La mano izquierda de Dios (33 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Ciudad Kitty, Santidad.

—Quiero que le convenzáis de que os ayude a lanzar un ataque usando ese número de soldados: treinta, tal vez cincuenta, lo que juzguéis apropiado. Informaréis a esos soldados de que son ciertos los rumores ya extendidos entre los redentores sobre su espantosa maldad y apostasía, y que serán venerados como mártires los que mueran... que serán todos. Os aseguraréis de que los capitanes que elijáis lleven cada uno un certificado de martirio que explique por qué hacen el trabajo del Señor. Con un poco de buena suerte, algunos vivirán lo suficiente para que los Materazzi les puedan torturar y hacer que lo cuenten todo. Esta vez no quiero que haya ninguna posibilidad de que nuestras acciones queden en secreto. ¿Lo comprendéis?

—Sí, Santidad —respondió el Padre Roy, completamente pálido.

—Habéis perdido el color, Padre. Debo aclararos que no os exijo vuestra propia muerte. Todo lo contrario. Además, deberíais elegir soldados que hayan caído en desgracia por algún motivo. Lo que os pido es un mal necesario.

Al comprender que no se requería el sacrificio de su propia vida despreciable, el color regresó a las mejillas del Padre Roy.

—Kitty la Liebre —dijo— querrá saber en qué se mete. Y no es fácil que juzgue adecuado a sus intereses verse envuelto en un asunto tan dudoso como este.

Bosco le hizo un gesto para que se fuera.

—Prometedle lo que queráis. Decidle que cuando venzamos le nombraremos Sátrapa de Menfis.

—El no es idiota, Santidad.

Bosco exhaló un suspiro y meditó un instante.

—Llevadle la estatua de oro de la Venus Lujuriosa de Estrabón.

El Padre Roy puso cara de asombro.

—Creí que la habían roto en diez pedazos y arrojado al volcán de Delfos.

—Eso no es más que un rumor. Por blasfema y obscena que sea, la estatua henchirá los oídos de ese amigo vuestro y le volverá sordo a las preguntas que él mismo se haga, sea idiota o no lo sea.

26

Durante las semanas siguientes, Cale experimentó el autodestructivo placer de hacerle la vida desagradable a alguien a quien se adora pero se odia. Si vamos a decir la verdad, cosa que él no hacía, aquel placer lo estaba enfermando.

No se había planteado realmente qué era lo que buscaba convirtiéndose en escolta de Arbell Cuello de Cisne. Sus sentimientos hacia ella (un deseo y un resentimiento igualmente intensos) serían difíciles de reconciliar para cualquiera, no digamos para alguien que era una mezcla tan extraña de experiencias brutales y completa inocencia. Tal vez si Cale hubiera tenido cierto atractivo, eso hubiera podido impedirle a ella apocarse cada vez que él le hablaba, pero ¿dónde podía encontrarse algún atractivo en semejante muchacho? La aversión que sentía Arbell ante su presencia era, comprensiblemente, una gran herida para él, pero él no sabía responder de otro modo que siendo más hostil con ella.

Para Riba, aquel extraño ambiente entre Cale y su señora era fuente de grandes inquietudes. A ella le gustaba Arbell Cuello de Cisne, aunque tuviera mayores ambiciones que ser la doncella de una señora, no importaba lo importante que fuera esa señora. Arbell era bondadosa y amable y, al descubrir la inteligencia de su doncella, empezó a comportarse con ella de manera muy natural y abierta. No obstante, Riba sentía por Cale una simpatía que se acercaba a la veneración. El había arriesgado su vida para salvarla de algo terrible que no solía recordar sino en sus pesadillas. No podía comprender, por tanto, la frialdad de Arbell hacia él, y decidió hacer algo por corregirla.

La manera en que lo hizo podría parecerle extraña a un observador: fingiendo que tropezaba, le echó encima a Cale el contenido de una taza caliente de té, y lo hizo a propósito, asegurándose previamente de que el agua del té no quemaba demasiado, para lo cual había añadido un poco de agua fría. Pese a lo cual estaba bastante caliente. Profiriendo un grito de dolor, Cale se arrancó la túnica de algodón que llevaba puesta.

—Lo siento, lo siento —repitió Riba muy inquieta, agarrando una taza de agua fría que había colocado cerca intencionadamente y echándosela encima—. ¿Estás bien? Lo siento mucho.

—Pero ¿qué te pasa? —preguntó, aunque sin enfado—. Primero, intentas abrasarme y, ahora, ahogarme.

—¡Ah! —exclamó Riba, sin aliento—. Lo siento muchísimo. —Siguió disculpándose, tendiéndole una pequeña toalla y armando mucho alboroto.

—Está bien, sobreviviré a esta —dijo mientras se secaba. Saludó a Arbell con una inclinación de la cabeza—. Pero ahora tengo que cambiarme. Por favor, no dejéis vuestros aposentos hasta que regrese. —Y diciendo eso, se fue. Entonces Riba se volvió para ver si había funcionado su estratagema. Pero como suele ocurrir con las estratagemas complicadas, tuvo un efecto también complicado. Lo que encendió la compasión de Arbell, y de un tipo que nunca habría imaginado que pudiera sentir por Cale, fue verle la espalda cubierta de cicatrices y verdugones. Apenas había un centímetro de su piel libre de las marcas de su brutal pasado.

—Lo habéis hecho a propósito.

—Sí —admitió Riba.

—¿Por qué?

—Para que vierais lo que ha sufrido. Y para que, con el debido respeto, no seáis tan desagradable con él.

—¿Qué queréis decir? —preguntó la asombrada Arbell.

—¿Puedo hablar con franqueza?

—¡No, no podéis!

—Habiendo llegado hasta aquí, lo haré de todas maneras.

Arbell no era una pomposa aristócrata, para lo que se suele estilar entre ellos, pero nadie, no solo ninguna criada, sino nadie en absoluto le había hablado nunca de aquella manera, salvo su padre. Estaba tan anonadada que le faltaban las palabras.

—Vos y yo, Mademoiselle —se apresuró a decir Riba—, podemos no tener mucho en común ahora, pero en otro tiempo yo gozaba de todos los caprichos y mi expectativa era una vida consagrada tan solo a recibir y otorgar placer. Todo eso se acabó en una hora en la que aprendí lo horrible, lo increíble y cruel que es la vida.

Entonces ella le contó a su anonadada señora los detalles, sin ahorrar nada del destino de su amiga ni de la manera en que Cale lo había arriesgado todo, exponiéndose a una muerte más horrible aún por salvarla a ella.

—Mientras atravesábamos el Malpaís me dijo muchas veces que salvarme era la cosa más tonta que había hecho nunca.

—¿Y le creéis? —Hizo la pregunta y ahogó un grito. Riba se rio.

—No estoy segura. Creo que a veces lo piensa y a veces no. Pero le vi la espalda cuando nos lavábamos en una de las pozas del Malpaís (Dios sabrá cómo la encontró en aquel horrible lugar). Y Henri me explicó lo que le hacían a Cale. Desde que era un niño pequeño, ese Padre Bosco lo señalaba a él entre los demás por el más leve detalle. Lo acusaba por nada, cuanto más insignificante fuera el motivo, mejor: por rezar con los pulgares cruzados, por no alargar lo suficiente el rabo del nueve... Entonces lo arrastraba ante los demás y le propinaba una feroz paliza: lo derribaba al suelo de un puñetazo y le daba patadas. Y de esa forma lo convirtió en un asesino.

Para entonces, Riba se había empezado a alterar por un resentimiento no dirigido únicamente contra los redentores.

—Así que lo que me parece sorprendente es que él se moleste en ofrecernos a vos o a mí un moco de sus narices, no digamos ya que arriesgue su vida para salvar la nuestra.

Aunque no parecía posible, los ojos de Arbell Cuello de Cisne se abrieron aún más ante aquella sorprendente figura del discurso.

—Por tanto, Mademoiselle, pienso que ya es hora de que dejéis de mirarlo por encima de vuestra hermosa nariz, y le mostréis la gratitud y la compasión que merece.

Para entonces, Riba había olvidado en parte la pureza de las intenciones que tenía al comenzar su reprimenda, y había empezado a gozar de su indignación y del malestar de su señora. Pero no era tonta, y comprendió que no debía seguir. Hubo un largo silencio, acentuado por los numerosos parpadeos de Arbell, que hacía esfuerzos para que no se le cayeran las lágrimas. Miró a su alrededor con los ojos empañados y después volvió a mirar a Riba, y otra vez a la estancia. Exhaló un prolongado suspiro.

—No lo comprendía. No lo he comprendido hasta ahora.

Entonces se oyó llamar a la puerta, y entró Cale. Pese a que el ambiente de la estancia había cambiado por completo desde que él se fuera, él no notó nada diferente. Aquel cambio, sin embargo, era más profundo de lo que imaginaba Riba e incluso de lo que comprendía la joven. Arbell Cuello de Cisne, la mujer más bella y deseada de todas las mujeres deseadas, había quedado embargada por la compasión al ver las terribles cicatrices de la espalda de Cale, pero también por algo menos noble: un ansia tan intensa como inesperada. Desnudo hasta la cintura, Cale suponía un absoluto contraste con los esbeltos cuerpos de los Materazzi, por fuertes y ágiles que fueran. Cale era ancho de hombros y prodigiosamente estrecho de cintura. No tenía nada de elegante. Era todo músculo y fuerza, como un buey o un toro. No había nada lindo en su torso, nadie hubiera hecho una escultura de aquella masa de nervios y cicatrices. Pero al verlo de aquel modo algo le dio un vuelco a Arbell Materazzi... y no era solo el corazón.

27

—En fin, Padre —susurró Kitty la Liebre, acariciando con las uñas la madera de la mesa en que reposaba la estatua de oro de la Venus Lujuriosa de Estrabón. El débil sonido de su voz producía en el Padre Roy la sensación de que algo peor de lo imaginable trataba de penetrarle suavemente en el oído—. Todo esto es muy extraño —prosiguió Kitty la Liebre mirando la estatua. O al menos el Padre Roy tuvo la sensación de que la estaba mirando, pues, como siempre, el rostro de Kitty la Liebre estaba tapado por una capucha gris, algo que agradecía inmensamente el redentor.

—La estatua es vuestra si nos ayudáis. ¿Qué más dan los motivos que tengamos nosotros?

Prosiguieron aquellos distraídos arañazos de las uñas en la madera. El redentor estuvo a punto de dar un salto del susto cuando esos arañazos se detuvieron, la mano cubierta avanzó hacia la estatua, y la tela gris se deslizó, dejando la mano de Kitty la Liebre al descubierto... solo que no se trataba de una mano. Imaginaos algo gris cubierto de pelo, aunque no mucho, una pata de perro solo que más larga, mucho más larga, y con uñas moteadas, y aun así lo que imaginéis no se acercará mucho. Sus uñas acariciaron la estatua durante un momento, con la suavidad de una madre que acariciara la carita de su bebé, y se retiraron.

—Una hermosa pieza —dijo Kitty la Liebre gorjeando—. Me habían dicho que la habían roto en diez pedazos y la habían tirado al volcán de Delfos.

—Es evidente que no.

Exhaló un largo suspiro que el redentor pudo sentir en el rostro como el aliento caliente y húmedo de un perro grande y hostil.

—No lo lograréis —susurró Kitty la Liebre.

—Eso es opinable.

—Eso es seguro —repuso bruscamente Kitty la Liebre.

—Es cosa nuestra.

—Estáis tratando de emprender una guerra, y eso también es cosa mía.

Hubo un largo silencio.

—El hecho es —prosiguió Kitty la Liebre— que no tengo objeciones que hacer a una guerra. En el pasado siempre me han venido bien. Os sorprendería, estimado Padre, saber cuánto dinero puede amasarse suministrando comida de baja calidad y bebida y ollas y sartenes incluso para la más insignificante de las guerras. Quiero una garantía por escrito de que, si ganáis, ninguna de mis posesiones sufrirá daño y podré viajar con protección a donde quiera.

—Concedido.

Ninguno creía al otro. Kitty la Liebre estaba ciertamente contento por la oportunidad de ganar dinero que le proporcionaba una guerra, pero sus planes iban mucho más allá.

—Llevará algún tiempo —dijo Kitty la Liebre suspirando y derramando al hacerlo otra vaharada de aliento caliente y húmedo—. Pero tendré los planes listos en tres semanas.

—Demasiado tiempo.

—Tal vez, pero eso es lo que tardarán. Id con Dios.

Y entonces acompañaron al Padre Roy desde los aposentos privados de Kitty la Liebre al patio, y de allí a la propia ciudad. Se había congregado una multitud para ver cómo colgaban en la horca a dos chicos que no pasarían de los dieciséis años. Alrededor del cuello tenso de terror tenían escrito: «VIOLADOR».

—¿Qué es un violador? —preguntó al guardia el Padre Roy, en quien el mal y la inocencia convivían satisfactoriamente.

—Uno que quiere irse sin pagar —fue la respuesta.

Inmerso en sus pensamientos, Cale se dirigía hacia los aposentos de Arbell Cuello de Cisne, ahora cautelosamente acordonados. Pese a sus profundos recelos y resentimientos, hasta él había empezado a notar que el trato que ella le dispensaba se había suavizado. Ya no lo fulminaba con la mirada, ni se estremecía cada vez que él se acercaba. A veces incluso se preguntaba si aquella nueva forma de mirar de sus ojos (aunque no podía, por supuesto, reconocerla como piedad y deseo) podría tener algún significado. Pero rápidamente desechaba tales ideas por absurdas. Y, sin embargo, algo extraño sucedía. Perdido en aquellos pensamientos, era apenas consciente de un grupo de muchachos de unos diez años que, al borde del campo de entrenamiento, se miraban de mala manera y se tiraban piedras unos a otros. Al acercarse se dio cuenta de que uno de ellos era bastante mayor que los otros, como de unos catorce años, y era tan alto, esbelto y apuesto como solían ser los jóvenes Materazzi a esa edad. Lo curioso era que los niños no se tiraban piedras entre sí, sino que se las tiraban al muchacho más mayor, al que además le gritaban cosas como: «¡Imbécil! ¡Idiota! ¡Gilipollas babeante! ¡Zurullo papamoscas!». Y a continuación le tiraban las piedras. Pese a su tamaño, el muchacho grande se limitaba a dar vueltas confuso y aterrorizado, mientras le golpeaban las piedras. Entonces una le dio en la frente, y se desplomó. Cuando los niños empezaron a correr hacia él para darle patadas, llegó Cale, agarró a uno de ellos por la oreja, y a otro le puso la zancadilla y le dio una patada floja mientras estaba tendido en el suelo. En un instante, el grupo emprendió la huida, gritando insultos al tiempo que corrían.

—¡Si os vuelvo a ver, marranos —les gritó Cale—, probaréis mis botas en el bullarengue!

Cale se agachó sobre el muchacho que yacía en el suelo.

—No pasa nada, se han ido —le dijo al chico lloroso que tenía al lado, que se tapaba la cara con la mano y se encogía hasta hacerse una bola. No hubo respuesta. El muchacho, simplemente, seguía lloriqueando—. No te haré daño. Ya se han ido. —Pero siguió sin haber respuesta. Algo irritado, Cale le tocó en el hombro. El muchacho revivió entonces, y le atacó con tal rapidez que le dio con la mano en la frente. Con un grito de sorpresa y dolor, Cale dio un salto atrás, mientras el muchacho lo miraba profundamente sorprendido y retrocedía hacia un muro, aterrorizado, buscando en torno a él a sus agresores.

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