La mano izquierda de Dios (24 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Hasta ahora lo he hecho bastante bien.

—¿Ah, sí? —Sí.

—Lo que habéis tenido es buena suerte, hijito, y en grandes cantidades. Y me da igual lo bueno que seáis con los puños. Que hasta ahora os hayáis librado de pender de una soga se debe más a la suerte que al buen juicio. —Hizo una pausa y lanzó un suspiro—. ¿Confiáis en Vipond?

—Yo no confío en nadie.

—Cualquier idiota podría haber dicho que no confía en nadie. El problema es que a veces uno tiene que hacerlo. Las personas pueden ser nobles y desprendidas, y tener un montón de cualidades admirables. Todo eso existe, pero el problema es que esas nobles virtudes tienden a ir y venir en la gente. Nadie espera que un hombre de buen humor o una mujer bondadosa lo sean siempre y en todo momento. Y, sin embargo, la gente se sorprende de que alguien que ha sido de fiar durante un mes, deje de serlo durante una hora o un día.

—Si no se puede uno fiar de ellos todo el tiempo, entonces no son de fiar.

—Y vos, ¿sois de fiar?

—No... Yo sé, IdrisPukke, que puedo hacer cosas nobles. Puedo rescatar al inocente. —Esbozó una sonrisa burlona—. Rescatarlo de las garras del malvado. Pero eso no va con mi carácter. Fue un buen día, o tal vez un mal día, aquel en que salvé a Riba. Pero eso no volverá a ocurrir ahora mismo.

—¿Estáis seguro?

—No, pero haré todo lo que pueda.

Cabalgaron en silencio durante otra media hora.

—¿Confiáis vos en Vipond? —preguntó Cale al fin.

—Eso depende. ¿Por qué lo preguntáis?

Incómodo en la silla, Cale se cambió de postura.

—Me ha prometido que si me quedaba con vos y me comportaba, no les pasaría nada a Kleist ni a Henri el Impreciso. Que los protegería. ¿Lo hará?

—¿Eso significa que estáis preocupado por vuestros amigos? O sea que no sois tan desalmado como pretendéis.

—¿Que no soy desalmado? Intentad depender de mi alma, ya veréis dónde os lleva eso.

IdrisPukke se rio.

—Lo que pasa con Vipond es que hay que recordar que es un hombre importante, y los hombres importantes tienen responsabilidades importantes, y la de no mantener su palabra es una de ellas.

—Eso lo decís solo para parecer inteligente.

—En absoluto. Vipond se trae entre manos cosas muy importantes, y vos y vuestros amigos no sois importantes. ¿Y si cientos de vidas, o bien la seguridad futura de Menfis y de su millón de almas dependiera de romper la palabra dada a tres renacuajos como vos y vuestros amigos? ¿Qué haríais vos en su lugar? Vos que os creéis tan duro, decídmelo.

—Kleist no es amigo mío.

—¿Qué creéis que Vipond quiere de vos?

—Creo que quiere que empiece a confiar en vos, para que os cuente toda la verdad sobre lo que sucedió con los redentores. Teme que puedan representar una amenaza.

—¿Y tiene razón?

Cale lo miró.

—Los redentores son una maldición en la faz de la tierra... —Parecía como si quisiera seguir, pero hizo un esfuerzo por callarse.

—Ibais a decir algo más.

—Es cierto.

—¿Y era...?

—Yo tengo que aprender, y vos tenéis que averiguar.

—Como queráis. Y en cuanto a confiar en Vipond... creo que sí que podéis, hasta cierto punto. Hará lo posible por proteger a vuestro amigo, y al otro que no es amigo vuestro, a menos que tenga un motivo importante para dejar de hacerlo. Mientras no se vuelvan importantes en el sentido equivocado, estarán tan seguros como en su propia casa.

Y mientras seguían cabalgando en silencio, ninguno de ellos era consciente de que los ojos de Kitty la Liebre los observaban, y sus oídos los escuchaban.

Esa tarde a las cuatro, IdrisPukke desmontó e, indicándole a Cale con un gesto que hiciera lo mismo, se salió del camino para entrar en lo que parecía una selva virgen. El trayecto habría sido difícil incluso de no haber llevado los caballos con ellos, y necesitaron casi dos horas completas hasta que aclaró la espesura de árboles y arbustos y llegaron a otro camino que, claramente, apenas era transitado.

—Juraría que conocíais el camino —observó Cale, yendo a la zaga de IdrisPukke.

—Me doy cuenta de que no se os escapa nada, señor Sabelotodo.

—¿Y cómo es que lo conocíais?

—De niños, mi hermano y yo veníamos muy a menudo al Pabellón del Soto.

—¿Quién es vuestro hermano? —El Canciller Leopold Vipond.

18

Cale hubiera pensado que los dos meses siguientes que pasó en el Pabellón del Soto, eran los más felices de su vida, si no fuera porque no tenía ninguna otra experiencia feliz con la que comparar. Pero, dado que dos meses pasados en el Séptimo Círculo del Infierno hubieran supuesto una mejora con respecto a la vida en el Santuario, su felicidad no podía compararse con nada. Era, simplemente, feliz. Dormía doce horas al día y a veces más, bebía cerveza y al anochecer fumaba con IdrisPukke, quien se tomó muchas molestias para asegurarle que, en cuanto venciera su inicial desagrado, fumar sería tanto un gran placer como uno de los escasos consuelos seguros que podía ofrecer la vida.

Se sentaban al final del día en el exterior del viejo pabellón de caza, en la gran galería de madera, mientras escuchaban el cricrí de los insectos y veían las golondrinas y los murciélagos volando, desplomándose y remontando el vuelo. A menudo se quedaban allí horas sentados en un silencio roto de vez en cuando por alguna de las gracias de IdrisPukke sobre la vida y sus placeres e ilusiones.

—La soledad es algo maravilloso, Cale, por dos motivos: primero, porque le permite a un hombre estar consigo mismo; y segundo, porque le libra de estar con los demás.

Cale asentía con la cabeza, con una sinceridad solo posible en alguien que se había pasado cada hora de su vida, ya fuera de sueño o de vigilia, en compañía de cientos de chicos, observado y espiado en todo momento.

—Ser sociable —proseguía IdrisPukke— es muy arriesgado, incluso fatal, porque supone estar en contacto con personas, la mayor parte de las cuales son aburridas, perversas o ignorantes, y solo lo buscan a uno porque no soportan su propia compañía. La mayor parte se aburren a sí mismos y reciben a los demás no como a verdaderos amigos, sino como una distracción, algo así como un perro que baila o un tonto actor con su caudal de historias divertidas.

IdrisPukke odiaba en especial a los actores, y se le oía a menudo clamar contra sus defectos, algo que no podía entender Cale, pues no había visto nunca una obra de teatro. La idea de fingir por dinero que uno es otra persona le resultaba incomprensible.

—Por supuesto, vos sois joven y tenéis todavía que sentir el impulso más fuerte de todos: el amor a las mujeres. No me malinterpretéis: todo hombre y toda mujer debieran sentir alguna vez lo que significa amar y ser amado, y el cuerpo de una mujer es la mejor imagen de la perfección que yo haya visto nunca. Pero para ser completamente sincero con vos, Cale (y ya sé que eso no va a influiros en nada), desear el amor, como dijo algún gran ingenio, es desear ser encadenado a un loco.

Entonces abría otra cerveza, vertía un cuarto (nunca más y nunca demasiadas veces) en la jarra de Cale, y se negaba a darle más tabaco, diciendo que en lo referente a fumar, el exceso era tan malo que podía echar a perder el resuello de un joven.

A veces se quedaban hasta la madrugada, y Cale ansiaba entonces aquello que se había convertido casi en su mayor placer: una cama caliente, un colchón blando y todo para él, sin gruñidos ni gritos ni ronquidos ni el olor de cientos de pedos ajenos, sino solo un silencio y una paz maravillosos. Aquellos días, para Cale era una bendición estar vivo.

Empezó a dar paseos sin rumbo por entre los árboles, paseos que duraban horas. Se iba en cuanto se levantaba, y solo volvía al pabellón de caza al caer la noche. Las colinas, alguna pradera ocasional, los ríos, el cauteloso ciervo y las palomas que zureaban en los árboles durante las horas de calor, la maravillosa dicha de pasear s¿)lo constituían un placer más intenso que la cerveza o el tabaco. Lo único que empañaba aquella felicidad era el recuerdo de Arbell Cuello de Cisne, cuyo rostro lo visitaba a última hora de la noche o a primera de la tarde, cuando estaba tendido junto al río, donde el único sonido era el salto ocasional de algún pez, el canto de los pájaros y la brisa en los árboles. Los sentimientos que lo embargaban cuando pensaba en ella eran extraños e inoportunos, y entraban en pugna con la maravillosa paz que disfrutaba. Esos pensamientos le ponían furioso, y él no quería volver a sentir furia, solo quería sentirse así: libre, perezoso, sin tener que rendir cuentas a nadie, en la calidez y verdor del bosque estival.

El otro gran placer que descubrió fue la comida. Ya sabía lo que era comer para vivir, satisfacer un hambre intensa llenando simplemente el estómago. Pero para un muchacho cuya dieta había consistido la mayor parte de su vida en pies de muertos, la posibilidad de la buena comida en aquella nueva vida significaba que algo que la gente da por hecho para él constituía un motivo de asombro y maravilla.

IdrisPukke era un gran amante de la comida y, habiendo vivido en un momento u otro de su vida en casi todas las partes del mundo civilizado, se consideraba a sí mismo, al igual que en la mayoría de las cosas, un experto. Le gustaba preparar una comida casi tanto como le gustaba comérsela, pero, por desgracia, aquel deseo de enseñar a su muy dispuesto discípulo había tenido muy mal comienzo.

Su primer intento de introducir a Cale en el gran arte de la comida había terminado de mala manera. Cierto día Cale había vuelto al pabellón, tras una ausencia de diez horas, lo bastante hambriento para comerse a un cura, y se encontró con el Banquete del Emperador, una versión improvisada de la comida más espléndida que había comido nunca, una especialidad de la Casa de Imur Lantana, en la ciudad de Apsny. Había tenido que sustituir muchos de los ingredientes: las vergas de cerdo resultaban imposibles de encontrar en las montañas, porque los nativos consideraban al cerdo un animal impuro; el azafrán porque era demasiado caro, y nadie había oído hablar de él. Además, desapareció del menú el plato que muchos consideraban el principal: IdrisPukke, que no era ningún sentimental, no se sentía capaz de ahogar en brandy diez crías de alondra para meterlas después menos de treinta segundos en el horno muy caliente.

Cuando llegó Cale, con la cara bruñida del sol y muerto de hambre, empezó a reírse de felicidad al ver las exquisiteces extendidas ante él por un orgulloso IdrisPukke.

—Empezad por ahí —dijo el sonriente cocinero, y Cale se lanzó casi literalmente sobre un plato de cangrejos de río picados y fritos en pan blanco con salsa amarga de frambuesas silvestres. Después de cinco de aquellos, IdrisPukke señaló con un gesto de la cabeza el pato a la brasa con tiras de ciruela, y después, con una suave advertencia para que fuera más despacio, las alitas de pollo empanadas y fritas con patatas paja.

Naturalmente, Cale no tardó en ponerse muy malo. IdrisPukke había visto vomitar a mucha gente durante su vida, y también lo había hecho él. Había presenciado la desagradable costumbre de Kvenland de interrumpir los banquetes de treinta y nueve platos con visitas al bilismatorio, o sala de vomitar, visitas que se hacían obligatorias cada diez platos más o menos si uno quería llegar al final y evitar, por tanto, el terrible insulto a los anfitriones que suponía no dar cuenta de los treinta y nueve platos. Fueron de dimensiones épicas las arcadas que sufrió Cale mientras su estómago expulsaba todo cuanto había comido durante los veinte minutos anteriores y, según la impresión que le produjo a IdrisPukke, mucho de lo que había comido también durante el resto de su vida.

Finalmente, el muchacho, exhausto, terminó de vomitar y se fue a la cama. A la mañana siguiente Cale se levantó con un color de piel blanco verdoso que IdrisPukke solo había visto antes en cadáveres de tres días. Cale se sentó y tomó, con considerable cuidado, una taza de té flojo sin leche. Con voz lánguida, le explicó a IdrisPukke el motivo de ponerse tan malo.

—Bien —dijo IdrisPukke cuando Cale acabó de hablarle de los hábitos culinarios de los redentores—. Si alguna vez pienso mal de vos, intentaré disculparos recordando que poco puede pedírsele a un muchacho criado a base de pies de muertos. —Se hizo un breve silencio—. Espero que no os importe que os dé un consejo.

—No —dijo Cale, demasiado débil para molestarse.

—No podemos esperar que el resto de la gente soporte cosas más allá de cierto límite. Si surge el tema en una conversación de sociedad, yo os aconsejaría que no mencionarais las ratas.

19

Kleist y Henri el Impreciso habían visto a Cale tan solo unos minutos antes de su apresurada partida, de manera que apenas habían tenido tiempo de darse cuenta de la sospechosa reaparición de IdrisPukke, no digamos ya de escuchar un relato satisfactorio de todo lo que le había sucedido a Cale después de que se lo llevaran del jardín de verano. Kleist ni siquiera había podido explicarle a Cale (y esto lo irritaba) que su carencia de disciplina y el egoísmo de que daba muestras en general los habían hundido en aquel montón de mierda. Pero al final resultó que los razonables temores que albergaba Kleist de que Cale les hubiera acarreado la enemistad de todo el mundo a su alrededor no se confirmaron completamente. Había enemistad, sí, pero la feroz paliza que Cale le había propinado a la flor y nata del Mond había vuelto a aquellos que ansiaban la venganza muy cautelosos con respecto a Kleist y Henri el Impreciso, por si resultaba que tenían las mismas habilidades en la lucha que su amigo. Y el Mond no tenía tanto miedo a las heridas ni a la muerte como a la humillación de recibir una paliza de manos de gente que estaba, obviamente, muy por debajo de ellos en el espectro social.

Vipond les había asignado a los dos las cocinas, donde no era fácil que tuvieran un encuentro inoportuno. Las prolongadas y repetidas maldiciones que Kleist arrojaba sobre la cabeza de Cale por dejarlos lavando platos durante diez horas al día apenas requieren esfuerzos de imaginación. Sin embargo, disfrutaban de una ventaja inesperada, y era que los criados que guardaban rencor al Mond por su engreimiento y arrogancia, que eran muchos, los miraban a ellos con admiración; la suficiente admiración, por lo menos, para que al cabo de un mes los dejaran ayudar en labores más interesantes que la de lavar platos. Kleist se ofreció a echar una mano en la zona de la carne, y todos se quedaron impresionados por su destreza como carnicero.

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