La mano izquierda de Dios (20 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Y enseguida desapareció de la vista.

Cale sintió como si le hubiera caído un rayo. Hasta la cabeza más vieja y prudente podía verse afectada por la muchacha con la que acababa de encontrarse, y en lo que se refería a mujeres, la de Cale estaba muy lejos de ser ni vieja ni prudente. La muchacha era Arbell Materazzi, hija del Mariscal Materazzi, Dogo de Menfis. Aunque nadie más que su padre pensaba en Arbell por su nombre de pila, pues todos la llamaban Arbell Cuello de Cisne, y todo el mundo opinaba que era la mujer más bella de Menfis y, probablemente, también de los vastos territorios que pertenecían a la ciudad. ¿Cómo describir su belleza? Imaginad una mujer que fuera como un cisne.

Qué diferente habría sido la historia si Cale no se hubiera encontrado con ella aquella tarde dentro de la gran muralla, o si hubiera carecido de la habilidad necesaria para sujetarla en aquel lugar oscuro y resbaladizo y ella se hubiera roto en las losas aquel largo y elegante cuello, como habría ocurrido sin duda en el caso de que hubiera caído.

Unas horas después, Cale, locamente enamorado, les había explicado a un compañero desconcertado y a otro resentido que había cambiado de idea con respecto a abandonar Menfis. Por supuesto, no explicó el verdadero motivo, y la única explicación que dio fue que toda su vida había estado recibiendo palizas peores que las que le propinaba Solomon Solomon, y que en cuanto a las idioteces de Conn Materazzi, había decidido ignorarlas. ¿Por qué iba a dejar que le preocuparan las bromas estúpidas de un niño mimado, cuando tenía tantas buenas razones para quedarse? Por muy desconcertados que se quedaran, Kleist y Henri el Impreciso no tenían ningún motivo para dudar de lo que decía. Y, sin embargo, Henri lo hizo.

—¿Le crees? —preguntó más tarde, al quedarse a solas con Kleist.

—¿Y a mí qué más me da, al fin y al cabo? Si quiere quedarse, me conviene, aunque no me gusta que se comporte todo el tiempo como si fuera Dios Todopoderoso.

Durante los días siguientes, Henri el Impreciso permaneció vigilante mientras proseguían las palizas y las burlas. Como siempre, lo que más le preocupaban eran estas últimas. Conn Materazzi podía ser un niño mimado, pero era también un luchador sin rival en las artes marciales. Solo los soldados Materazzi más maduros y experimentados conseguían vencerlo en las peleas dolorosamente verosímiles que tenían lugar cada viernes y se prolongaban durante todo el día. Y esas derrotas frente a soldados de sanguinaria habilidad y terrible crueldad se iban haciendo cada vez más infrecuentes, conforme pasaban las semanas. Conn Materazzi tenía fama, así de sencillo, y tenía buenos motivos para tenerla. Y no tuvo nada de sorprendente que la última semana de su entrenamiento formal ganara un premio que muy raramente se concedía a alguien que pasara por el ejército de los Materazzi: el Vástago de Forza o Dánzig, conocido popularmente como «el Filo». Fabricado cien años antes por Martin Bacon, el gran armero, era un arma forjada con un acero de fuerza y flexibilidad únicas, un secreto tristemente perdido cuando Bacon se suicidó por una joven aristócrata Materazzi que no le hacía caso. Peter Materazzi, el Dogo para el que había hecho la espada, se hundió en un estado de inconsolable tristeza tras su muerte, y durante el resto de su vida se negó a creer que un hombre del genio de Bacon hubiera podido matarse por semejante motivo.

—¡Por una muchacha! —exclamaba sin poder creérselo—. ¡Yo le habría dado a mi propia esposa si me la hubiera pedido!

Aunque dada la reputación de frialdad de las mujeres Materazzi, la efectividad de semejante oferta podía quedar en entredicho. En todo caso, la custodia del Filo era un enorme honor para Conn, ya que no se le concedía a nadie desde hacía más de veinte años.

La ceremonia de entrega y el desfile de licencia fueron tan espléndidos como cabe imaginarse: enormes multitudes, sombreros agitados por el aire, vítores, música, pompas y esplendores, discursos y todo eso. El Mond exhibió ante sus progenitores una formación de casi cinco mil hombres, que no habría que confundir con meros soldados, pues eran una auténtica elite en armadura, los hombres más entrenados y mejor equipados del mundo, todos ellos de alto rango y noble cuna.

Y en el centro de todos ellos, Conn Materazzi: dieciséis años, un metro ochenta, rubio, musculoso, esbelto y apuesto; aquel a quien contemplaban todos los observadores, el centro mismo de todas las miradas, el amado de las muchedumbres, el orgullo de los Materazzi. Imbuido de su propia importancia, agradecía los vítores y aplausos cuando le entregaron el Filo. En el momento en que lo levantó por encima de la cabeza, se oyó un clamor que parecía el fin del mundo.

Henri el Impreciso aplaudió para no llamar la atención. Kleist expresó su disgusto con entusiasmo, exagerando sus vítores y aplausos, que no hubieran sonado más fuerte de haber sido Conn hermano gemelo suyo. Pero pese a los codazos de Kleist y los ruegos susurrados de Henri el Impreciso, Cale siguió sin inmutarse, una actitud que no le pasó desapercibida a su jefe, pese a que Conn parecía herido por el rayo de la gloria.

Dada su ya alta opinión de sí mismo, reforzada por los halagos de sus admiradores, la conciencia que Conn tenía de su propia excelencia había crecido hasta alcanzar cumbres de vértigo. Incluso dos horas más tarde, cuando ya se había dispersado la multitud y él había regresado al aislamiento del gran castillo, el cerebro le zumbaba como un enjambre de abejas excitadas. Sin embargo, después de que los cumplidos y la adoración de sus amigos y de la flor y nata de la sociedad Materazzi comenzaran a apagarse, había regresado al mundo real en medida suficiente como para recordar el calculado insulto que le había brindado Cale al negarse a aplaudir su triunfo. No pensaba tolerar aquel espectacular acto de insubordinación, y envió a uno de sus criados para que hiciera presentarse de inmediato a su paje de armas.

Al criado le costó cierto tiempo encontrar a Cale, especialmente porque cuando llegó al dormitorio de los pajes cometió el error de preguntarle a Henri el Impreciso dónde podía encontrarlo. Su talento para eludir las preguntas llevaba algún tiempo sin serle de utilidad, pero al ser preguntado directamente, vio la ocasión de ponerlo en práctica:

—¿Cale? —preguntó como si ni siquiera estuviera seguro de saber qué era eso.

—El nuevo paje de armas del Señor Conn Materazzi.

—¿ De qué Señor?

—Tiene el pelo negro, es así de alto. —El criado, creyendo que estaba viéndoselas con alguien corto de entendederas, colocó la mano a la altura de un metro sesenta y cinco—. Y una pinta que da pena.

—¡Ah, os referís a Kleist! Está abajo, en las cocinas.

Tal vez, pensó el criado, estuviera buscando a Kleist. Le parecía que Conn Materazzi había dicho Cale, pero tal vez hubiera dicho Kleist y, dado el humor en que se encontraba, no quería volver a preguntarle. Por desgracia, Cale entraba en ese momento en el dormitorio con la intención de dormir un poco, y las intenciones de Henri el Impreciso de mandar al criado hasta la mitad del camino que llevaba al Santuario no llegaron a verse realizadas.

—Es él —le explicó el criado a Henri el Impreciso.

—Ese no es Kleist —repuso Henri el Impreciso, en tono de triunfo—. Ese es Cale.

Para cuando Cale llegó al jardín de verano, la multitud que rodeaba a Conn se había ido dispersando hasta desaparecer. Sin embargo, al final había llegado un último visitante, que para Conn era el más importante: Arbell Cuello de Cisne. Educada para tratar a los hombres con un desdén solo atemperado por la condescendencia, le resultaba ciertamente difícil a Arbell dar la impresión de que sentía algo por Conn aparte de indiferencia. La verdad era que, por muy hermosa y semejante a los cisnes que fuera, ella no era más indiferente a su belleza y hazañas que la mayor parte de las jóvenes. Si se hubiera tratado de cualquier otro, Arbell habría sabido cómo levantarse en medio de la ceremonia, ofrecer un entusiasta cumplido, y desaparecer. Pero mostrarse indiferente en aquella ocasión no era tan fácil como de costumbre. Ni la más fría de las integrantes de la elite femenina de los Materazzi podía permanecer completamente impasible ante aquel guerrero joven y apuesto por el que clamaba la multitud y que constituía el alma y gloria de la ceremonia. Arbell Cuello de Cisne sentía, en realidad, mucho menos desdén de lo que aparentaba y, para confusión suya, temblaba en el momento en que Conn levantaba el Filo ante la multitud, y la multitud lanzaba su clamor de admiración ante aquel magnífico joven. Como consecuencia, su habilidad para parecer completamente indiferente ante los jóvenes, incluso ante algunos excelentes, la había abandonado en gran medida, y su indecisión la había llevado tanto a llegar demasiado tarde como a ponerse colorada (aunque no tanto que Conn lo notara) en el momento de felicitarle por su hazaña. Solo había dos personas a las que Conn contemplara con alguna deferencia: su tío y la hija de su tío. Arbell le impresionaba muchísimo, tanto por su pasmosa belleza como por el desprecio ficticio pero rotundo que mostraba por él. Pese a que aquel día había dado más fuerza a su juvenil engreimiento, Conn seguía sumido en la confusión ante la llegada de la joven, y no habría notado ningún indicio de su interés aunque ella le hubiera echado los brazos al cuello y lo hubiera ahogado a besos. Escuchó sus felicitaciones en tal estado de aturdimiento que apenas pudo entender lo que ella le decía, mucho menos apreciar el tono inseguro que empleaba. Justo cuando se inclinaban uno ante el otro y Arbell Cuello de Cisne se volvía para marcharse, llegó Cale.

Por lo general, Arbell no habría prestado a un paje más atención que a una polilla gris. Pero, hallándose ya alterada, se puso aún más nerviosa al encontrar de repente al extraño muchacho que tan solo dos días antes la había salvado de caer en la vieja muralla. Bajo semejante tensión, el rostro de Arbell se quedó congelado en una expresión de total desconcierto.

Solo los más grandes y más experimentados amantes de la historia, el legendario Nathan Jog, tal vez, o el fabuloso Nicholas Panick, podrían haber descifrado lo que disimulaba su frialdad. Por supuesto, el pobre Cale estaba muy lejos de aquellos grandes amantes y solo vio lo que temía ver. Para Cale, su expresión no era más que una fría afrenta: él le había salvado la vida y se había enamorado de ella, y ella ni siquiera lo reconocía. Incluso en su intensa confusión, la huida de Arbell Cuello de Cisne de aquel encuentro inesperado fue bastante evidente. Simplemente se volvió y empezó a caminar hacia la cancela, que se encontraba a unos cien metros, al otro extremo del jardín. Para entonces había solo otras ocho personas en el jardín además de estas tres: cinco de los amigos más cercanos de Conn Materazzi y tres guardas aburridos, ataviados con armadura ceremonial y portando el triple de armas de las que hubieran llevado a una batalla. Aunque se acababa de acercar también un observador: preocupado por su amigo, Henri el Impreciso se había abierto camino hasta el tejado que dominaba el jardín, y observaba escondido tras una chimenea.

Conn Materazzi se volvió entonces hacia su paje con no sabemos qué intenciones exactamente, pero se le adelantó uno de sus amigos que, habiendo bebido bastante, juzgó que a todo el mundo le divertiría verle imitar la costumbre de Conn de tratar a Cale como si estuviera mal de la cabeza. De ese modo, alargó la mano y le dio a Cale un par de tortas en la cara. Los demás, salvo Conn, empezaron a reírse lo bastante fuerte como para hacer que Arbell Cuello de Cisne se volviera hacia ellos, a tiempo de ver la tercera torta. Se quedó consternada ante lo que veía, pero Cale lo interpretó todo como simple desdén.

Fue la cuarta torta la que consiguió, podríamos decir, que el mundo cambiara. Sin que eso le costara aparentemente gran esfuerzo, Cale agarró la muñeca del joven con la izquierda y el antebrazo con la derecha, y retorció. Se oyó un chasquido y un grito de dolor. Sin abandonar su aparente lentitud, Cale cogió por los hombros al adolescente de los chillidos y lo lanzó contra el asustado Conn Materazzi, que cayó al suelo. Cale retrocedió un paso, metió el puño de la mano derecha en la palma izquierda, e hincó el codo en la cara del Materazzi más cercano, que perdió el conocimiento antes incluso de caer al suelo. Los otros dos se reponían de su asombro y sacaban las dagas de ceremonia, dando un paso atrás para colocarse en posición de lucha. No solo parecían temibles, sino que lo eran. Cale se dirigió hacia ellos, pero al mismo tiempo se agachó y cogió un puñado de tierra que les lanzó a los ojos. Mientras se retorcían, Cale les propinó sendos puñetazos, a uno en los riñones y al otro en el esternón. Cogió las dos dagas y se volvió de frente a Conn, que para entonces se había desembarazado de su amigo, que no paraba de chillar. Todo aquello no le había llevado más de cuatro segundos. Entonces todo quedó en silencio durante mucho rato, mientras Conn y Cale se colocaban frente a frente. La expresión de Conn Materazzi era contenida pero furiosa; la de Cale, absolutamente inexpresiva.

Para entonces, los tres soldados habían regresado corriendo del claustro, en cuya sombra se habían refugiado para tratar de aliviar el calor producido por la armadura.

—Nosotros nos encargaremos de él, Señor —dijo el sargento de armas.

—Quedaos donde estáis —dijo Conn sin alterarse—. Si lo cogéis, voto a Dios que os pasaréis el resto de la vida recogiendo bostas. Estáis obligados a obedecerme.

Eso era cierto. El sargento se retiró un poco, pero indicó a uno de los otros que fuera a buscar más guardias.

«Espero —pensó el sargento— que el chiquillo le dé una buena patada en el culo a ese soberbio capullo».

Pero sabía que eso no iba a ocurrir: Conn Materazzi era un soldado de destreza sin par, un auténtico maestro a la edad de dieciséis años. Podía ser un capullo, pero lo demás también había que reconocérselo.

Conn sacó el Filo, que, aparte de ser utilizado para la ceremonia que había tenido lugar aquel día, no se podía hacer con él otra cosa que guardarlo en el Gran Salón. Desde luego, era demasiado valioso para ser empleado en una lucha. Pero Conn podía argumentar que no tenía otra arma de la que echar mano, y así, por primera vez desde hacía cuarenta años, el Filo fue esgrimido con la intención de matar.

—¡Alto! —gritó Arbell Cuello de Cisne.

Conn no le hizo caso. En materia como aquella, ni siquiera ella tenía voz. Cale no dio muestras de haberla oído. Desde lo alto del tejado, Henri el Impreciso comprendía que no podía hacer nada.

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