La mano izquierda de Dios (27 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Cale corrió a esconderse detrás de un árbol. El corazón le palpitaba como el de un pájaro recién atrapado. De inmediato empezó a buscar una escapatoria. Rodeaba el árbol un espacio de tierra desnuda de unos cuarenta a cincuenta metros de ancho. Miró el cuerpo. Se dio cuenta entonces de que se trataba de una mujer que había caído retorcida contra la base de un árbol, con la espalda en el aire, hacia un lado. De esa espalda salía lo que parecía el asta de una flecha de noventa gramos, cuya punta asomaba por el pecho. La nariz le sangraba a razón de una gota cada tres o cuatro segundos. No debía de haber sido fácil dar en un blanco en movimiento como aquel, pero tampoco demasiado difícil, pues ella había ido corriendo en la dirección de la flecha, mientras que si Cale escapaba en aquel momento, lo haría corriendo en perpendicular a la línea de fuego. Desde que empezara a correr, le llevaría cinco o seis segundos ponerse a cubierto: el tiempo suficiente para un disparo, no más, y tendría que tener muy buena puntería para darle. Aunque tal vez la tuviera: Kleist, por ejemplo, podía acertar a un blanco como aquel tres de cada cuatro veces.

—¡Eh, hijito!

«A unos doscientos metros y justo delante», pensó Cale.

—¿Qué queréis?

—¿Qué os parecería darme las gracias?

—Gracias. Ahora, ¿por qué no os vais al demonio?

—Mierdecilla desagradecida, os he salvado la vida.

¿Se movía? A juzgar por el ruido, parecía que sí.

—¿Quién sois?

—Vuestro ángel de la guarda, amigo, ese soy. Era una chica mala, una chica muy, muy mala.

—¿Qué quería?

—Cortaros el pescuezo, amigo. Ese era su medio de vida.

—¿Por qué?

—Ni idea, amigo. Vipond me ha enviado para que os eche un vistazo, a vos y al borrico de su hermano.

—¿Por qué tendría que creeros?

—Pues la verdad es que no tenéis ningún motivo. Y a mí me da lo mismo. Lo único que quiero es que no me sigáis. No me gustaría tener que clavaros otra a vos, y menos después de las molestias que me he tomado para salvaros la vida. Así que quedaos aquí quince minutos. Durante ese tiempo yo me iré por mi camino, y nadie se hará daño. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Quince minutos.

—¿Palabra de honor?

—¿Qué?

—No importa. ¿Qué tal un «gracias», entonces?

Y a continuación, ambos, Cadbury y Cale, se pusieron en movimiento: Cadbury se internó de nuevo en lo más espeso del bosque; y Cale, usando el árbol como pantalla, se alejó con cuidado, nadando por la orilla.

Tres horas después, Cale e IdrisPukke habían regresado al río y examinaban el cuerpo de la mujer muerta, bajo las copas entrelazadas de varios árboles. Se habían pasado dos horas buscando cualquier huella del que se proclamaba salvador de Cale, pero no habían encontrado nada. IdrisPukke registró el cuerpo y descubrió enseguida tres cuchillos, dos alambres para estrangular, unas empulgueras, unas nudilleras y, en la boca, a lo largo de la encía izquierda, una hoja flexible de tres centímetros de largo, envuelta en seda.

—Fuera lo que fuera lo que se traía entre manos —comentó IdrisPukke—, no trataba de venderos pinzas para la ropa.

—¿Creéis que decía la verdad?

—¿Vuestro salvador? Es posible. No sé si le creo realmente. Pero lo cierto es que si hubiera querido mataros, podría haberlo hecho en cualquier momento durante este mes. Aun así... me huele mal.

—¿Creéis que lo enviaría Vipond?

—Puede ser. Pero son demasiadas molestias por alguien como vos, y no pretendo ofender.

Cale no se ofendió por el comentario de IdrisPukke, sencillamente porque él pensaba exactamente lo mismo.

—¿Y la mujer? —preguntó al fin.

—Al río con ella.

Eso es lo que hicieron. Y aquel fue el final de Jennifer Plunkett.

Esa noche los dos cenaron dentro del pabellón, por si acaso, hablando sobre lo que debían hacer en cuanto a los extraños sucesos de aquel día.

—La cuestión es —dijo IdrisPukke—, ¿qué podemos hacer? Si los que mataron a esa joven hubieran querido hacer lo mismo con vos, ya lo hubieran hecho. O puede que lo hagan mañana...

—Como dijisteis, esto huele mal.

—Es perfectamente posible que Vipond haya enviado alguien a vigilarnos, aunque sea por sus propios motivos. También es posible que alguno de esos del Mond a los que humillasteis públicamente haya pagado a alguien para que os mande al otro barrio. Tienen las dos cosas que se necesitan: el dinero y el odio. Da la impresión de que la mujer iba a atacaros, porque llevaba un cuchillo en la mano. Ese hombre lo evitó y después desapareció. Estos son los hechos. Pero eso no puede ser todo, y lo que descubramos más tarde puede hacer que lo veamos todo a una luz completamente distinta. Pero hasta entonces lo que tenemos no es más que eso. Nos quedemos aquí o nos vayamos, el caso es que estamos completamente a merced de un hombre, o una mujer, que tiene buena puntería y además tiene, o bien odio, o bien la promesa de una buena paga. Aceptemos lo que nos indican los hechos, porque es lo mejor que podemos hacer. ¿O se os ocurre a vos otra posibilidad?

—No.

—Entonces, decidido.

Sin lograr conciliar el sueño, Cale se dio cuenta de que no tenía mucho sentido quedarse dentro del pabellón, así que salió a fumar un cigarrillo, preso de una gran incomodidad. Comprendía la razón que asistía al fatalismo de IdrisPukke, pero al fin y al cabo no era su destino el que estaba en peligro. Como se decía siempre a sí mismo, un filósofo es capaz de soportar el dolor de muelas... que aflige a los demás. Con la preocupación que tenía, apenas se dio cuenta de que había una pulcra paloma que caminaba de un lado a otro de la mesa de la terraza, comiendo viejas migas de pan.

—No os mováis —dijo IdrisPukke en voz baja, justo por detrás de él, sujetando un pedazo de pan que acercó despacio a la paloma para que comiera. Entonces le puso con cuidado la mano alrededor y la cogió con firmeza. Dándole la vuelta, IdrisPukke le quitó un pequeño anillo de metal que llevaba en una de las patas. Cale no dejaba de mirarlo, completamente extrañado.

—Es una paloma mensajera —explicó IdrisPukke—. Enviada por Vipond. Sujetadla. —Le entregó la paloma a Cale y abrió el anillo, sacó un trocito de papel de arroz y empezó a leer. Su rostro se entristeció de repente.

—Una tropa de redentores se ha llevado a Arbell Cuello de Cisne.

El rostro de Cale enrojeció a causa del asombro y la confusión.

—¿Por qué?

—No lo dice. El caso es que ella estaba en el lago Constanza, que se encuentra a unos ochenta kilómetros de aquí. El camino más rápido de regreso al Santuario es a través del paso de la Cortina, que está a unos treinta kilómetros de donde estamos, hacia el norte. Si ese es el camino que han cogido, tenemos que encontrarlos y dar parte a las tropas que Vipond ha enviado ya en pos de nosotros. —Parecía preocupado y confuso—. Esto es absurdo. Es una declaración de guerra. ¿Por qué hacen esto los redentores?

—No lo sé. Pero tiene que haber una razón. Esto no podría suceder sin el consentimiento de Hosco. Y Hosco sabe lo que hace.

—Bueno: no hay luna, así que ellos no pueden viajar de noche y nosotros tampoco. Lo prepararemos ahora todo, dormiremos un poco y saldremos al alba. —Respiró hondo—. Aunque Dios sabe que tenemos pocas posibilidades de alcanzarlos.

21

Al día siguiente, IdrisPukke se negó a ponerse en marcha hasta que hubiera luz suficiente para ver con claridad. Cale argumentó que era necesario correr el riesgo, pero IdrisPukke no se dejó convencer.

—Si uno de los caballos se hiere una pata en la oscuridad, no podremos continuar.

Cale comprendió que tenía razón, pero se desesperaba por ponerse en camino, y lanzó un gruñido de desdén e irritación. IdrisPukke no le hizo caso durante otros veinte minutos, al cabo de los cuales se pusieron en marcha.

Durante los dos días siguientes pararon solo lo suficiente para que descansaran los caballos y comer un poco. Cale insistía siempre para que fueran más aprisa, pero IdrisPukke reponía con tranquilidad que los caballos no podían ir más deprisa, y tampoco él, aunque Cale pudiera. Necesitaban llegar hasta los redentores los cuatro, si es que llegaban. Y al menos uno de los caballos tenía que encontrarse en buen estado para regresar con rapidez y llevar a los Materazzi la información sobre número y dirección.

—No parecéis preocupado por la chica —comentó Cale.

—Precisamente porque lo estoy, hago esto a mi manera. Porque tengo razón. Además, ¿qué es para vos Arbell Cuello de Cisne?

—Nada en absoluto. Pero si puedo ayudar a detener a los redentores, entonces el Mariscal tendrá una buena razón para sentirse más generoso conmigo. Tengo amigos en Menfis que son también rehenes.

—Creía que no teníais amigos. Creía que eran solo las circunstancias lo que os habían hecho huir juntos.

—Yo les salvé la vida. Creo que eso fue bastante amistoso.

—¡Ah! —exclamó IdrisPukke—. Yo pensaba que lo habíais hecho todo a regañadientes.

—Y así es.

—Entonces vos, Maestro Cale, ¿sois noble por vocación o meramente por circunstancia?

—No soy noble de ninguna manera.

—Eso decís vos. Pero me pregunto si no habrá en vuestro interior un héroe incipiente.

—¿Qué quiere decir «incipiente»?

—Algo que comienza a aparecer, a existir.

Cale se rio, pero sin ganas.

—Si eso es lo que pensáis, esperemos que no os encontréis en situación de tener que comprobarlo.

Y tras esta conversación, IdrisPukke decidió permanecer en silencio.

Al segundo día descendieron sobre la vía principal que iba al paso de la Cortina. No parecía un camino importante.

—Nadie lo usa ya desde hace sesenta años, cuando los redentores cerraron las fronteras.

—¿Qué distancia hay del paso al Santuario? —preguntó Cale.

—¿No lo sabéis?

—Los redentores no se dejaban los mapas a la vista, ni nada que nos pudiera facilitar la huida. Hasta hace unos meses yo creía que Menfis se encontraba a miles de kilómetros de distancia.

Si IdrisPukke no hubiera estado distraído en aquel momento con una hermosa libélula de color dorado y bermellón, habría visto la cara de mentiroso descubierto que ponía Cale justo en el instante en que creía haberse delatado.

—Quiero decir —añadió Cale—, antes de venir aquí y comprender que estaba más cerca.

Entonces IdrisPukke notó el tono de incomodidad.

—¿Qué pasa?

—No pasa nada.

—Si vos lo decís...

Asustado por la posibilidad de haber revelado algo que estaba muy interesado en mantener en secreto, Cale permaneció en un cauteloso silencio durante los diez minutos siguientes. Cuando IdrisPukke volvió a hablar, parecía haber olvidado el incidente, y así era.

—El Santuario estará a unos trescientos kilómetros del paso, pero no necesitan llegar tan lejos. Hay una plaza fuerte a treinta kilómetros de la frontera: la Ciudad del Mártir.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Bueno, no es muy grande, pero sus murallas son fuertes. Se necesitaría un ejército para tomarla.

—¿Y entonces qué?

—Nada. Materazzi adora a la muchacha. Les dará lo que pidan por ella.

—¿Cómo sabéis que pedirán algo?

—Es lo único que tendría sentido.

—Lo que tiene sentido para vos y para los redentores son caballos blancos de color diferente.

—O sea que tenéis alguna idea. Sobre lo que ellos están tramando, me refiero.

—No.

—¿No tendrá nada que ver con vosotros?

Cale se rio.

—Los redentores son un atajo de bastardos, pero ¿creéis de verdad que iban a empezar una guerra con Menfis solo por tres chicos y una muchacha gorda?

IdrisPukke lanzó un gruñido.

—Si lo ponéis así, no. Por otro lado, me habéis estado mintiendo durante dos meses.

—¿Y quién sois vos para reclamar la verdad?

—El mejor amigo que tenéis.

—¿Es verdad eso?

—Sí, realmente. Así que ¿no hay nada que me queráis decir?

—No. —Y eso fue todo.

Veinte minutos después, llegaron ante los restos de una fogata.

—¿Qué os parece? —preguntó Cale mientras IdrisPukke se pasaba restos de ceniza entre los dedos.

—Todavía está caliente. Hace solo unas horas que la apagaron. —Entonces señaló con un gesto de la cabeza la hierba aplastada y las huellas en la tierra—. ¿Cuántos serán?

Cale lanzó un suspiro.

—Seguramente, no menos de diez ni más de veinte. Lo siento, no soy muy bueno en estas cosas.

—Tampoco yo. —Miró a su alrededor, pensativo e inseguro—. Creo que uno de nosotros debería volver para informar a los Materazzi.

—¿Por qué? ¿Les hará eso cabalgar más rápido? Y aunque así fuera, ¿qué iban a hacer al llegar aquí? Si plantean cualquier tipo de batalla campal, los redentores la matarán. No se rendirán, eso os lo aseguro.

IdrisPukke lanzó un suspiro.

—Entonces, ¿ qué sugerís?

—Alcanzarlos sin que nos vean. En cuanto lleguemos, veremos qué podemos hacer. Tal vez puedan acercarse hasta ellos solo un pequeño número de Materazzi, y hacerlo con sigilo. Pero hasta que les demos alcance, sugiero seguir. Entonces las cosas podrían haber cambiado.

IdrisPukke aspiró aire ruidosamente, y escupió en el suelo.

—De acuerdo. Vos los conocéis mejor.

Cinco horas después, mientras anochecía, Cale e IdrisPukke subieron a la cima de una pequeña colina que se hallaba justo ante la entrada del paso de la Cortina, que era una enorme grieta en la montaña de granito que señalaba la frontera norte entre los redentores y los Materazzi.

La colina dominaba una depresión de unos siete metros de profundidad por setenta de largo, donde vieron media docena de redentores que estaban preparando el campamento. En medio del grupo se hallaba Arbell Materazzi, sentada y presumiblemente atada, a juzgar por el hecho de que no se movió mientras ellos miraban. Al cabo de cinco minutos, los dos se retiraron hasta un grupo de arbustos, a unos doscientos metros de distancia.

—Por si acaso os preguntáis por qué son solo seis, creo que habrá otros cuatro de vigía, por lo menos —explicó Cale—. Habrán enviado un jinete hacia la plaza fuerte, para que los esperen al otro lado.

—Yo regresaré e intentaré traer a los Materazzi —dijo IdrisPukke.

—¿ Para qué?

—Si están cerca, correrán el riesgo de cabalgar en la oscuridad. Aunque pierdan la mitad de los caballos por el camino, aquí hay como mucho una docena de redentores.

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