Simón dejó que Cale se le acercara, y Cale pudo quitar los polvos de milenrama de la herida. Aunque esto dolía, Simón aguantó con paciencia que Cale hiciera delicadamente su trabajo, observado todo el tiempo por Arbell Cuello de Cisne. Cuando terminó, convenció a Simón para que volviera al medio de la estancia y se tendiera sobre la mesa. Entonces, observado todavía con desconfianza por Simón, sacó de un bolsillo interior un pequeño trozo de seda plegado y lo abrió sobre la mesa. Dentro había varias agujas, algunas de las cuales tenían diversas curvaturas, con unos breves hilos de seda pasados ya a través de los ojos. La desconfianza regresó a la mirada de Simón cuando Cale cogió una de las agujas con el hilo enhebrado y la levantó para mostrárselo. Intentó varias demostraciones mediante gestos para explicarle lo que pretendía hacer, pero en el rostro de Simón lo único que aparecía era una creciente inquietud. Cada vez que intentaba empezar a coser la herida, Simón, sin comprender nada, gritaba y chillaba aterrorizado.

—No os va a dejar. Tenéis que intentar otra cosa —dijo Arbell, consternada.

—Mirad —repuso Cale, cada vez más irritado—, la herida es demasiado profunda. Ya os he dicho que se infectará, y entonces sí que tendrá motivos para gritar o para callarse para siempre.

—No es culpa suya: él no comprende.

Eso era obvio, y Cale se limitó a enderezarse y lanzar un suspiro. Entonces retrocedió, cogió un pequeño cuchillo de uno de sus bolsillos interiores y, antes de que Simón o Arbell Cuello de Cisne pudieran reaccionar, se abrió un tajo en la palma de la mano izquierda, en ese lugar carnoso que antecede al pulgar.

Por primera vez en muchos minutos, hubo silencio. Tanto Simón como su hermana se quedaron mirando, asustados por lo que acababan de ver. Cale retiró el cuchillo y, mientras la sangre manaba de la herida, cogió una venda de la mesa y presionó con ella en el corte. Durante los siguientes cinco minutos, no dijo nada, y los otros dos se limitaron a observar. Entonces retiró la venda con cuidado y vio que la herida había dejado de sangrar. Se acercó a la mesa, cogió la aguja con el hilo, y se los mostró a Simón, como si estuviera a punto de realizar un truco de magia. Entonces colocó con cuidado la aguja junto a la herida y empezó a atravesar con ella de un lado del corte al siguiente. Tensó el hilo, arrugando la frente como si estuviera zurciendo un calcetín. Entonces hizo un nudo y, cogiendo otra aguja con su hilo del paquete, repitió la acción, tres veces más en total, hasta que la herida quedó completamente cerrada. Entonces le mostró a Simón la herida cosida para que la pudiera ver bien. Cuando acabó, Cale lo miró a los ojos, asintió con la cabeza, y aguardó. Simón, ahora pálido de temor, respiró hondo y asintió a su vez. Cale cogió otra aguja con el hilo, lo llevó hasta la herida del niño (pensaba en él como si fuera un niño, aunque en realidad tenían la misma edad), y apretó.

Las cinco puntadas fueron hechas como es debido, aunque no, como se comprenderá, sin una buena ración de gritos y alaridos por parte de Simón. Cuando hubo acabado, Cale sonrió y le estrechó la mano, y aunque Simón se había quedado tan blanco como la leche, había soportado un dolor infernal. Cale se volvió hacia Arbell Cuello de Cisne, que estaba casi tan pálida y temblorosa como su hermano.

—Está bien —le dijo—. Vuestro hermano vale más de lo que la gente piensa.

La descarada exhibición de Cale tuvo el efecto esperado. Mientras miraba al extraordinario ser que tenía delante, Arbell Materazzi, impresionada, deslumbrada, pasmada y temerosa, estaba ya medio enamorada.

Los güelfos (pueblo de carácter notoriamente egoísta) suelen decir: «Ninguna buena acción queda sin castigo». Cale iba a descubrir pronto la ocasional verdad que encierra este espantoso proverbio. Por desgracia para él, no había sido educado para vigilar el comportamiento de niños malos que hacían gala de su crueldad infantil: había sido educado para matar. La moderación en la violencia era para él una noción completamente extraña, y lamentablemente la patada que le había dado a uno de los torturadores de Simón había sido más fuerte de lo que él pretendía, y le había roto al niño dos costillas. Por una desgraciada coincidencia, el padre del niño era Solomon Solomon, que ya estaba anhelando vengarse contra Cale por haberles dado una paliza a seis de sus mejores alumnos, y que ahora estaba fuera de sí de la rabia por causa de las heridas de su hijo. Como ocurre a menudo con las personas más brutales, Solomon Solomon pertenecía a ese tipo de padres consentidores. Su ardorosa ira, no obstante, debía ser refrenada, pues no era posible retar a duelo a Cale cuando la razón de ese posible duelo era una herida a su hijo causada mientras este pequeño monstruo atacaba al hijo del Mariscal Materazzi. Por muy mortificado y avergonzado que se sintiera el Mariscal de tener por heredero varón a un idiota, estaría furioso ante el ataque al honor familiar y, a pesar de toda su importancia y habilidad marcial, Solomon Solomon podía verse embarcado hacia algún basurero del Medio Oriente, con la misión de supervisar los entierros de una leprosería. A la ira ya enconada contra Cale se añadía un odio asesino que solo aguardaba una oportunidad. Oportunidad que no tardaría en llegar.

No era sorprendente que Simón el Idiota, como era conocido universalmente cuando no escuchaban su padre ni su hermana, empezara a pasar todo el tiempo posible con Cale, Kleist y Henri el Impreciso. Y, curiosamente, aquella adición a su compañía por parte de alguien que ni hablaba ni oía no les resultaba tan fastidiosa como podría imaginarse. Como ellos, también él era un intruso frecuentemente maltratado; y por otro lado lo compadecían por estar tan cerca de tener todo lo que para ellos representaba la gloria: dinero, posición, poder... y, sin embargo, no poder alcanzar nada de todo ello. Además, no se le permitía llegar a ser un incordio. Era verdad que su comportamiento era imprevisible y emocionalmente salvaje, pero eso ocurría tan solo porque nadie se había tomado la molestia de inculcarle eso que los muchachos consideran un comportamiento correcto. Ellos lo intentaron primero por el procedimiento de gritarle cada vez que él les molestaba, lo cual, siendo sordo, no servía de nada con él, y después dándole una rápida patada en el culo, que sí servía. Aunque lo más útil de todo, como comprendieron enseguida, era ignorarlo por completo cuando lanzaba sus gritos incomprensibles o cuando se comportaba mal del modo que fuera. Eso le molestaba más que ninguna otra cosa, y así pronto aprendió las habilidades sociales básicas del acólito del Santuario. Estas, que no le serían de gran utilidad en los salones de Menfis, eran sin embargo las únicas habilidades que alguien le había enseñado.

Arbell le aseguró a Cale que a Simón le habían puesto los mejores profesores, pero que no habían conseguido sacar nada de él. Pero los tres muchachos tenían una ventaja sobre los mejores profesores de Menfis: los redentores habían desarrollado un lenguaje de signos sencillo para los distintos días y semanas durante los cuales tenían prohibido hablar. Los acólitos, a los que eso les estaba prohibido aún más a menudo, habían desarrollado más ese lenguaje de signos. Tras fracasar al intentar enseñarle a Simón algunas palabras, Cale empezó a mostrarle alguno de sus signos, que él adquirió rápidamente: agua, piedra, hombre, pájaro, cielo y algunos más. Al cabo de tres días, Simón le tiró a Cale de la manga cuando caminaban por un jardín que tenía un gran estanque en el que nadaba un par de patos, y había hecho los gestos que decían «pájaro de agua». Fue entonces cuando Cale empezó a pensar que tal vez Simón no fuera tan idiota, al fin y al cabo. Durante la semana siguiente, Simón absorbió el lenguaje de signos de los redentores como hace una esponja reseca con el agua. Resultó que, lejos de ser idiota, era más listo que el hambre.

—Necesita a alguien —dijo Cale cuando los cuatro estaban cenando en las habitaciones de los guardias— que invente más palabras para él.

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