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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (7 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—Venid aquí, Angélica —dijo secamente—. Creo que empezáis a tomar la mala costumbre de escuchar detrás de las puertas. Aparecéis siempre en los momentos inoportunos y no se os oye llegar. Esos modales son deplorables.

Molines la miraba fijamente, pero no parecía tan contrariado como el barón.

—Los campesinos dicen que es un hada —se arriesgó a decir con leve sonrisa.

Ella se acercó sin alterarse.

—¿Habéis oído nuestra conversación? —interrogó el barón.

—Sí, padre. Molines ha dicho que Josselin podría marchar al Ejército y Hortensia al convento si vos hicierais muchos mulos.

—Tienes un modo muy curioso de resumir las cosas. Ahora escúchame. Vas a prometerme que no hablarás a nadie de esta historia.

Angélica levantó hacia él sus ojos verdes.

—Sí lo haré… Pero, a mí, ¿qué me dan?

El administrador ahogó la risa.

—¡Angélica! —exclamó su padre con decepcionado asombro. Molines fue quien respondió:

—Comenzad por probarnos vuestra discreción, señorita Angélica. Si, como lo espero, se organiza nuestra asociación con el señor barón vuestro padre, habrá que esperar que el negocio prospere sin dificultades, para lo cual es preciso que no se haya divulgado nada de nuestros proyectos. Entonces, como recompensa, os daremos un marido…

Angélica hizo un mohín, pareció reflexionar y dijo:

—Está bien. Lo prometo.

Y se alejó.

En la cocina, la señora Molines apartó a las sirvientas y metió ella misma en el horno su tarta cubierta de crema y adornada con cerezas.

—Señora Molines, ¿vamos a comer pronto?

—Todavía no, preciosa. Si tenéis mucha hambre, os prepararé una rebanada de pan con manteca.

—No es eso, pero quisiera saber si tengo tiempo para ir corriendo hasta el Plessis —aclaró Angélica.

—Claro que sí. Enviaremos un chiquillo a buscaros cuando esté servida la mesa.

Angélica echó a correr y en un recodo de la primera avenida se descalzó y escondió los zapatos debajo de una piedra para recogerlos a la vuelta. Después echó a correr de nuevo más ligera que una cierva. El bosque olía a setas y a musgo. La lluvia reciente había dejado charcos aquí y allá. Angélica los pasaba de un salto. Era feliz: el señor Molines le había prometido un marido. No estaba segura de que fuese un regalo notable. ¿Qué haría con él? Después de todo, si era tan simpático como Nicolás, sería un compañero siempre a mano para ir a pescar cangrejos.

Vio aparecer al cabo de la avenida la silueta del castillo, destacándose en blanco sobre el esmalte azul del cielo. Ciertamente, el castillo del Plessis-Belliére era una casa de cuento de hadas, porque ninguna de los alrededores se le parecía. Todas las moradas nobles del país eran como Monteloup, grises, llenas de musgo, ciegas. Aquí, en el siglo pasado, un artista italiano había prodigado ventanas, tragaluces, pórticos. Un puente levadizo en miniatura pasaba sobre los fosos llenos de nenúfares. Las torrecillas de los ángulos no servían sino de adorno. Sin embargo, las líneas del edificio eran sencillas. Nada había de pesado en aquellos arcos, en aquellas bóvedas flexibles, sino una gracia natural de plantas o guirnaldas.

Solo, encima del pórtico principal, un escudo con una Quimera que sacaba la lengua flamígera, recordaba la decoración más retorcida de la Edad Media.

Angélica, con sorprendente destreza, trepó hasta la terraza y, agarrándose a los adornos de ventanas y balcones, llegó hasta el primer piso, donde un canalón le ofrecía cómodo apoyo. Entonces pegó el rostro al vidrio de la ventana. A menudo había venido a aquel mismo sitio y no se cansaba de asomarse al misterio de aquella estancia cerrada, en cuya penumbra se veía brillar la plata y el marfil de tantos objetos artísticos colocados sobre muebles de marquetería, los vivos colores rubios y azules de los tapices nuevos, el esplendor de los cuadros a lo largo de las paredes.

En el fondo había una alcoba cuyo lecho estaba cubierto con una colcha adamascada. Las cortinas brillaban con sus hilos de oro, que les daban peso, mezclados a la trama. Encima de la chimenea atraía las miradas un gran cuadro que llenaba de admiración a Angélica. Un mundo del que apenas tenía conciencia había ido a encerrarse en aquel marco: era el mundo ligero de los habitantes del Olimpo, con su gracia pagana y libre. Allí se veía a un dios y a una diosa unirse en un abrazo bajo la mirada de un fauno barbudo. Sus cuerpos magníficos simbolizaban, como el castillo todo, la gracia de los Campos Elíseos a la orilla misma del bosque salvaje.

La emoción sobrecogía a Angélica hasta oprimirla levemente.

«Todas estas cosas —pensaba— quisiera tocarlas, acariciarlas con las manos. Quisiera que algún día fuesen mías…»

V
Boda en la aldea.
Un nuevo criadero de mulos

En mayo, en aquellas tierras, los muchachos con una espiga verde prendida en el sombrero y las muchachas engalanadas con flores de lino van a danzar en derredor de los dólmenes, esas grandes mesas de piedra que la prehistoria ha erigido en los campos. A la vuelta se divierten un poco, en parejas, por los prados y bajo las sombras de la entrada del bosque, donde huele a lirio del valle.

En junio, papá Saulnier casó a su hija, y hubo una gran fiesta. Era el único arrendatario en tierras del barón de Sancé que, fuera de éste, no empleaba más que medieros. El buen hombre, que además era dueño de la taberna del pueblo, disfrutaba de sólida posición.

La pequeña iglesia románica estaba adornada de flores y cirios gruesos como el puño. El señor barón condujo al altar a la desposada.

El banquete, que duró varias horas, rebosaba de morcillas blancas y de ese picadillo de carne conservado en potes que lleva el nombre de «andouillettes». También se sirvieron abundantes salchichas y quesos. Hubo vino. Después de la comida todas las mujeres casadas del pueblo vinieron, como era costumbre, a ofrecer sus regalos a la desposada, que estaba ya en su nueva casa, sentada en un banco, delante de una gran mesa sobre la que se amontonaban piezas de vajilla, ropas de cama, calderos de cobre y de estaño. Su rostro redondo, un tanto bovino, brillaba de placer bajo una enorme corona de margaritas.

La señora de Sancé se avergonzaba de no llevar más que un regalo modesto: algunos platos de hermosa loza que reservaba para estas grandes ocasiones. Angélica pensó de pronto que en Sancé comían en escudillas como los campesinos. Y se sintió a la vez asombrada y dolida por aquella falta de lógica. La gente era extraña. Podía apostarse a que tampoco la recién casada emplearía nunca aquellos platos; los guardaría cuidadosamente en un arca y continuaría comiendo en su escudilla. ¡Y en el Plessis había tantos objetos maravillosos que sus dueños abandonaban como en una tumba.!

Angélica besó a la recién casada sin ninguna efusión. Entretanto, los jóvenes se reunían junto al gran lecho conyugal y gastaban bromas.

—Vamos, mi linda, con la cara que tenéis tú y tu marido, de seguro que el
chaudaut
os vendrá muy bien al amanecer!

—Mamá —preguntó Angélica al marcharse—, ¿qué es ese
chaudaut
de que hablan en todas las bodas?

—Es una costumbre de villanos, lo mismo que llevar regalos o bailar —respondió, evasiva.

La explicación no satisfizo a su hija, que se prometió asistir al
chaudaut.

En la plaza del pueblo se disponían a bailar bajo el olmo grande. Los hombres aún estaban sentados a las mesas colocadas al aire libre. Angélica oía llorar a su hermana mayor, que pedía volver al castillo porque se avergonzaba de su vestido sencillo y recosido.

—¡Bah! —exclamó Angélica—, te complicas demasiado la vida, ¡pobre hija mía! ¿Me quejo yo de mi vestido a pesar de que me está estrecho y es demasiado corto? Lo único que me molesta de veras son los zapatos. Pero he traído los zuecos en un paquete y me los pondré para bailar a gusto. ¡Estoy resuelta a divertirme!

Hortensia insistió, quejándose de que tenía calor y asegurando que se sentía mal y que quería volver a casa. La señora de Sancé se acercó a su marido, que estaba sentado entre los notables del pueblo, y le advirtió que se retiraba, pero que dejaba a Angélica a su cargo. La chiquilla se quedó un momento junto a su padre. Había comido mucho y se sentía soñolienta.

En torno a ellos estaba la pequeña aristocracia del pueblo: el cura, el síndico, el maestro de escuela, que cuando llegaba la ocasión era también cantor en la iglesia, cirujano, barbero y campanero, y algunos labradores los cuales poseían arados con bueyes y daban trabajo a varios gañanes.

Formaba también parte de este grupo Artemio Callot, agrimensor del pueblo vecino y delegado provisionalmente para ayudar a la desecación del pantano próximo, que se daba tono de sabio y de extranjero, aunque en realidad era del Lemosín. Por último, estaba el padre del novio, el mismísimo Pablo Saulnier, criador también de ganado vacuno, de caballos y de asnos.

Angélica miraba a su padre, cuya frente no se desarrugaba, y adivinaba sin esfuerzo lo que estaba pensando. «He aquí —debía de pensar con melancolía— otra señal del rebajamiento de los nobles.»

Alteróse la tranquilidad en la plaza en torno del olmo y aparecieron dos hombres que, llevando debajo del brazo una especie de saco blanco ya muy hinchado, se subieron a unos toneles. Eran los gaiteros. Un tañedor de dulzaina se les agregó.

—Vamos a bailar —exclamó Angélica, y se lanzó hacia la casa del síndico, donde había escondido sus zuecos.

Su padre la vio volver saltando y palmoteando al ritmo de las baladas y rondas que ya se habían empezado a bailar. Saltábanle sobre los hombros sus cabellos de oro. Acaso porque llevaba un vestido demasiado corto y estrecho se dio cuenta de pronto de cómo se había desarrollado desde hacía unos pocos meses. Ella que siempre había sido tan menuda parecía ahora tener más de doce años. Habíanse ensanchado sus hombros, y su pecho se hinchaba ligeramente bajo la sarga desgastada de su vestido. La sangre joven enrojecía sus mejillas, y sus labios entreabiertos y húmedos reían dejando ver sus dientes perfectos.

Como la mayor parte de las muchachas del pueblo se había puesto al pecho un gran ramo de prímulas amarillas y de color malva. Los hombres que allí había se sorprendieron también ante su aparición llena de lozanía y frescura.

—Vuestra hija se está haciendo una hermosa muchacha —dijo papá Saulnier con sonrisa obsequiosa y lanzando una mirada maliciosa a sus compinches.

El orgullo del barón se tiñó de inquietud. «Ya es demasiado crecida para mezclarse con estos rústicos —pensó de pronto—. A ella más que a Hortensia es a quien habría que enviar al convento…»

Angélica, sin darse cuenta de las miradas y pensamientos que iba suscitando, se mezclaba alegremente con los mozos y las mozas que acudían por todos lados en grupos o en parejas. Casi tropezó con un mozuelo al cual no reconoció, tan bien vestido iba.

—¡Valentín, Dios mío! —dijo empleando la jerga del terruño que hablaba corrientemente—. ¡Qué guapo estás, hijo de mi alma!

El hijo del molinero llevaba un traje cortado seguramente en la ciudad, de un paño gris tan bueno que los faldones de la levita parecían almidonados. Esta y el chaleco estaban adornados con varias hileras de botoncitos dorados que centelleaban. Llevaba hebillas de metal en los zapatos y en el sombrero de fieltro, y escarapelas de raso azul a guisa de ligas. El muchacho, que a los catorce años parecía ya un Hércules, iba tieso y sin acertar a moverse dentro de sus galas, pero su rojo rostro estallaba de satisfacción. Angélica, que llevaba varios meses sin verle a causa del viaje a la ciudad que Valentín había hecho con su padre, se dio cuenta de que ella apenas le llegaba al hombro y se sintió casi cohibida. Para disipar su desconcierto le tomó de la mano.

—Ven a bailar —le dijo.

—¡No, no! —protestó el galán—. No quiero estropearme el traje nuevo. Voy a beber con los hombres —añadió con suficiencia, dirigiéndose hacia el grupo de notables, entre los cuales acababa de sentarse su padre.

—¡Ven a bailar! —exclamó un mozo, tomando a Angélica por la cintura.

Era Nicolás. Sus ojos oscuros como castañas maduras brillaban de alegría. Se pusieron frente a frente y empezaron a saltar al compás del son agudo de las gaitas y la dulzaina. A tales danzas, que hubieran podido parecer pesadas y monótonas, un sentido del ritmo les añadía una armonía extraordinaria. A pesar de las gaitas y la dulzaina, el instrumento principal era precisamente el choque sordo de los zuecos que golpeaban el suelo al unísono, y las figuras complicadas que los danzantes ejecutaban en el momento preciso añadían gracia y perfección al baile campestre.

Iba cayendo la tarde. Su frescura aliviaba las sudorosas frentes. Entregada por completo a la danza, Angélica se sentía feliz, liberada de sus pensamientos. Sus compañeros se sucedían, y en sus ojos brillantes y risueños leía algo que la exaltaba un poco.

El polvo que levantaban los danzantes ponía en el aire un ligero tono pastel, rosado por el sol poniente. El dulzainero tenía los carrillos rojos e hinchados como pelotas, y los ojos casi se le salían de las órbitas a fuerza de soplar en su instrumento.

Hubo que interrumpir la danza para acercarse a las mesas bien provistas de jarros y refrescarse.

—¿En qué estáis pensando, padre? —dijo Angélica, que fue a sentarse junto al barón, que no desarrugaba el ceño.

Estaba sofocada y jadeante. El barón casi se sintió molesto al verla despreocupada y feliz, cuando él se atormentaba en sus preocupaciones al punto de no poder disfrutar como otras veces de la fiesta.

—¡En los impuestos! —respondió mirando con aire sombrío a uno de los «notables» que tenía al frente, y que no era otro que el sargento Corne, el funcionario al que tantas veces habían recibido de mala manera en las puertas del castillo.

Angélica protestó:

—No está bien pensar en eso cuando todo el mundo se divierte. ¿Piensan ellos, piensan nuestros villanos, y eso que son los que más pagan? ¿No es verdad, señor Corne? ¿No es cierto que en un día como hoy nadie debe pensar en las contribuciones, ni siquiera usted?

Lo cual hizo reír ruidosamente a todos los concurrentes. Empezaron a cantar, y papá Saulnier entonó el estribillo del «Recaudador esquilmador», que el sargento se dignó escuchar con sonrisa benévola. Pero pronto les llegaría el turno a las canciones menos inocentes a que dan lugar todas las bodas, y Armando de Sancé, cada vez más inquieto por los modales de su hija, que bebía trago tras trago, decidió retirarse.

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