La mano izquierda de Dios (30 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Entonces —dijo el Señor Vipond—, es realmente un tipo excepcional. —Se puso en pie—. En cualquier caso, tengáis razón o no, el Mariscal desea darle las gracias en persona esta noche. Y, naturalmente, también Arbell Cuello de Cisne. Aunque la cara que puso cuando su padre se lo dijo fue como si prefiriera comerse una rata.

23

—¡Por el amor de Dios! —le dijo el Mariscal a su hija—. ¡Alegrad esa cara!

—Él me aterroriza —respondió aquella joven bella pero pálida como la muerte.

—¿Que os aterroriza? ¡Os ha salvado la vida! Pero ¿qué demonios os pasa?

—Sé que me salvó la vida. Pero fue espantoso.

El Mariscal se quedó casi sin aire a causa del enfado.

—Por supuesto que fue espantoso. Matar es algo espantoso. Pero hizo lo que tenía que hacer, y puso en juego su propia vida. ¡Y la puso en juego con muy pocas posibilidades de ganar! Y vos os quedáis ahí, quejándoos de lo espantoso que fue. Lo que deberíais pensar es en las cosas terribles que os habrían ocurrido si él no os hubiera salvado.

Arbell Cuello de Cisne, que no estaba acostumbrada a ser reprendida de aquel modo, puso cara aún más triste.

—Sé que me salvó la vida... pero me sigue aterrorizando. Vos no habéis visto cómo es. Yo lo he visto... dos veces. No se parece a nada que haya visto antes... no es humano.

—Qué tontería... Nunca he oído nada tan absurdo. Voto a Dios, más os valdrá ser amable con él, o tendremos problemas.

Tampoco estaba acostumbrada Arbell a ser amenazada, y estaba a punto de cambiar su actitud de hija abnegada por otra más vehemente cuando se abrió la puerta del pequeño salón e interrumpió su conversación el anuncio del criado.

—El Canciller Vipond y sus invitados, Señor.

—Bienvenidos, bienvenidos —dijo el Mariscal con entusiasmo, poniendo tanto empeño en disipar la frialdad de la atmósfera que tanto Vipond como IdrisPukke percibieron que había cierta tirantez.

Cale no fue consciente sino de la presencia de Arbell Cuello de Cisne, que estaba en pie junto a la ventana, con su hermoso aspecto, intentando, sin éxito, evitar temblar.

—Vos debéis de ser Cale —dijo el Mariscal, estrechando su mano calurosamente—. Gracias, gracias. Nunca podremos recompensar lo que habéis hecho. —Miró a su hija—. Arbell. —Su tono era al mismo tiempo alentador y amenazante. Muy despacio, la hermosa joven, alta, delgada, con su gracia natural, se acercó a Cale y le tendió la mano.

Cale la tomó como si no supiera muy bien qué hacer con ella. No notó que el rostro de Arbell (nadie lo hubiera juzgado posible) se volvía tan pálido como la luz de la luna sobre la nieve.

—Gracias por todo lo que habéis hecho por mí. Me siento muy agradecida.

A IdrisPukke le pareció que había oído más entusiasmo en las últimas palabras de algunos condenados a la horca. El Mariscal miró a su hija con dureza, y pudo ver que estaba profundamente asustada ante el muchacho que tenía delante. A su irritación contra la falta de cortesía de su hija, se añadía el propio desconcierto. Pese a su profunda gratitud, que era realmente muy profunda, pues adoraba a su hija, estaba, en cierto modo, decepcionado por Cale. Había esperado... bueno, no estaba seguro de qué era realmente lo que había esperado, pero tal vez alguien, dada su temible reputación, con cierta presencia majestuosa, cierta fuerza carismàtica que, debido a su experiencia, poseen siempre los grandes hombres de armas. Pero Cale parecía un joven campesino, no mal parecido (aunque al estilo rústico), pero tan aturdido y apocado ante la presencia de la realeza como suelen mostrarse los campesinos. Cómo podía semejante criatura haber apaleado al mejor de los jóvenes Materazzi y matado a tantos hombres él solo era algo profundamente misterioso.

—Sentémonos a la mesa. Debéis de estar hambriento. Venid y sentaos junto a mí —dijo él, pasándole el brazo a Cale por los hombros.

En cuanto se sentó enfrente de Arbell, que había abatido los ojos y no los separaba del plato, vio la enorme exposición de cubertería que tenía delante, un tropel de tenedores de distintos tamaños, un escuadrón semejante de cuchillos, unos romos y otros con punta. Lo más desconcertante de todo era un instrumento que parecía diseñado para algún tormento especialmente doloroso, como arrancar la nariz o tal vez el pene. Era como unas tenazas, solo que se cruzaba sobre sí mismo varias veces de una manera completamente incomprensible.

Él ya se sentía bastante mal, con una incomprensible mezcla de adoración y odio hacia la mujer que estaba sentada enfrente de él y que le había estrechado la mano con tanto entusiasmo como si fuera un pez muerto. Qué preciosa perra desagradecida. Estaba convencido de estar mirando algo que no podía soportar: la idiotez. El dolor más terrible y hasta la misma muerte no parecían atemorizar a Cale, pues, al fin y al cabo, ¿quién se podía enfrentar a uno y otra con más éxito que él? Sin embargo, la posibilidad de quedar en ridículo le producía una debilitadora ansiedad. Se sobresaltó cuando Stillnoch se presentó detrás de él tan sigilosamente que Cale no fue consciente de su presencia, cosa sorprendente, hasta que le puso un plato delante de él, susurrándole al oído, en tono comprensivo:

—¡Caracoles!

Ignorante de la admiración que su heroísmo despertaba en Stillnoch, Cale pensó que «¡Caracoles!» podía ser el insulto mordaz de un criado al que le parecía ofensiva su presencia entre los más grandes. Aunque también pensó, intentando tranquilizarse, que tal vez se tratara de una advertencia. Pero, si era una advertencia, ¿de qué tipo? Miró al plato y se quedó aún más confuso. Ante él yacían seis cosas que parecían seis diminutos cascos de guerrero en espiral, de cuyo interior rezumaba una goma moteada de horrible aspecto. Sin lugar a dudas, parecían algo contra lo que uno necesitaba ser advertido.

—¡Ah! —exclamó IdrisPukke olfateando el aire como el peor actor de una pantomima—. ¡Excelente! ¡Caracoles con ajo y mantequilla!

Sentado al lado de Cale, había notado enseguida la alarma del muchacho ante la amplia exhibición de cubertería que tenía delante, y la mirada de horror ante los seis caracoles guardados en sus respectivas conchas. Una vez atraída la atención de Cale y, dicho sea de paso, también del resto de la mesa, levantó con la mano derecha aquel peculiar instrumento y lo apretó. Los dos extremos en forma de cuchara se abrieron, y los utilizó para capturar en su interior uno de los caracoles. Aflojó un poco la presión que ejercía en el mango, y las cucharas se cerraron en torno a él, sujetándolo con firmeza. Cogiendo después una aguja de mango de marfil, la introdujo en el interior de la concha y hábilmente, si bien con movimientos exagerados para que Cale pudiera ver con claridad lo que estaba haciendo, extrajo lo que parecía (pese a la mantequilla, el ajo y el perejil en que parecía ahogarse) un cartílago verdegris del tamaño del lóbulo de una oreja. Entonces se lo metió en la boca con otro teatral gesto de satisfacción. Aunque al principio se divirtieran con aquella extraña exhibición, sus compañeros de mesa comprendieron enseguida qué era lo que pretendía, y evitaron concienzudamente dirigir la mirada hacia Cale, que observaba con mala cara su primer plato.

Podríais sorprenderos de que un muchacho dispuesto a comer rata arrugara la nariz ante un caracol. Pero él no había visto nunca un caracol, y quién puede decir que, en principio, no parezca preferible comerse una rata cebada y bien dorada a la lumbre que un caracol que asoma su mala pinta por el agujero de una cáscara podrida.

Volviendo a observar disimuladamente a sus compañeros de mesa mientras agarraban su alimento acorazado, Cale cogió las pinzas, agarró con ellas una concha y, usando la aguja, extrajo aquella cosa húmeda, gris y blanda. Se detuvo un instante, concienzudamente evitado por todas las miradas, se lo llevó entonces a la boca, y comenzó a masticarlo con el mismo entusiasmo que pondría alguien al comerse uno de sus propios testículos.

Por suerte, el resto de la cena fue bastante habitual, o al menos se parecía a algunas de las cosas que había comido en la mesa de IdrisPukke. Mirando a su mentor, Cale fue capaz de usar el resto de la cubertería más o menos correctamente, aunque los tenedores seguían siendo un misterio que manejaba de manera torpe. Los tres hombres llevaban la conversación, que evitaba los temas serios: hablaban de recuerdos, de historias de algún suceso compartido, pero no de la delicada historia de las indiscreciones y expulsión de Idris-Pukke.

En toda la cena, Arbell Cuello de Cisne no levantó la vista del plato, aunque tampoco es que comiera mucho. De vez en cuando, Cale le dirigía una mirada, y cada vez le parecía más bella que la vez anterior, con su largo cabello rubio, sus ojos verdes en forma de almendra, sus labios rojos como el escaramujo en medio de su blanca piel, un cuello tan largo y esbelto que ni las palabras ni las miradas podían admirarlo lo suficiente. Se volvía a mirar su plato, y el corazón le latía como una campana bien repicada. Pero en el repique de aquella campana había más que alegría y adoración: había también el sonido de la ira y el resentimiento. Ella no lo miraba porque no deseaba estar en su presencia. Ella lo odiaba, y él (¿cómo si no?) la odiaba a ella en justa reciprocidad.

En cuanto sirvieron el último plato (fresas con nata), Arbell Cuello de Cisne se detuvo y dijo:

—Lo siento, no me encuentro bien. ¿Me dais permiso...?

—Su padre la miró, refrenando la ira solo por respeto a sus invitados. Se limitó a hacer un gesto afirmativo con la cabeza, esperando que el temblor que la irritación imprimía a aquel gesto dejara bastante claro lo que quería decir: «Ya tendremos después unas palabras».

Miró apresuradamente a los demás, aunque no a Cale, y se fue. Cale se quedó allí sentado, furioso. En la rocosa alma de aquel muchacho rompían no se sabe qué olas, enormes como montañas, de amor, amargura e ira.

Sin embargo, una vez se hubo ido la muchacha, ya no había necesidad de andarse con pies de plomo en el asunto del secuestro y su misteriosa finalidad. Y entonces quedó claro por qué no los habían recibido las multitudes bramando a Cale su eterna gratitud por la valentía que había demostrado al rescatar a Arbell Materazzi. El motivo era que casi nadie estaba enterado. El Mariscal se disculpó ante Cale, explicando que si el secuestro hubiera llegado a ser del dominio público, hubieran exigido la guerra de manera irremediable. Él y el Señor Vipond estaban de acuerdo en que debían saber todo lo posible sobre aquella acción incomprensible de los redentores antes de dar un paso tan drástico.

—Estamos ciegos —le dijo Vipond a Cale—. Y ciegos, tenemos muchas probabilidades de tropezar en semejante gran empresa. IdrisPukke me asegura que no tenéis ni idea de por qué pueden haber hecho algo tan provocador...

—Ni idea.

—¿Estáis seguro?

—¿Por qué iba a mentir? La cosa no tiene para mí más sentido que para vos. De lo único de lo que hablaban siempre los redentores era de la guerra contra los antagonistas. Y lo único que incluso entonces decían era que los antagonistas adoraban al Antirredentor, y que eran herejes a los que había que barrer de la faz de la tierra.

—¿Y Menfis?

—De Menfis no hablaban casi nunca, pero cuando lo hacían era con asco. Lo mencionaban como un lugar de pecado y perversión, donde podía comprarse y venderse cualquier cosa.

—Una opinión dura —comentó IdrisPukke—, pero se puede entender por qué lo decían.

El Mariscal y Vipond ignoraron deliberadamente aquel comentario.

—¿Así que no nos podéis decir nada? —preguntó el Dogo.

Cale comprendió que estaban a punto de despedirse de él, y que aquella era su única oportunidad de buscarse un sitio entre los poderosos.

—Solo esto: si han decidido hacer algo, los redentores no se detendrán. No sé por qué quieren a vuestra hija, pero sí sé que volverán a buscarla, no importa lo que les cueste.

Al oír aquello, el Mariscal se quedó pálido. Cale aprovechó la ocasión.

—Vuestra hija es muy... —se detuvo, como si buscara la palabra más adecuada—...muy prestigiosa. —Le había gustado la palabra cuando la había oído, aunque no la hubiera entendido del todo—. Me refiero a que todo el mundo la considera, según he oído decir a la gente, como el más suntuoso ornamento del imperio. Todo lo que admiran en ella, lo admiran en los Materazzi. Ella os representa, ¿no es cierto?

—¿Qué queréis decir? —preguntó el Mariscal.

—Si querían enviar un mensaje...

—¿Qué tipo de mensaje? —preguntó el Mariscal, cada vez más nervioso.

—Secuestrar a Arbell Materazzi o matarla para mostrar a vuestros súbditos que los redentores pueden alcanzar incluso a lo más alto en la tierra. —Hizo una nueva pausa para crear expectación—. Sabrán que un segundo secuestro es imposible, seguramente, pero en mi opinión, no dejarán las cosas así. Los redentores siempre terminan lo que empiezan. Para ellos es importante dejar claro que pueden alcanzar a cualquiera. Están tratando de deciros que no se detendrán.

Para entonces, el Mariscal se había quedado completamente blanco.

—Aquí ella estará a salvo. La rodearemos de una guardia protectora que nadie podrá traspasar.

Cale intentó parecer más inseguro de lo que realmente se sentía.

—Según me han dicho, cuando se la llevaron del castillo del lago Constanza estaba protegida por una guardia de cuarenta hombres. ¿Hubo supervivientes?

—No —respondió el Mariscal.

—Y esta vez... (es solo mi opinión, y no es que esté seguro), vendrán tan solo a matar. ¿Podrán pararlos ochenta hombres o ciento ochenta?

—Si algo nos enseña la historia, Señor —dijo IdrisPukke—, es que si uno está dispuesto a sacrificar su propia vida, puede matar a quienquiera.

Vipond no había visto al Mariscal tan incómodo y alarmado en ningún momento de su vida.

—¿Podéis pararlos vos? —le preguntó el Mariscal a Cale.

—¿Yo? —Cale puso una cara como si la idea no se le hubiera ocurrido. Meditó un instante—. Mejor que ningún otro, según creo. Y cuento con Kleist y Henri el Impreciso.

—¿Quiénes? —preguntó el Mariscal.

—Son amigos de Cale —observó Vipond, cada vez más interesado en lo que decía Cale.

—¿Tienen vuestro talento? —preguntó el Mariscal.

—Tienen sus habilidades particulares. Entre los tres podemos tratar con cualquier cosa que nos envíen los redentores.

—Es evidente que tenéis mucha confianza en vuestras fuerzas, Cale —observó Vipond—, puesto que habéis pasado los últimos diez minutos hablando de lo invulnerables que son los redentores.

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