La mano izquierda de Dios (23 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
3.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Mayor motivo para deshacerse de él.

—¿No os interesa saber cómo adquirió su extraordinario talento?

—¿ Cómo?

—Ese joven, Cale, recibió entrenamiento de los redentores, en el Santuario. Están entrenando más soldados, y lo hacen de manera despiadada.

—¿Teméis que se propongan atacarnos? Muy locos serían si lo intentaran.

—En primer lugar, es mi obligación temer semejantes cosas. En segundo lugar, ¿cuántos reyes y emperadores pensaban lo mismo sobre vos hace treinta años?

Incómodo y molesto, el Mariscal Materazzi lanzó un suspiro: habiendo sido un sanguinario demonio durante los años de conquista de su enorme imperio, la verdad era que en los últimos diez años de paz había perdido todo su apetito bélico. Aquel soldado despiadado que había sido en otro tiempo sinónimo de conquista rapaz, se había convertido, a punto de entrar en la vejez, en un hombre que ansiaba una vida tranquila en la que no tuviera que volver a pasar frío una semana para morirse de sed a la siguiente, ni temer, como le confesó en una ocasión a Vipond estando borracho, que algún campesino decrépito le sajara las tripas con una podadera en un golpe de suerte. Nunca lo había admitido ante nadie, pero el desagrado que le producía la guerra había aparecido tras un invierno que había pasado al borde de la muerte por hambre en los hielos de Stetl, donde se había visto obligado a alimentarse de los restos del brigada de su regimiento, al que tenía gran estima.

—Entonces ¿cuál es vuestro plan? Porque estoy seguro de que tenéis un plan, y espero que incluya algún medio para quitarme de encima este asunto de Conn.

Vipond dejó una carta sobre la mesa. Era de Conn Materazzi. El Mariscal la abrió y empezó a leerla. Cuando terminó, puso la carta de nuevo en la mesa.

—Conn Materazzi tiene muchas cualidades admirables; pero no sabía que la benevolencia fuera una de ellas.

—Vuestro buen ojo para la gente, Mariscal, es una lección para todos nosotros. Funcionó el recurso a la vanidad. Hablé con él y le convencí de que si Cale era castigado por derrotarle, eso le haría quedar en ridículo. Y accedió.

—Pero no podéis dejar que ese muchacho vuestro merodee suelto por Menfis. Los mandatarios de la ciudad no lo permitirán, y yo tampoco. No puedo consentir que la gente piense que miro para otro lado, Vipond.

—Por supuesto que no. Pero todo el mundo sabe que está a mi recaudo. Si escapara, las críticas recaerían sobre mí.

—¿Queréis soltarlo?

—Claro que no. Ese muchacho tiene cualidades únicas. Además, él y sus amigos son las únicas fuentes de conocimiento a nuestro alcance sobre los redentores y sus intenciones. Necesitamos saber mucho más. Ya lo he puesto en marcha, pero los necesito para verificar la información que me llegue. Son demasiado valiosos, más importantes que cualquier espada o que las cabezas magulladas de un grupo de bravucones que obtuvieron lo que se merecían.

—¿Me estáis desafiando, voto a Dios?

—Si os he molestado, mi Señor, presentaré mi dimisión de inmediato.

Materazzi ahogó un gruñido provocado por la irritación.

—¡Miraos! ¡Vuelta a las andadas! No se os puede decir nada sin que os pongáis hecho un energúmeno. Cuanto más viejo, más susceptible os volvéis, Vipond.

—Mis disculpas, Mariscal —dijo Vipond en un falso tono de arrepentimiento—. Tal vez mis heridas me hayan dejado peor carácter del que me gustaría tener.

—¡Exacto! Mi querido Vipond, debéis tener cuidado. Fue una prueba terrible, ¡terrible! Os he retenido demasiado tiempo, algo muy egoísta por mi parte. Necesitáis descansar.

Vipond se puso en pie, asintió a la preocupación del Mariscal con un gesto afirmativo de la cabeza, y se dispuso a marcharse. Pero al acercarse a la puerta, el Mariscal Materazzi le dijo en tono muy amable:

—Así pues, quedamos en que costearéis la reparación de la espada y os encargaréis de ese otro asunto.

17

Dos días después, Cale e IdrisPukke avanzaban lentamente por la Vía Séptima, una de las anchas carreteras empedradas que salían de Menfis y que, tanto de día como de noche, estaban abarrotadas de productos que entraban y salían de aquella ciudad que era el más grande centro comercial del mundo. Tras varias horas en silencio, Cale hizo una pregunta.

—¿Os pusieron en las celdas para espiarme?

—Sí —respondió IdrisPukke.

—No, no es verdad.

—Entonces ¿por qué preguntáis?

—Quería ver si podía fiarme de vos.

—Pues ya veis que no.

—¿Confía en vos el Canciller Vipond?

—Solo si me pone antes un lazo alrededor del cuello.

—Entonces, ¿por qué puso como condición para que no les pasara nada a mis amigos, que me quedara con vos?

—Teníais que habérselo preguntado a él.

—Lo hice.

—Y ¿qué os contestó?

—Que por querer saber, la zorra perdió la cola.

—Pues ahí lo tenéis.

Cale se quedó un instante en silencio.

—¿Qué hizo para asegurarse de que vos permanecíais conmigo?

—Me pagó.

Eso no era completamente falso, pero lo que mantenía a Idris-Pukke con Cale era mucho más que el dinero. Porque para que el dinero tenga alguna utilidad, tiene que haber donde gastarlo, y no había lugar en que pudiera hacerlo en que no pendiera sobre su cabeza una sentencia de muerte, o algo peor. Vipond se había limitado a plantearle a IdrisPukke su futuro, o más bien su falta de futuro, tras lo cual le había ofrecido una posible escapatoria: primero, un lugar razonablemente cómodo en el que ocultarse durante unos meses; y después, si hacía lo que se le pedía, la posibilidad de una serie de indultos temporales que al menos lo mantendrían a salvo de ser ejecutado por algún gobierno que estuviera bajo la férula de los Materazzi.

—¿Y qué me decís de los que me quieren matar y no pertenecen a ningún gobierno? —le había preguntado a Vipond.

—Eso es problema vuestro. Pero si no os separáis del muchacho, os enteráis de algo útil sobre él y lo mantenéis apartado de los problemas, puede que tenga algo para vos.

—No es una gran oferta, Señor.

—Para un hombre de vuestra posición, que es lo mismo que decir sin posición ninguna, creo que es una oferta muy generosa —respondió Vipond, haciéndole un gesto con la mano para que se fuera—. Pero si recibís otra oferta más interesante, mi consejo es que no la desaprovechéis.

—¿Qué vamos a hacer al lugar al que vamos, sea el que sea? —preguntó Cale al cabo de otra hora de silencio.

—Quitarnos de problemas. Y aclarar algunas cosas.

—¿Como...?

—Esperad a que lleguemos.

—¿Sabíais... —preguntó Cale— que nos están siguiendo?

—¿Os referís al tipo ese de aspecto brutal, el de la chaqueta verde?

—Sí —dijo Cale, algo decepcionado.

—Es demasiado evidente, ¿no os parece?

Cale se volvió para mirar, como si también a él le resultara demasiado evidente. IdrisPukke se rio.

—El que se lo haya ordenado espera que lo agarremos y lo dejemos en una zanja, por alguna parte. El verdadero perseguidor va doscientos metros por detrás.

—¿Cómo es?

—He ahí vuestra primera lección. Mirad a ver si lo veis antes de que me encargue de él.

—¿Queréis decir antes de matarlo?

IdrisPukke miró a Cale.

—Pero ¿se puede saber qué clase de sanguinario asesino sois vos? Vipond me dejó claro que no debíamos hacernos notar, y no creo que el mejor modo de conseguirlo sea dejar tras nosotros un rastro de cadáveres.

—Entonces ¿qué es lo que vais a hacer?

—Mirad y aprended, hijito.

Cada ocho kilómetros en cada una de las calzadas que salían de Menfis había un puesto de guardia, ocupado por no más de media docena de soldados. En uno de esos puestos, IdrisPukke, observado por un regocijado Cale, se enzarzó en una disputa con un cabo.

—¡Por Dios Santo, soldado, esta es una orden firmada por el Canciller Vipond en persona!

El cabo hablaba en todo de disculpa, pero con firmeza.

—Lo siento, señor. Parece oficial, pero yo no he visto nunca una cosa de estas. Este tipo de órdenes suele firmarlas el Comandante en Jefe. Sé cómo son y conozco su firma. Intentad comprenderme. Enviaré a buscar al Lugarteniente Webster.

—¿Cuánto llevará eso? —preguntó IdrisPukke, exasperado.

—Hasta mañana, seguramente.

IdrisPukke lanzó un gruñido de frustración y se dirigió a la ventana. Le hizo una seña a Cale para que se acercara y le susurró:

—Esperad fuera.

—Creía que tenía que mirar y aprender.

—No respondáis, limitaos a obedecer. Id a la parte de atrás y que nadie os vea.

Sonriendo, Cale hizo lo que le mandaba. En la parte de atrás del puesto de guardia había cuatro soldados sentados en una tapia, fumando, con pinta de aburrimiento. Cinco minutos después, IdrisPukke salió y le hizo un gesto de cabeza a Cale para que se acercara mientras él llevaba los caballos al camino que salía de la calzada principal.

—Entonces, ¿qué ocurre? —preguntó Cale.

—Va a arrestarlos y los tendrá un par de días encerrados en las celdas.

—¿Cómo ha cambiado de opinión?

—¿A vos qué os parece?

—No lo sé, por eso lo pregunto.

—Lo he sobornado. Quince dólares para él y cinco para cada uno de sus hombres.

Cale se quedó realmente impresionado. Con todo lo malvados, crueles y estrechos de miras que eran los redentores, la idea de que descuidaran su deber por dinero era impensable.

—Tenemos una orden firmada —repuso con indignación—. ¿Por qué tenemos que sobornarlos?

—No sirve de nada enfurruñarse por eso —respondió IdrisPukke, algo irritado—. Míralo simplemente como parte de tu educación, un nuevo hecho del que aprender cómo es la gente. No te creas —siguió con el mismo tono de enojo— que solo porque los redentores te trataron como a un perro, ya lo sabes todo sobre ese montón de bastardos corruptos que constituyen la especie humana.

Y con aquel malhumor siguió el resto del día, sin decir otra palabra.

Tal vez no sea fácil decir por qué estaba tan enfadado IdrisPukke, dado que estaba acostumbrado a cosas mucho peores que ser sableado por un soldado cínico. Pero ¿cuántos de nosotros necesitamos un gran desastre para enfurruñarnos? Perder una llave, tropezar en una piedra o que nos lleven la contraria en un asunto sin importancia es suficiente para irritar incluso a un hombre o una mujer razonables, si se encuentran proclives a ello. No había más, y cualesquiera que fueran los límites de Cale en su comprensión de la naturaleza humana cuando se trataba de gente que no eran malvados fanáticos, tenía la suficiente sensatez como para dejar en paz a IdrisPukke hasta que se calmara. Sin embargo, si IdrisPukke hubiera sabido quién encargaba aquella persecución, hubiera tenido todo el derecho del mundo a enfurecerse y asustarse al mismo tiempo, porque habría comprendido que Kitty la Liebre no hubiera permitido a sus espías que se dejaran ver con tanta facilidad. Los dos hombres que había visto IdrisPukke habían sido encerrados en una celda en menos de una hora, pero lo cierto es que no eran más que señuelos destinados a ser atrapados. Mientras Cale e IdrisPukke volvían a la carretera principal, para abandonarla un día más tarde y encaminarse hacia el bosque Blanco, había otros dos pares de ojos que los seguían, y esta vez eran ojos mucho más astutos. Al entrar en la montaña el sol brillaba y el aire era claro como el agua pura. A IdrisPukke se le había pasado el malhumor del día anterior y había retomado su carácter extrovertido, por lo que había empezado a contarle a Cale todo lo concerniente a su vida, aventuras y opiniones, de las cuales tenía en abundancia. Podríais pensar que a Cale, capaz como era de ser acometido por una rabia y violencia terribles, le fastidiaría que su compañero de viaje se las diera de maestro y lo tratara como alumno, pero tenéis que comprender que Cale todavía era joven, pese a todas sus férreas cualidades, y que el rango y naturaleza de las experiencias de IdrisPukke, sus altos y sus bajos, sus filias y sus fobias, habrían cautivado incluso al oyente más hastiado. No era la menor de las virtudes de IdrisPukke aquella manera que tenía de reírse de sí mismo y aceptar su propia responsabilidad en la mayor parte de sus fracasos. Un adulto que se reía de sí mismo era algo completamente desconocido para Cale, y resultaba prácticamente incomprensible. Para los redentores la risa era ocasión de pecado, una especie de balbuceo inspirado por el mismísimo demonio.

No es que IdrisPukke tuviera ideas alegres sobre el mundo, sino que expresaba su pesimismo con un cierto deleite de entendido y una cierta disposición a incluirse en su sabio cinismo, una disposición que a Cale le resultaba extrañamente reconfortante, además de divertida. Cale no hubiera estado preparado para escuchar a nadie que tuviera una visión alegre sobre el ser humano, pues tal temperamento no podría concordar con su experiencia cotidiana. Pero encontraba que su ira se apaciguaba y le resultaba más llevadera al escuchar a alguien que se reía de la crueldad y la estupidez humanas.

—No hay mejor manera de poner a la gente de buen humor —proclamaba IdrisPukke, sin venir a cuento— que contarle alguna terrible desgracia que le haya ocurrido a uno recientemente.

Y también:

—La vida es un viaje para la gente como vos y como yo, un viaje durante el cual nunca estamos muy seguros de adónde vamos. Durante el camino encontramos un destino nuevo, que parece mejor, y así una vez y otra hasta que uno se olvida completamente del lugar al que se dirigía al principio. Somos como alquimistas: vamos buscando oro, pero mientras pasamos el tiempo sin encontrarlo, hallamos medicinas que nos son útiles, una manera sensata de poner orden en las cosas, y también descubrimos los fuegos de artificio. De hecho, ¡lo único que no encontramos nunca es oro!

Cale se rio.

—¿Por qué debo escuchar lo que decís? La primera vez que os vi, os caísteis a mis pies y, después, el resto de las veces habéis sido apresado.

En el rostro de IdrisPukke apareció una expresión de ligero desdén, como si aquella fuera una objeción habitual a la que apenas merecía la pena responder.

—Entonces aprended de mis errores, Maestro Sinexperiencia, y después aprended del hecho de que, habiendo caminado por los pasillos del poder durante cuarenta años, sigo vivo, que es mucho más de lo que puede decir la mayor parte de la gente con la que he compartido viaje, y eso os incluirá a vos a menos que empecéis a tener más seso del que habéis mostrado hasta ahora.

BOOK: La mano izquierda de Dios
3.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Voices in Summer by Rosamunde Pilcher
South River Incident by Ann Mullen
Snow & Ash: Endless Winter by Theresa Shaver
Dying To Marry by Janelle Taylor
Sex Beast by Bourgoin, Stéphane
Wounds by Alton Gansky
Beyond the Pale Motel by Francesca Lia Block