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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (35 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—El señor conde quiere burlarse del pobre saber de un monje afirmando que esta materia cérea es plata, porque no veo en ella ni un solo punto que se le parezca.

—Os lo haré ver bien pronto —dijo el conde.

Tomó un pedazo grande de carbón de una pila dispuesta cerca de los hornos y una vela de sebo de un frasco de boca ancha de la estantería. Encendió la vela en la llama del horno, hizo con un punzón de hierro un hueco pequeño en el carbón, dispuso en él un guisante de plata
corné
que tenía un color gris amarillento sucio y semitranslúcido, añadió un poco de bórax, diciendo lo que era, y después, tomando un tubo de cobre encorvado, lo acercó a la llama de la vela y sopló sobre el agujerito, lleno de las dos sustancias salinas. Estas se fundieron, se hincharon y cambiaron de color, y en seguida aparecieron una serie de glóbulos metálicos que, soplando más fuerte, el conde fundió en una sola lenteja brillante. Alejó la llama y sacó con la punta de un cuchillo el diminuto y brillante lingote.

—Ved la plata fundida que he sacado delante de vos de esta roca de extraño aspecto.

—¿Y operáis con la misma sencillez en la transmutación del oro?

—No hago transmutación ninguna. No hago sino extraer los metales preciosos de los minerales que los contienen ya, pero en estado no metálico.

El monje parecía poco convencido. Tosió un poco y miró en derredor.

—¿Qué son esos tubos y esas cajas puntiagudas?

—Un sistema a la manera china de canalización de aguas para lavar arenas auríferas y captar el oro por el mercurio.

Cabeceando, el religioso se acercó con circunspección a un horno que roncaba y sobre cuyos fuegos se veían unos cuantos crisoles, algunos ya al rojo.

—He aquí, en verdad, una hermosa instalación —dijo—, pero no se parece ni remotamente al
atanor
o célebre
casa del pollo del sabio.

Peyrac estuvo a punto de ahogarse de risa; después, ya tranquilo, se disculpó.

—Perdonadme, padre, pero la última colección de esas venerables estupideces quedó destruida en la explosión del oro tonante de que monseñor fue testigo el otro día.

Bécher adoptó una expresión deferente.

—Monseñor, en efecto, me ha hablado de eso. ¿De modo que conseguís hacer un oro inestable y que estalla?

—Llego hasta a fabricar mercurio fulminante, no quiero ocultároslo.

—Pero, ¿y el huevo filosófico?

—Lo tengo en la cabeza.

—¡Blasfemáis! —dijo el monje con agitación.

—¿Qué historia es ésa del pollo y del huevo? —exclamó Angélica—. Nunca he oído hablar de ello.

Bécher le dirigió una mirada despectiva. Pero viendo que el conde de Peyrac disimulaba una sonrisa y que el caballero de Germontaz bostezaba sin recato, se contentó, a falta de cosa mejor, con aquel modesto auditorio femenino.

—Dentro del huevo filosófico es donde se realiza la Gran Obra —dijo, dirigiendo su agudo mirar de fuego a los ojos candidos de Angélica—. La conducción de la Gran Obra se realiza sobre el oro purificado, el Sol, y la plata fina, la Luna, a los cuales se debe mezclar azogue, Mercurio. El hermetista los somete, en el huevo filosófico o matraz sellado, a los ardores crecientes y decrecientes de un fuego bien regulado, Vulcano. Lo cual tiene por efecto desarrollar en el compuesto las potencias generadoras de Venus, de las cuales la especie visible es la piedra filosofal, sustancia regenerativa. De ahí en adelante las reacciones han de desarrollarse en el huevo según un orden cierto que permite vigilar la cocción de la materia.
Lo importante, sobre todo, es atender a los tres colores:
negro, blanco y rojo, que indican, respectivamente, la putrefacción, la ablación y la rubefacción de la piedra filosofal. En una palabra, la alternancia de la muerte y resurrección por la cual, según la antigua filosofía, debe pasar para reproducirse toda sustancia que vegeta. El espíritu del mundo, mediador obligatorio del alma y el cuerpo universal, es la causa eficiente de las generaciones de todo orden, la que vitaliza los cuatro elementos. Este espíritu está contenido en el oro, pero, ¡ay!, permanece en él inactivo y prisionero. El sabio es quien debe libertarlo.

—¿Y cómo procedéis, padre, para libertar a ese espíritu que es la base de todo y está prisionero en el oro? —preguntó amablemente el conde de Peyrac.

Pero el alquimista era insensible a la ironía. Con la cabeza echada hacia atrás seguía su viejo sueño.

—Para libertarlo se necesita la piedra filosofal. Y ni siquiera ella basta… Hay que darle impulso con ayuda de la piedra de proyección, cebo del fenómeno que lo transformará
todo en oro puro.

Quedóse un momento silencioso, hundido en sus pensamientos.

—Después de años y años de rebusca creo poder decir que he llegado a ciertos resultados. Así, juntando el mercurio de los filósofos, principio hembra, con el oro, que es macho, pero un oro elegido, puro y en hojas, puse la mezcla en el
atanor o casa del pollo del sabio,
santuario o tabernáculo que todo laboratorio de alquimista debe poseer. Este huevo, que era un crisol en forma de óvalo perfecto y sellado herméticamente para que nada de la materia pudiera exhalarse de él, fue colocado por mí mismo en una escudilla llena de cenizas y metido en el horno. Desde entonces, ese mercurio, gracias al calor y con su azufre interior excitado por el fuego que yo mantenía continuamente en el grado y la proporción necesarios, ese mercurio, digo, llegó a disolver el oro sin violencia y lo redujo al estado de átomos. Al cabo de seis meses obtuve un polvo negro al que yo llamé
tinieblas ciméricas.
Con este polvo me fue posible formar ciertas partes de objetos de metal vivo en oro puro, pero, ¡ay!, el germen vital de mi
purum aurum
no era aún lo bastante fuerte, porque nunca pude transformarlo en profundidad y totalmente.

—Pero, sin duda, padre, ¿habréis intentado fortalecer ese germen moribundo? —interrogó Joffrey de Peyrac mientras un relámpago divertido le brillaba en los ojos.

—Sí, y en dos ocasiones creo haber estado muy cerca de la meta. La primera vez he aquí cómo procedí. Hice digerir durante doce días zumos de mercurial, verdolaga y celidonia en estiércol. Después destilé el producto y obtuve un líquido rojo que volví a hundir en el estiércol. Nacieron gusanos que se devoraron unos a otros, excepto uno que se quedó solo. Alimenté a ese gusano único con las tres plantas precedentes hasta que engordó. Entonces lo quemé y lo reduje a cenizas y mezclé su polvo con aceite de vitriolo y el polvo de las tinieblas ciméricas. Pero todo ello fue de pobre resultado.

—¡Qué asco! —exclamó el caballero de Germontaz.

Angélica lanzó una mirada espantada a su marido, pero éste permanecía impasible.

—¿Y la segunda vez? —preguntó.

—La segunda vez tuve una gran esperanza. Fue cuando un viajero que había naufragado en orillas desconocidas me entregó tierra virgen que ningún hombre había hollado antes que él, me aseguró. En efecto, la tierra absolutamente virgen encierra la simiente o germen de los metales, es decir, la verdadera piedra filosofal. Pero sin duda aquel fragmento de tierra no era completamente virgen —concluyó el sabio religioso con aire lamentable—, porque no obtuve los resultados que esperaba.

Ahora también Angélica sentía deseos de reír. Un poco precipitadamente, para disimular su hilaridad, preguntó:

—Pero vos mismo, Joffrey, ¿no me habéis contado que una vez naufragasteis en una isla desierta, cubierta de brumas y de hielo?

El monje Bécher se estremeció, y con ojos iluminados sujetó al conde de Peyrac por los hombros.

—¿Habéis naufragado en una tierra desconocida? Lo sospechaba, lo sabía. ¿Sois, pues, aquel de quien hablan nuestros, escritos herméticos, el que vuelve de la
«parte posterior
del mundo, allí donde se oye rugir el trueno, soplar el viento, caer el granizo y la lluvia? En ese lugar es donde ha de encontrarse la cosa, si se la busca».

—Un poco había allí de lo que describís —dijo con indiferencia el conde—. Añadiré que también había una montaña de fuego en medio de hielos que me parecieron eternos. Ni un solo habitante. Son los parajes de la Tierra del Fuego. Me salvó un velero portugués.

—Daría mi vida y hasta mi alma por un pedazo de esa tierra virgen.

—¡Ay, padre! Confieso que no se me ocurrió traerla.

El monje le lanzó una mirada sombría y suspicaz, y Angélica vio muy bien que no le creía. Los ojos claros de la joven iban de uno a otro de los tres hombres que estaban de pie ante ella, en aquel extraño lugar lleno de tubos de ensayo y potes… Apoyado en el montante de ladrillos de uno de sus hornos, Joffrey de Peyrac, el Gran Rengo del Languedoc, dejaba caer sobre sus interlocutores una mirada altanera e irónica. No se esforzaba por ocultar en qué poca estima tenía al viejo Don Quijote de la Alquimia y al Sancho Panza lleno de cintajos.

Frente a aquellos dos personajes grotescos, Angélica lo vio tan grande, tan libre, tan extraordinario, que un sentimiento excesivo hinchó su corazón hasta hacerle daño. «Lo amo —pensó de pronto—. Lo amo y tengo miedo. ¡Ay, que no le hagan mal! No antes… No antes…» Temerosa, no se atrevía a completar su deseo. «No antes de que me haya estrechado entre sus brazos…»

XXI
Corte de Amor en el palacio del Gay Saber

—El amor —dijo Joffrey de Peyrac—, el arte de amar es la preciosísima cualidad de nuestra raza. He viajado por muchos países, y en todas partes he visto que nos conceden esa prerrogativa. Alegrémonos, señores, y vosotras, señoras, enorgulleceos, pero unos y otras tengamos cuidado. Porque nada es más frágil que esa reputación si no acuden a mantenerla un corazón sutil y un cuerpo sabio. —Inclinó el rostro, cubierto con un antifaz de terciopelo negro y enmarcado por su negrísima cabellera, y todos vieron brillar su sonrisa— He aquí por qué estamos reunidos en este palacio del
Gay Saber.
Sin embargo, no os invito a volver al pasado. Sí, evocaré a nuestros maestros del
Arte de Amar,
que antaño despertó los corazones de los hombres al amor, pero no descuidemos lo que los siglos siguientes han ofrecido para nuestro perfeccionamiento: el arte de conversar, de entretener, de hacer brillar el propio ingenio, y también, goce más sencillo, pero que tiene su importancia, el arte de comer bien y beber bien para estar en disposición amorosa.

—¡Ah, eso me agrada más! —rugió el caballero de Germontaz—. El sentimiento… ¡Bah! Yo me como medio jabalí, tres perdices y seis pollitos; me bebo una botella de champaña, y, andando, hermosa mía, hagámonos el amor!

—Y cuando la tal hermosa se llama la señora de Montmaure, cuenta que sabéis roncar muy bien y muy ruidosamente, pero que eso es todo.

—¿Eso cuenta? ¡Oh, traidora! Es verdad que en cierta ocasión, encontrándome un poco pesado…

Una carcajada general interrumpió al obeso caballero, que, poniendo al mal tiempo buena cara, levantó la tapadera de plata de una de las fuentes y tomó con dos dedos un ala de ave.

—Yo, cuando como, como. No soy como vosotros, que lo mezcláis todo e intentáis poner refinamiento donde no hace falta ninguno.

—¡Oh, cerdito grosero —dijo amablemente el conde de Peyrac—, con qué placer os contemplo! Personificáis muy bien todo lo que hemos desterrado de nuestras costumbres. Ved, señores; mirad, señoras: ahí está el descendiente de aquellos cruzados que prendieron millares de hogueras entre Albi, Toulouse y Pau. Tan ferozmente envidiaban esta tierra hechicera, donde se cantaba el amor a las damas, que la redujeron a cenizas e hicieron de Toulouse una ciudad intolerante, desconfiada, ante los duros ojos del fanático. No olvidemos…

«No debiera hablar así», pensó Angélica.

Porque si muchos concurrentes se reían, vio brillar en ciertos ojos negros un fulgor cruel. Era cosa que siempre la había sorprendido aquel rencor de las gentes del Mediodía por un pasado de hacía cuatro siglos. El horror de la cruzada contra los albigenses debió de haber sido tal que aún se oía en los campos a las madres amenazar a los chiquillos con llamar al terrible Montfort. Joffrey de Peyrac se complacía en atizar aquel rencor, menos por fanatismo provincial que por horror hacia toda estrechez de espíritu, hacia toda grosería y estupidez.

Sentada al otro extremo de la inmensa mesa, Angélica lo veía vestido de terciopelo carmesí y constelado de diamantes. Su rostro enmascarado y sus cabellos negros realzaban la blancura de su cuello de encaje de Flandes, de los vuelos de los puños y de sus manos largas y vivas, en cada uno de cuyos dedos llevaba un anillo.

Ella vestía de blanco, y esto le recordó especialmente el día de su boda. Aquella vez, los más grandes señores del Languedoc y la Gascuña estaban presentes y animaban las dos grandes mesas del banquete, servido en la gran galería del palacio. Pero hoy, entre esa brillante sociedad, no había ni ancianos ni eclesiásticos. Ahora que Angélica podía unir un nombre a cada rostro, reconocía que la mayor parte de las parejas que la rodeaban eran ilegítimas. Andijos había llevado consigo a su amante; la señora de Saujac inclinaba zalameramente su cabecita morena sobre el hombro de un capitán con dorado mostacho. Caballeros que habían venido solos se acercaban a damas llegadas sin compañía protectora a la célebre
Corte del Amor.

De aquellos hombres y mujeres, todos lujosamente vestidos, se desprendía una impresión de juventud y belleza. Los candelabros y las antorchas hacían brillar el oro y las piedras preciosas. Las ventanas estaban abiertas de par en par; para alejar los mosquitos se quemaban en pequeñas cazuelas hojas de citronela e incienso, y su perfume embriagador se mezclaba con el de los vinos.

Angélica se veía rústica y fuera de lugar, como una flor del campo en un parterre de rosas. Sin embargo, estaba muy hermosa, y su porte no tenía nada que envidiar al de las damas más encopetadas. La mano del duquesito de Forba de los Ganges rozó su brazo desnudo.

—¡Qué pena, señora —murmuró—, que semejante dueño os posea! Porque esta noche no tengo miradas sino para vos.

Angélica le golpeó en los dedos muy suavemente con el abanico.

—No os apresuréis a poner en práctica lo que aquí os enseñan. Escuchad más bien las cuerdas palabras de la experiencia… «¡Ay de aquel que se apresura y se vuelve a todos los vientos!» ¿No habéis observado qué naricilla picara y qué sonrosadas mejillas tiene vuestra vecina de la derecha? Me dijeron que es una viudita que se alegraría de que la consolasen de la muerte de un marido muy viejo y gruñón.

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