La Marquesa De Los Ángeles

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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La protagonista de la historia, que se desarrolla en el siglo XVII, es Angélica de Sancé, una bella joven que, a pesar de ser noble, no tiene renombre y cuya familia, que habita en Monteloup, ubicada en la región francesa del Poitou-Charentes, está al borde de la bancarrota. Su familia la envía a un convento donde pasa su adolescencia, hasta que su padre la compromete en matrimonio con un rico conde de la región de Toulouse, del que se dice es más rico que el rey, tiene una pierna coja y, se dice, ha hecho un pacto con el demonio porque la gente no se explica de dónde proviene su riqueza. Angélica se casa de mala gana, pero lo hace por salvar a su familia de la ruina, y aunque no ama en un principio a su esposo, Joffrey de Peyrac de Morens d`Irristru, poco a poco comienza a enamorarse de él. Sin embargo, ellos no sospechan que se está tramando una conspiración contra ellos, una venganza por un acto que Angélica cometió cuando pequeña, y cuyos principales perpetradores, desde las sombras, son el intendente Nicolás Fouquet, con la ayuda del hermano del rey, clérigos que odian al conde… y el mismísimo Luis XIV, Rey-Sol. Pero lo que estos enemigos varios no saben es que cuando Angélica ponga sus pies en la corte, Versalles nunca volverá a ser la misma.

Anne Golon

Marquesa de los Ángeles

Angélica - 1

ePUB v1.0

elchamaco
30.04.12

ePUB v1.0 Elchamaco
30.04.12

Maquetado.

Del original

Título
Angélique, the Marquise of the Angels

Fecha de publicación
1956

De la traducción

Traducción
Fleya de Ugalde

Fecha de publicación
01.1976

ISBN
978-84-96952-06-5

Descripción: 320 p. 23x15 cm

Encuadernación: rústsolap.

Materia/s: F - Ficción Y Temas Afines

PRIMERA PARTE
(1645)
I
La infancia de Angélica en el castillo campesino

—Nodriza —preguntó Angélica—, ¿para qué mataba tantos niños Gil de Retz?

—Para el demonio, hijita. Gil de Retz, el ogro de Machecoul, quería ser el señor más poderoso de su tiempo. En su castillo no había más que crisoles, alambiques, marmitas llenas de caldos rojos y vapores espantables. El diablo pedía que le ofreciese en sacrificio el corazón de una criaturita. Así empezaron los crímenes. Y las madres, aterradas, señalaban con el dedo el torreón negro de Machecoul, rodeado de cuervos, tantos cadáveres de niños inocentes había en sus calabozos subterráneos.

—¿Se los comía a todos? —preguntó Madelón, la hermanita pequeña de Angélica, con voz temblorosa.

—A todos, no. No hubiera podido —respondió la nodriza.

Inclinada sobre el caldero en que el tocino y las coles hervían despacito, revolvió la sopa en silencio. Hortensia, Angélica y Madelón, las tres hijas del barón de Sancé de Monteloup, cuchara en ristre junto a sus escudillas, esperaban con ansiedad la continuación del relato.

—Hacía algo peor que comérselos —continuó al fin la nodriza, con voz llena de rencor—. Primero hacía que trajesen a su presencia al pobrecillo o a la pobrecilla, que, temblando de miedo, llamaba a gritos a su madre. El señor, tendido en su lecho, se refocilaba con el espanto de la criatura. Después hacía que la colgasen de la pared, en una especie de horca que le iba apretando el pecho y el cuello y que la ahogaba, aunque no lo bastante para darle muerte. El niño pataleaba como un pollo colgado, se apagaban sus gritos, los ojos se le salían de las órbitas, se ponía azul. Y en la sala grande no se oían más que las risas de los hombres crueles y los gemidos de la víctima. Entonces, Gil de Retz lo mandaba descolgar, lo sentaba sobre sus rodillas y apoyaba la frente del pobre angelote contra su pecho. Le hablaba con dulzura. «No ha sido nada grave —decía—. No queríamos más que divertirnos. Pero ya se acabó.» Ahora le darían confites, tendría un hermoso lecho con colchón de plumas, un traje de seda como un pajecito. El chiquillo se tranquilizaba. Un fulgor de alegría brillaba en sus ojos llenos de lágrimas. Entonces el señor, súbitamente, le hundía la daga en el cuello. Pero lo más espantoso era cuando robaba a las mozas muy jóvenes.

—¿Qué les hacía? —preguntó Hortensia.

Entonces fue cuando intervino el viejo Guillermo, que, sentado en un rincón junto al hogar, estaba raspando un taco de tabaco. Más que hablar, gruñía, y la voz parecía enredársele en la maraña de las barbas amarillentas:

—¡Cállate, vieja loca! Hasta a mí, que soy un guerrero, me revuelves el corazón con tus cuentos fantásticos.

—¿Cuentos fantásticos…? Ya se ve que no has nacido en el Poitou ni por asomo, Guillermo Lützen. No tienes más que echar a andar camino de Nantes y no tardarás en encontrar el maldito castillo de Machecoul. Hace ya dos siglos que se cometieron los crímenes y todavía se santiguan las gentes que pasan por los alrededores. Pero tú no eres de esta tierra y no sabes nada de sus antepasados.

—¡Hermosos antepasados, si todos son como vuestro Gil de Retz!

—Gil de Retz fue tan grande en el mal que ninguna tierra, fuera del Poitou, puede jactarse de haber tenido un criminal como él. Y cuando murió, juzgado y condenado en Nantes, dándose golpes en el pecho, confesando su culpa y pidiendo perdón a Dios, todas las madres a cuyos hijos había torturado y se había comido llevaron luto por él.

—¡Eso sí que es grande! —exclamó el viejo.

—Así somos nosotros, las gentes del Poitou. ¡Grandes en el mal, grandes en el perdón!

Hosca, la nodriza, arregló los cacharros sobre la mesa y abrazó con pasión al niño Dionisio.

—Verdad es —dijo— que fui poco a la escuela, pero sé distinguir lo que es un cuento para la velada y lo que es un relato de los tiempos pasados. Gil de Retz fue un hombre que existió verdaderamente. Su alma andará aún errante junto a Machecoul, pero su cuerpo se ha podrido en esta tierra nuestra. Por eso no se puede hablar de él a la ligera, como de las hadas y de los duendes que se pasean entre las grandes piedras plantadas en los campos. Aunque tampoco convenga demasiado burlarse de tales espíritus malignos…

—Y de los fantasmas, nodriza, ¿se puede uno burlar? —preguntó Angélica.

—Más vale que no, preciosa. Los fantasmas no son malos, pero la mayor parte de ellos están tristes y son recelosos, y ¿para qué aumentar con burlas los tormentos de esos infelices?

—¿Por qué llora la señora anciana que se aparece, en el castillo?

—¿Quién será capaz de saberlo? La última vez que me encontré con ella, hace seis años, entre la antigua sala de guardias y el corredor grande, me pareció que ya no lloraba, tal vez gracias a las preces que vuestro abuelo había hecho rezar por su alma en la capilla.

—Yo he oído sus pasos en la torre —afirmó Nanette, la criada.

—Sería una rata. La anciana dama de Monteloup es discreta y no quiere molestar a nadie. Acaso fue ciega. Muchos se lo figuran porque alarga siempre la mano hacia adelante como si fuera buscando a tientas. Pero ¿qué busca? A veces se acerca a los niños y les pasa la mano por la cara.

La voz de Fantina se tornaba lúgubre.

—¿Quién sabe si no va buscando algún niño muerto?

—Buena mujer, tienes el espíritu más macabro que la vista de un osario —volvió a protestar el abuelo Guillermo—. Es posible que vuestro señor de Retz, del que tanto te enorgullece ser paisana, a dos siglos de distancia, sea un gran hombre y que la dama de Monteloup sea muy respetable, pero yo te digo que no está bien volver locas a estas niñas, que están tan asustadas que se les olvida llenarse el estómago.

—¡Tú puedes echártelas de sensible, soldado grosero, «grivois»
[1]
del diablo! ¿Cuántos vientres de criaturas como éstos no habrás atravesado con tu pica cuando servías al emperador de Austria en los campos de Alemania, de Alsacia y de Picardía? ¿A cuántas cabañas no habrás prendido fuego, cerrando la puerta para achicharrar dentro a toda la familia? ¿No has ahorcado nunca a ningún villano? ¡Tantos que hasta se desgajaban las ramas de los árboles! Y a las mujeres y a las mozas, ¿no las has forzado hasta matarlas de vergüenza?

—Como todo el mundo, como todo el mundo, buena mujer. Esa es la vida del soldado. Eso es la guerra. Pero estas niñas que aquí vemos tienen la vida hecha para juegos y cuentos alegres.

—Hasta el día en que pasen por el pueblo los soldados y los bandidos como nubes de langosta. Entonces, la vida de las niñas se convierte en la vida del soldado, de la guerra, de la miseria y del miedo…

Amargada, la nodriza destapaba un gran tarro de picadillo de liebre y lo extendía sobre rebanadas de pan con manteca que repartía a todos, sin olvidar al viejo Guillermo.

—Yo que os estoy hablando, yo, Fantina Latour, escuchadme, hijas…

Hortensia, Angélica y Madelón, que habían aprovechado la disputa para vaciar las escudillas, levantaron de nuevo la cabeza, y Gontran, su hermano, que tenía diez años, salió del rincón oscuro en que estaba, enojado, no se sabe contra quién, y se acercó a la mesa. Había llegado la hora de la guerra y de los saqueos, de la soldadesca y de los bandidos, todo ello confundido en el mismo resplandor rojo del incendio, del chocar de espadas, de los gritos de las mujeres…

—Guillermo Lützen, tú conoces a mi hijo, que es carretero de nuestro amo el barón de Sancé de Monteloup, aquí mismo, en este castillo.

—Lo conozco. Es muy buen mozo.

—Pues todo lo que puedo decirte de su padre es que formaba parte de los ejércitos del señor cardenal de Richelieu cuando éste se dirigía a La Rochelle para exterminar a los protestantes. Yo no era hugonota, y siempre había rezado a la santísima Virgen para conservar la doncellez hasta el matrimonio. Pero cuando las tropas de nuestro rey cristianísimo Luis XIII pasaron por el pueblo, lo menos que puedo decir es que había dejado de ser doncella. Y puse a mi hijo el nombre de Juan de la Coraza en recuerdo de todos aquellos diablos, uno de los cuales es su padre, y cuyas corazas llenas de clavos desgarraron la única camisa que yo poseía en aquel tiempo… Y en cuanto a los bandidos y bergantes que el hambre ha arrojado a los caminos tantas veces, podría teneros despiertos la noche entera contándoos lo que me hicieron entre el heno de los pajares mientras le quemaban los pies a mi hombre en la lumbre del hogar para hacerle confesar dónde tenía guardados los ahorros, y yo creía, por el olor, que estaban asando el cerdo.

Al recordarlo, la gran Fantina se echó a reír; después se escanció una escudilla de sidra nueva, para refrescarse la lengua, que se le había quedado seca de tanto hablar.

Así, la vida de Angélica de Sancé de Monteloup comenzó bajo el signo del Ogro, de los fantasmas y de los bandidos. La nodriza tenía en las venas un poco de aquella sangre mora que los árabes llevaron hacia el siglo XI hasta los umbrales del Poitou. Angélica había mamado aquella leche de pasión y de ensueños en que se concentraba el antiguo espíritu de su provincia, tierra de pantanos y de bosques, abierta como un golfo a los vientos tibios del océano. Había asimilado el revoltijo de un mundo de dramas y de cuentos de hadas. Le había tomado el gusto y había adquirido una especie de inmunidad contra el miedo. Miraba con lástima a su hermana pequeña, Madelón, que temblaba, o a su hermana mayor, Hortensia, muy tiesa, que, sin embargo, se moría de ganas de preguntar a la nodriza qué le habían hecho los bandidos entre el heno de los pajares. Angélica, a los ocho años, adivinaba muy bien lo que había sucedido en el pajar. ¿Cuántas veces no había llevado la vaca al toro o la cabra al macho cabrío? Y su amigo el pastorcillo Nicolás le había explicado que, para tener críos, los hombres y las mujeres hacen lo mismo. Así es como la nodriza había tenido a Juan de la Coraza. Mas lo que desconcertaba a Angélica era que, para hablar de tales cosas, la nodriza unas veces adoptaba un tono de languidez y de éxtasis, y otras del más sincero horror.

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