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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (3 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Entretanto el cardenal Mazarino amontona chucherías y cuadros de Italia. La reina le ama. El Parlamento de París no está contento. Oye el clamor del pobre pueblo campesino, arruinado por las guerras y los impuestos. En sus carrozas, ataviados con magníficas vestiduras forradas de armiño, los señores del Parlamento se trasladan al palacio del Louvre, donde vive el reyecito que se agarra con una mano a la falda negra de su madre, la española, y con la otra al ropón rojo del cardenal Mazarino, el italiano.

Explican a aquellos grandes que no sueñan más que con poder y riquezas que el pueblo ya no puede pagar más, que los burgueses ya no pueden comerciar, que todos están cansados de que se les impongan contribuciones hasta por el menor de sus bienes. ¿Es que no habrá pronto que pagar hasta por la escudilla en que se come? La reina madre no está contenta. El señor Mazarino tampoco. Entonces, los grandes señores llevan al reyecito a su «lit de justice»
[3]
. Con voz bien timbrada, aunque vacilando un poco al repetir la lección que le habían enseñado, responde a aquellos graves personajes que hace falta dinero para los ejércitos, Para la paz que va a firmarse bien pronto. El rey ha hablado. El Parlamento se inclina. Se va a crear un nuevo impuesto. Los intendentes de las provincias van a soltar a sus sargentos para que lo recauden. Los sargentos van a amenazar. Las buenas gentes van a suplicar, a llorar, a empuñar sus hoces y sus guadañas para unirse con los soldados desbandados, van a venir los bandidos…

Oyendo a la nodriza, nadie podía creer que aquel buhonero embrutecido hubiera podido contarle tantas cosas. Atribuían a imaginación lo que era adivinación. Una palabra, una sombra, el paso de un mendigo demasiado atrevido, de un mercader inquieto, la ponían en el camino de la verdad. Olfateaba a los bandidos en el calor tempestuoso de aquel hermoso verano de 1648 y, como ella, Angélica los estaba esperando…

II
Los saqueadores

Aquella tarde, Angélica había decidido ir a pescar cangrejos con el zagal Nicolás.

Sin previo aviso había galopado hacia la cabaña de los Merlot, padres de Nicolás. La aldea de tres o cuatro casuchas que habitaban estaba situada a la orilla del gran bosque de Nieul. Las tierras que cultivaban pertenecían, sin embargo, al barón de Sancé.

Al reconocer a la hija del amo, la campesina levantó la tapa del caldero que colgaba sobre la lumbre y echó en la sopa un pedazo de tocino para que estuviera más sabrosa. Angélica puso sobre la mesa una gallina a la que acababa de retorcer el pescuezo en el corral del castillo. No era la primera vez que se invitaba de aquel modo en casa de unos u otros campesinos, y nunca dejaba de llevar un regalito, ya que los castellanos eran casi los únicos que poseían en el país palomar y gallinero, por derecho señorial.

El hombre, sentado junto al hogar, estaba comiendo pan moreno. Francina, la mayor de las hijas, se acercó a Angélica y le dio un beso. Tenía dos años más que ella, pero, encargada desde hacía ya mucho tiempo del cuidado de los pequeños y de trabajar en el campo, no podía ir a pescar cangrejos ni a buscar hongos como el vagabundo de su hermano Nicolás. Era suave y cortés: tenía lindas mejillas sonrosadas y frescas, y la señora de Sancé deseaba tomarla de doncella para reemplazar a Nanette, que la desconcertaba con su insolencia.

En cuanto hubieron comido, Nicolás se llevó a Angélica.

—Ven al establo; vamos a buscar la linterna.

Salieron. La noche estaba muy oscura porque la tormenta amenazaba aún. Angélica recordó más tarde que había vuelto el rostro en dirección a la calzada romana que pasaba a media legua de allí y que le había parecido oír un vago rumor.

En el bosque estaba aún más oscuro.

—No tengas miedo de los lobos —dijo Nicolás—. En verano no vienen hasta aquí.

—No tengo miedo…

Llegaron pronto al arroyo e instalaron los cestos, con el cebo de un pedazo de tocino, en el fondo del agua. Los alzaban de cuando en cuando, chorreantes y cargados de racimos de cangrejos azules a los que había atraído la luz, y los vaciaban en un cuévano que habían traído de intento. A Angélica no se le ocurría pensar que los guardas del castillo de Plessis hubieran podido sorprenderles y que se habría armado un buen escándalo al descubrirse que una de las hijas del barón de Sancé andaba de pesca furtiva con un granujilla.

De pronto se irguió, y Nicolás también se puso de pie.

—¿No has oído nada?

—Sí. Han gritado.

Los dos muchachos se quedaron inmóviles un instante y después retornaron a sus cestas. Pero estaban inquietos y pronto volvieron a abandonar la pesca.

—Esta vez lo oigo bien. Allá abajo gritan.

—Es del lado de la aldea.

Rápidamente Nicolás recogió los enseres de pesca y se echó el cuévano a la espalda. Angélica llevaba la linterna. Volvieron caminando, sin hacer ruido, por un senderito cubierto de musgo. Cuando se acercaban a la orilla del bosque quedaron inmóviles bruscamente. Un fulgor rosa penetraba entre los árboles e iluminaba los troncos.

—¿No es… que está amaneciendo? —murmuró Angélica.

—No. ¡Es fuego!

—¡Dios mío! A ver si es tu casa la que arde. ¡Vamos, de prisa!

Pero él la detuvo.

—Espera. Gritan demasiado para un incendio. Pasa otra cosa.

Adelantaron poco a poco hasta los primeros árboles. Más allá un largo prado descendía hasta la primera casa, que era la de los Merlot, y quinientas varas más lejos se agrupaban a orilla del camino las otras tres casuchas. Una de ellas era la que ardía. Las llamas que salían del techo iluminaban a una multitud movediza de hombres que gritaban y corrían, entraban en las cabañas y volvían a salir de ellas cargados de jamones o tirando de las vacas y los asnos. Venían de la calzada romana y se desbordaban por la calleja hueca, como un río caudaloso y negro. La ola erizada de palos y picas pasó por encima de la granja de los Merlot, la sumergió y siguió en dirección de Monteloup.

Nicolás oyó gritar a su madre. Sonó un disparo de arma de fuego. Era papá Merlot, que había tenido tiempo de descolgar su viejo mosquete y de cargarlo. Pero poco después lo arrastraron como un saco hasta el corral y lo mataron a palos.

Angélica vio a una mujer en camisa que atravesaba el corral de una de las casuchas e intentaba huir; gritaba y sollozaba. Varios hombres la perseguían. La mujer intentaba llegar al bosque. Angélica y Nicolás retrocedieron, y dándose la mano, huyeron tropezando en la maleza. Cuando volvieron, fascinados a su pesar por el incendio y por aquel alarido uniforme que subía en la noche, vieron que los perseguidores habían alcanzado a la mujer y la arrastraban por la pradera.

—Es Paulita —dijo Nicolás.

Apretados uno contra otro, detrás del tronco de una encina enorme, miraban jadeantes, con los ojos desorbitados, el horrible espectáculo.

—Se llevan nuestro asno y nuestro cerdo —dijo Nicolás.

Vino el alba, haciendo palidecer los fulgores del incendio, que ya se aplacaba. Los bandidos no habían prendido fuego a las otras casuchas. La mayor parte de ellos no se había detenido en aquella aldea sin importancia. Los hombres habían seguido hacia Monteloup. Los que se habían encargado del saqueo de las cuatro casas abandonaban ya el campo de sus hazañas. Se veían sus ropas harapientas, sus mejillas demacradas y ensombrecidas por las barbas. Algunos llevaban grandes sombreros con plumas, y uno de ellos una especie de casco que hubiera podido hacerle pasar por militar. Pero la mayor parte iban vestidos con andrajos sin forma ni color.

Envueltos en la niebla de la madrugada que enviaban los pantanos, se les oía llamarse unos a otros. Ya no eran más que unos quince. Un poco más allá del hogar de los Merlot se detuvieron para recontar el botín. Por sus gestos y su modo de discutir se veía que lo encontraban escaso: unos cuantos pañuelos y sábanas hallados en los cofres, ollas, hogazas, quesos. Uno de ellos daba grandes mordiscos a un jamón. Los animales robados iban ya delante. Los últimos saqueadores reunieron en dos o tres atados los pobres objetos recogidos y se alejaron sin volver siquiera la cabeza.

Angélica y Nicolás tardaron en dejar el refugio de los árboles. Ya el sol brillaba y hacía relucir el rocío en la pradera, cuando se arriesgaron a bajar hacia la aldea, ahora extrañamente silenciosa.

Cuando se acercaban a la granja de los Merlot se alzó el llanto de un niño.

—Es mi hermanito —murmuró Nicolás—; por lo menos él no ha muerto.

Temiendo que algún bandido se hubiese quedado rezagado, entraron sin ruido en el corral. Iban de la mano y se detenían casi a cada paso. Tropezaron primero con papá Merlot, con la nariz hundida en el estiércol. Nicolás se inclinó e intentó levantar la cabeza de su padre.

—Di, papá, ¿estás muerto? Se levantó.

—Creo que está muerto. Mira qué blanco está, él que siempre aparece tan colorado.

En la casucha el crío se desgañitaba. Sentado sobre el lecho revuelto, agitaba las manitas. Nicolás corrió a él y lo tomó en brazos.

—Gracias, Virgen santa. El pequeño no tiene nada.

Angélica, con los ojos dilatados de horror, miraba a Francina. La muchacha estaba tendida en el suelo, blanca, con los ojos cerrados. Tenía la ropa hecha jirones.

—Nicolás —murmuró Angélica con voz ahogada—, ¿qué… qué le han hecho?

Nicolás miró y una expresión terrible envejeció su rostro. Volvió los ojos hacia la puerta y gruñó:

—¡Malditos, malditos! —Con brusco ademán entregó el niño a Angélica—. Tenlo tú.

Se arrodilló junto a su hermana y la envolvió pudorosamente con la falda desgarrada.

—Francina, soy yo, Nicolás. Responde, Francina, ¿no estás muerta?

Salieron gemidos del cercano establo. Apareció la madre, gimiendo y encorvada.

—¿Eres tú, hijo? ¡Ay, mis pobres hijos, mis pobres hijos! ¡Qué desdicha! Se han llevado el asno y el cerdo, y nuestro poco ahorro de escudos. ¡Ya le decía yo a mi hombre que había que enterrarlos!

—Mamá, ¿te duele mucho?

—No es nada, hijo. Soy mujer. He pasado por todo. Pero mi Francina, la pobre, que es tan sensible; capaces son de haberla matado.

Acunaba a su hija en sus brazos robustos de campesina y lloraba.

—¿Dónde están los otros? —preguntó Nicolás.

Después de larga búsqueda acabaron por encontrar a los tres críos, un chico y dos chicas, en la panera, donde se habían escondido después que los salteadores, habiendo robado el pan, se entretuvieron en forzar a su madre y a su hermana.

Un vecino acudió a buscar noticias. Los infelices habitantes de la aldea se reunían para hacer el recuento de sus desdichas. No tenían que deplorar más que dos muertos: papá Merlot y un anciano que también había intentado usar su mosquete. Los otros campesinos estaban atados a las sillas, después de haber sido apaleados sin demasiado encarnizamiento. No habían degollado a ningún niño, y uno de los medieros había conseguido abrir la puerta del establo a sus vacas, que habían huido y que sin duda se encontrarían. ¡Pero cuánto buen lienzo y cuánta ropa buena robada! ¡Cuánta vajilla de estaño que adornaba los basares de las chimeneas había desaparecido! ¡Y los quesos, y los jamones, y hasta aquel dinero tan escaso, tan recontado! Paulita seguía gimiendo y llorando.

—¡Seis que se han aprovechado de mí!

—¡Cállate! —dijo brutalmente su madre—. Te conocemos, y con lo aficionada que eres a esconderte con los mozos entre las zarzas, nos figuramos que te han dado por el gusto. ¡Mientras que nuestra vaca estaba preñada! Más trabajo nos costará encontrarla que a ti encontrar un galán.

—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo mamá Merlot, que seguía con Francina desmayada entre sus brazos—. Puede que vengan otros detrás.

—Vayamos al bosque, con los animales que nos quedan. Ya lo hicimos antaño cuando pasaron los ejércitos de Richelieu.

—Vayamos a Monteloup.

—¡A Monteloup! De seguro que ya están allí ellos.

Todos aprobaron inmediatamente.

—Vayamos al castillo —dijo uno.

El instinto ancestral los lanzaba hacia la morada señorial, en busca de la protección del amo, que, en el transcurso de los siglos, había extendido sobre ellos la sombra de sus murallas y sus torres.

Angélica, que estrechaba al crío entre sus brazos, sintió que el corazón se le apretaba en un oscuro remordimiento. «Nuestro pobre castillo —pensó— se está derrumbando. ¿Cómo podemos ahora proteger a estos desdichados? ¿Quién sabe si los bandidos no habrán ido hasta allí? Y no es el viejo Guillermo, con su pipa, quien puede haberles impedido que entren.»

—Sí —dijo en voz alta—, vayamos al castillo. Pero no tenemos que ir por el camino real, ni por los atajos de los campos. Si los bandidos se han quedado rezagados en ellos, no podremos acercarnos a la entrada. Lo único que podemos hacer es bajar hasta las ciénagas desecadas y llegar al castillo por el foso grande. Hay una puertecilla que no se usa nunca, pero yo sé cómo se abre.

No añadió que aquella puertecilla medio cegada por los escombros de un subterráneo le había servido para escaparse del castillo más de una vez y que en uno de los calabozos, cuya existencia apenas conocían los actuales barones de Sancé, estaba el escondrijo en que preparaba plantas y filtros como la bruja Melusina.

Los aldeanos la obedecieron confiados. Algunos la veían por vez primera, pero estaban tan acostumbrados a oír hablar de Angélica como de una encarnación de las hadas, que su aparición en lo más negro de su desdicha apenas les asombraba.

Una de las mujeres le quitó de los brazos el chiquillo. Y Angélica, libre de su carga, arrastró a la tropilla por un largo rodeo a través de las ciénagas, bajo el sol quemante, a lo largo del promontorio abrupto que en otro tiempo había dominado aquel golfo del Poitou invadido por las aguas marinas. Con el rostro salpicado de barro, animaba a los campesinos.

Hízoles entrar por la estrecha abertura de la poterna ya en desuso. El fresco ambiente de los subterráneos los sobrecogió y les dio ánimos, pero la oscuridad hizo llorar a los chiquillos.

—Despacio, despacio —dijo tranquilizándoles la voz de Angélica—. Pronto estaremos en la cocina y el ama Fantina nos dará la sopa.

La evocación del ama Fantina animó a todo el mundo. Detrás de la hija del barón de Sancé los campesinos, gimiendo y tropezando, treparon por las escaleras medio derruidas y atravesaron las salas llenas de desperdicios, de las cuales huían las ratas. Angélica los dirigía sin vacilación. Eran sus dominios.

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